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Estamos por la vida, pero no por el relativismo

Quien quiera ver, concentrado en el tiempo, qué nos está sucediendo en el terreno del relativismo, de la perversión del lenguaje, del desconcierto y de la quiebra moral, habrá de acudir a la semana pasada, pródiga en signos sintomáticos de una sociedad en trance de «desmoralizarse».

Comenzó la semana con un debate en el Parlamento sobre una proposición legislativa de iniciativa popular, avalada por un millón y medio de firmas, en la que sencillamente se pedía algo tan normal, tan acorde con la naturaleza humana, y con la verdad del hombre, como es el reconocimiento de que el matrimonio es la unión estable de un hombre y una mujer; y fue rechazada. Este mismo Parlamento aprobaría, sin embargo, una Ley sobre los transexuales, la más avanzada del mundo, donde es la decisión del hombre lo que cuenta, en último término, en el tema de género.

Se origina, al tiempo, la gran conmoción con el proceder del Gobierno en el asunto de Ignacio de Juana. No era para menos. Podríamos fijarnos en múltiples aspectos. Por mi parte, sólo quiero fijarme en uno. El ayuno «controlado», durante más de cien días, de este etarra, no arrepentido, constituye un acto más de violencia, de terrorismo: «refinado e inteligente», pero terrorismo. No se trata de una acción con armas, ni perpetrada contra personas ajenas. Pero sí de violencia en la propia persona, orientada a los mismos fines de ETA, que antaño orientaron sus propias acciones criminales con veinticinco muertes horribles, y dentro de su estrategia. La violencia criminal de este «ayuno» con que ha amenazado a toda la sociedad y al Estado, y los ha puesto de hecho en jaque, los ha intimidado y conmocionado realmente —¿doblegado?—, tiene una intencionalidad ideológica totalitaria, propia del terrorismo, dentro de la gran estrategia de esa organización terrorista.

De Juana ha puesto, mantenidamente, en tensión a toda la sociedad, obteniendo una amplia repercusión política, potenciada por la publicidad que ha logrado su nefanda acción. Para este terrorista y su atentado de «intento» de suicidio lento, ha resultado de capital y vital importancia dar publicidad a su acción por los medios de comunicación social.

Estamos ante una realización deliberada de una acción de violencia prolongada contra la propia vida, integrada dentro de un plan terrorista, para paralizar a personas e instituciones sociales, y generar un estado de ánimo en el que no se actúa con libertad. Ha logrado que muchos, engañados y cegados, se hayan puesto de su parte por «razones humanitarias». Al mismo Gobierno se le ha puesto ante el brete de actuar con «humanidad» frente a una eventual amenaza de vida. Si no se quiere llamar a esto «miedo», al menos, hay que reconocer que se está actuando forzados, sin suficiente libertad: se ven confrontados ante un «bien supremo» como es el de la vida. Eso, precisamente, es lo que hace de este acto un exponente claro de terrorismo. Se reconozca o no, ha provocado un efecto paralizador de la libertad y ha conmocionado y dividido a la sociedad.

Este hecho, pues, entra dentro de la calificación de terrorismo como forma específica de violencia sistemática. Por todo ello, a tenor de la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal sobre el terrorismo de ETA, la valoración moral de lo que ha hecho y hace De Juana es absolutamente reprobable, y, como acto terrorista, perverso en todos sus elementos. El Estado, moralmente al menos, está obligado a defender a la sociedad de cualquier acto terrorista, también de éste, y poner los medios legítimos que tiene a su alcance para librar a la sociedad de esa violencia sistemática del terrorismo de ETA, cuyos fines son políticos y no justifican en modo alguno ninguna acción terrorista.

«Estamos por la vida», «la vida es un bien supremo que hay que defender»: dos hermosas expresiones de estos días; ojalá se cumpliesen. Apuesto por ellas, enteramente, hasta dar mi vida si fuera preciso, para que ningún ser humano sea eliminado ya por la violencia cainita, fratricida. Pero, con todo mi respeto, ¿por qué no son consecuentes y derogan quienes podrían y deberían hacerlo las leyes inicuas que permiten que noventa mil seres humanos, indefensos, débiles e inocentes, el año pasado hayan sido asesinados antes de nacer, con el apoyo de la Ley y de la medicina que están hechas para todo lo contrario, es decir, para proteger al inocente e indefenso, y para hacer posible la vida? ¿Cuántos seres humanos —porque también los embriones, incluso los de menos de catorce días, como afirma la comunidad verdaderamente científica, son seres humanos con toda su dignidad inviolable— son «eliminados» en los laboratorios, en virtud de leyes injustas, recientemente aprobadas en España? Si se actuase en coherencia con lo dicho tan rotundamente, deberían derogarse.

Llama poderosa, pero dolorosamente, la atención también que al mismo tiempo que el caso De Juana Chaos, teníamos en Granada el de Inmaculada Echevarría, enferma de distrofia muscular. Varias comisiones e instituciones oficiales han autorizado la desconexión del respirador, accediendo a la petición de esta mujer que tantas presiones ha tenido que soportar. Lamento mucho su sufrimiento físico y espiritual, rezo por ella. Pero, se diga lo que se diga, es un caso de eutanasia. Según los datos médicos de que dispongo, el respirador es el medio ordinario para mantener con vida a estos enfermos. La moral prescribe que los medios ordinarios de alimentación y respiración no pueden ser retirados a un enfermo aunque sea terminal. La omisión de estos medios ordinarios constituye un acto de eutanasia. Con esta acción de retirar el respirador, esta sencilla y sin duda buena mujer, agobiada, morirá. Se habrá perpetrado un atentado contra la vida. Y, además, con todas las bendiciones y autorizaciones, y, para mayor ignominia, en el Hospital de «San Rafael», el mismo prácticamente que fundó San Juan de Dios, regido por sus hijos y en la novena de este gran Santo, que se desvivió por los enfermos y acompañaba hasta el final. Mientras se procura que el etarra de Juana viva, al mismo tiempo, en Andalucía, en mi querida Granada, se permite oficialmente que le sea omitido a una mujer el medio ordinario para poder vivir, aunque lo pida ella.

Vivimos en medio de un caos, sin principios, desnortados, en medio de una perversión del lenguaje y de una gran quiebra moral. Lo que vale para un caso, no vale para otro; lo que se dice aquí, allá no vale. Todo es estrategia y cálculo. Estamos inmersos en un haz de contradicciones, y en un mar de confusiones, en un puro relativismo que carcome y destruye la sociedad. Por ahí no hay salida, ni progreso. El relativismo es destructor, y ni el hombre, ni la sociedad tienen futuro si lo siguen. Tampoco la democracia puede asentarse sobre el relativismo, que no tiene base alguna.

El relativismo lleva la destrucción de la democracia y genera violencia y totalitarismo: el de la dictadura del mismo relativismo. ¡Estamos por la vida, pero no por el relativismo!

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