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Juantzin, Juan Diegotzin

Los mexicanos tenemos a la Virgen de Guadalupe por madre nuestra. También la tenemos por Madre de Dios, del «verdadero Dios por quien se vive», como ella mismo se presentó a Juan Diego, el vidente del acontecimiento guadalupano.

El relato de las apariciones, escrito por Antonio Valeriano, narra de bellísima manera el suceso cuando explica:

«Aquí se narra, se ordena, cómo hace poco, milagrosamente se apareció la Perfecta Virgen Santa María madre de Dios, nuestra reina, allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe.

Primero se hizo ver de un indito, su nombre Juan Diego; y después se apareció su Preciosa Imagen delante del reciente obispo don fray Juan de Zumárraga.

Diez años después de conquistada la ciudad de México, cuando ya estaban depuestas las flechas, los escudos, cuando por todas partes había paz en los pueblos, así como brotó, ya verdece, ya abre su corola la fe, el conocimiento de Aquél por quien se vive: el verdadero Dios.

En aquella sazón, el año 1531, a los pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un indito, un pobre hombre del pueblo. Su nombre era Juan Diego, según se dice, vecino de Cuauhtitlan, y en las cosas de Dios, en todo pertenecía a Tlatilolco.»

Entre nuestros antepasados los aztecas se hablaba en expresiones diminutivas para expresarle muy alto respeto al interlocutor. El diminutivo se usaba además para referirse a la divinidad y a los dos principales dones concedidos a los hombres: la familia y a la comida. Así, en México les llamamos a nuestros familiares: Papá, Mamá, abuelitos, hijitos, hermanitos y primitos; y lo que comemos es: sopita o caldito, arrocito, pollito, frijolitos, tortillita con salecita y salsita, cafecito, y todo luego de un tequilita o de una cervecita con chicharroncito. Sólo al terminar de comer es cuando se fuma un cigarrito.

El Nican Mopohua narra que cuando Juan Diego estaba cerca del cerrito llamado Tepeyac, al amanecer, oyó cantar como el canto de muchos pájaros finos (lo que para los aztecas era eco de las voces de los dioses), sobremanera suaves y deleitosos, por lo que se detuvo a ver qué era y se dijo: «¿Por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento; acaso en la tierra celestial?» pues sintió tal paz y alegría que pensó que estaba en el Cielo.

Después oyó «que lo llamaban, de arriba del cerrillo, le decían: —Juanito, Juan Dieguito—. Luego se atrevió a ir a donde lo llamaban; ninguna turbación pasaba en su corazón ni ninguna cosa lo alteraba, antes bien se sentía alegre y contento por todo extremo; fue a subir al cerrillo para ir a ver de dónde lo llamaban. Y cuando llegó a la cumbre del cerrillo, cuando lo vio una Doncella que allí estaba de pie, lo llamó para que fuera cerca de Ella. Y cuando llegó frente a Ella mucho admiró en qué manera sobre toda ponderación aventajaba su perfecta grandeza: su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie, como que lanzaba rayos; el resplandor de Ella como preciosas piedras, como ajorca (todo lo más bello) parecía la tierra como que relumbraba con los resplandores del arco iris en la niebla. Y los mezquites y nopales y las demás hierbecillas que allí se suelen dar, parecían como esmeraldas. Como turquesa aparecía su follaje. Y su tronco, sus espinas, sus aguates, relucían como el oro. En su presencia se postró. Escuchó su aliento, su palabra, que era extremadamente glorificadora, sumamente afable, como de quien lo atraía y estimaba mucho. Le dijo: —Escucha, Hijo mío el menor, Juanito. ¿A dónde te diriges?—. Y él le contestó: —"Mi Señora, Reina, Muchachita mía...»

Así es cómo desde aquel año dichoso de 1531, los mexicanos nos relacionamos con el Dios de Jesucristo, y con todo lo suyo, hablándole de Papá Diosito, Virgencita, Niñito Jesús, San Josecito, San Martincito de Porres, Angelito de la Guarda... y a los sacerdotes les decimos «Padrecito», a las monjas «Monjita» y a las religiosas «Madrecita».

Bien dijo de México el Papa Benedicto XIV, en alusión al milagro guadalupano, en mayo de 1754, con motivo de la Jura del Patronato Pontificio de la Virgen de Guadalupe como Patrona de toda la Nueva España que «Non fecit taliter omni nationi» o «No hizo tal con ninguna nación».

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