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Para ser católico

Parece obvio que ser católico es confesarse y vivir como seguidor de Jesucristo. Las diferencias comenzarían al explicar cada uno en qué consiste tal tarea, es decir, qué debe creer, qué debe vivir, de qué manera, con qué medios. En una de sus obras de tema litúrgico, el cardenal Ratzinger evocaba una conferencia pronunciada —1989— en los cursos de verano de la Complutense sobre el tema «Jesucristo hoy». Es cierto que Jesús de Nazaret vivió una época concreta de la historia, pero no lo es menos que la fe católica enseña que Cristo resucitó y vive. Como dice la Escritura Jesucristo es el mismo hoy y ayer y siempre. No obstante, el cardenal hizo el esfuerzo de sintonizar con las sensibilidades del momento: el Cristo liberador, el de la opción por los pobres y el pacificador reclamado por un mundo de guerras y muerte. Narra que encontró esa trilogía en las palabras recogidas por el Evangelista Juan con las que Cristo se proclama Camino, Verdad y Vida.

Cristo camino hacia la liberación implica el seguimiento del que es verdadero Dios y verdadero hombre en el éxodo hacia la única libertad. La pérdida de la divinidad sumergiría en una especie de arrianismo, que podría conducir a negar la plenitud de la revelación que hace Cristo precisamente por ser Dios, sería superflua la fe y se abre la posibilidad de una religión a la carta, que no ve la necesidad de vivirla en la Iglesia y de seguir su función magisterial. La fe expresada en el Credo sería relativizada como algo inaccesible porque un Dios que no es Dios no sirve para nada, no revela nada ni libraría de nada, y menos del pecado, objetivo de su venida al mundo. Y sin la liberación del pecado, cualquier otra es vacía, banal. Ese es el error de la teología de la liberación, enraizada en el marxismo, que pierde la perspectiva trascendente y queda en un mero empeño humano, con frecuencia promotor de lucha de clases. Ser cristiano es creer plenamente en Cristo Dios y hombre y, por tanto, seguirle buscando la identificación con Él. Sólo eso libera. Un Cristo reducido o mutilado no es camino.

Pero si descuidamos su dimensión humana, incurriríamos en el error del monofisismo, consistente en negar al Redentor una naturaleza humana propia. Si la postura anterior podría llevar a la pérdida de fe y a reducir al cristianismo a un humanismo, la que resta a Cristo su Humanidad conducirá a un espiritualismo desconectado de las pequeñas o grandes realidades cotidianas, que la Encarnación ha asumido e integrado en la Salvación. Con Cristo hombre, podemos amar el trabajo y el descanso, la alegría y las lágrimas, la salud y el dolor, la familia y la amistad; y todas las virtudes humanas que Cristo diviniza. Lo deja claro, en el siglo V, el Concilio de Calcedonia con la fórmula de las dos naturalezas de Cristo unidas «sin separación ni fusión» en la persona del Verbo. Tampoco un hombre que no es hombre habría padecido y muerto realmente por nosotros en una locura de amor.

Cristo Verdad. «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a la gente sencilla.» Cristo predica la verdad sin ataduras al poder y desde la pobreza; y entienden tal verdad los que viven desprendidos, tengan bienes o poder. Otras palabras de Jesús enormemente reveladoras: al narrar a los discípulos de Juan el Bautista los milagros que se están produciendo, añade este: los pobres son evangelizados. Para asombro de todos, los pobres y los sencillos captan esa verdad de la conducta admirable que viene a publicar Jesús: las bienaventuranzas, la reafirmación de los mandamientos, las obras de misericordia, la compasión y el perdón, el amor que merece tal nombre porque está hecho de darse a sí mismo según la norma de Dios, que sabe más que los hombres; la locura de la Cruz es más sabia que la de los hombres, escribirá san Pablo.

Cristo Vida. La gloria de Dios es el hombre viviente, afirmó san Ireneo: ese es el hombre que ama la vida, que no desea guerras, que da gloria a Dios con la muerte digna que franquea la puerta de la Vida con mayúscula. Es la vida en Cristo que ya se logra en este mundo y luego se hace eterna y plena. El cristiano que desea gozarla se alimenta con la oración y los sacramentos, con la liturgia de la Iglesia, que no es una fácil explotación de sentimientos, es el culto desde la fe, el amor, la piedad y la esperanza, que suponen una actitud inteligente. Tan importante es la liturgia que, en su campo —afirmó el actual Papa—, nos jugamos el destino de la fe y de la Iglesia. No en vano se ha repetido que lex orandi, lex credendi , se ora lo que se cree, y se cree lo que se ora. Es más, se podría añadir lex essendi , porque en ella nos jugamos nuestro mismo ser cristiano. Es necesario recuperar los sacramentos en su integridad y en toda su profundidad: no son magia, ni folclore, sino huellas de la Encarnación del Verbo. Basta pensar en una fuerte y necesaria recuperación de vivencia y respeto a la Eucaristía y a la Confesión.

Esta fe es un Camino para transitar libremente que implica un don: el amor del Dios hecho Hombre; una Verdad que sólo aciertan a ver los pobres, los desprendidos del yo, capaces de acoger con libertad a Cristo; una Vida distinta, repleta de intimidad con Dios, que es una oferta gratuita y jamás impuesta. En realidad sólo el dogma libera de ideologías, de imposiciones humanas y del pecado, porque sólo Dios es Libertador.

«¡Vive junto a Cristo!: debes ser, en el Evangelio, un personaje más, conviviendo con Pedro, con Juan, con Andrés..., porque Cristo también vive ahora: 'Iesus Christus, heri et hodie, ¡ipse et in saecula!'. —¡Jesucristo vive!, hoy como ayer: es el mismo, por los siglos de los siglos.» (Forja)

¡Fascinante!

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