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Ni clericalismo ni laicismo: entenderse (y II)

Finalizaba mi artículo anterior tratando brevemente de la recuperación del laico en la Iglesia, operada por el Vaticano II, que vino precedido por luces de Dios otorgadas a algunos precursores de la doctrina que convoca a todos a la santidad en cualquier tarea honesta. Esto supone, además de una igualdad radical de todos en la Iglesia, la consideración de la índole secular del laico, de hombre o mujer del mundo, al que tratará de redimir desde dentro del mismo. Hice referencia también a que esta realidad tiene consecuencias en el interior de la vida de la Iglesia y hacia fuera, en las realidades terrenas, que son también vida de la Iglesia, pero sin injerencias clericales, con la libre actuación de los seglares. Un breve paréntesis para afirmar que no son injerencias en la vida política las necesarias orientaciones morales de la jerarquía en tantos temas que son de su incumbencia. Eso sí, serán pocas si los laicos tienen formación en esos asuntos y una seria vida sacramental y de trato con Dios. Y si en alguna ocasión traspasaran los límites de su magisterio, las autoridades civiles deberían respetarlos como a cualquier ciudadano, sin usurpar la autoridad del Papa para corregir lo que estime oportuno.

Pero, ¿qué pasa con el laicismo? Ya me referí a una sana laicidad, que sencillamente trata de cumplir la máxima evangélica de dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios. Se trata de la legítima autonomía de las realidades de este mundo —política, economía, arte, técnica, ciencia, etc.— sin que eso signifique que nada tienen que ver con Dios. En rigor, todo tiene que ver con Dios. Eso es lo que niega el laicismo más radical, con el que hay que entenderse.

Ha existido, pues, una laicidad razonable y un laicismo descaradamente antirreligioso. Así fue el de la Revolución Francesa —el de su III República— y el de la II República española. Así fue, pero mucho más totalitario, el de los regímenes nazi o marxistas. ¿Qué tiene que ver con ese laicismo sin Dios el que, según los obispos españoles, se desarrolla de manera alarmante en nuestro país? Constatan que está consistiendo en la voluntad de prescindir de Dios en la visión del mundo y del hombre y en las normas y objetivos de sus actividades. Queda señalado que no se puede obligar a nadie a abandonar su laicismo, pero se debe afirmar también que no debe el laicista pretender imponer su doctrina a los demás so capa de que esa actitud viene exigida por el pluralismo de la sociedad. Es obvio que el pluralismo requiere un esfuerzo de convivencia, pero es una amenaza a esa convivencia la imposición de una doctrina que hiere lo más hondo de muchas conciencias. Bastaría que hiriera unas pocas para evitarlo. Y también sin heridas.

Los obispos ven causas diversas a esta situación, que no son solamente determinadas leyes o actitudes de algunos gobernantes, sino también la deficiente formación de muchos católicos —que deberían conocer, al menos, lo más elemental de su fe—, factores relacionados con el desarrollo económico que, no bien digerido, ha llevado al hedonismo, consumismo, ausencia del hogar con deterioro de la familia, etc. Monseñor Sebastián ha publicado un lúcido documento a través del que pretende iniciar diálogo con el partido gobernante, después de su manifiesto sobre Constitución y laicidad. El arzobispo de Pamplona atribuye al partido socialista un doble mérito: el de pretender resolver un posible problema en una sociedad plural y el de la claridad que, conocida, puede dar pie a ese diálogo. Pero, naturalmente, no puede coincidir don Fernando Sebastián con la idea, que el citado manifiesto da por supuesta, de que las religiones no pueden proporcionar un conjunto de convicciones morales para la convivencia en la pluralidad, sino que son más bien una fuente de intolerancia.

La Iglesia tiene, efectivamente, verdades dogmáticas, pero no las exige a nadie que no quiera aceptarlas. Recientemente un diario español editorializaba sobre la presunta —para el diario no era presunta— dictadura de la fe de Benedicto XVI. El tema, el de siempre: imponen a los pobres católicos que no aborten, que no practiquen la eutanasia, no usen preservativo, no investiguen con embriones, etc. La Iglesia tiene una serie de verdades como recibidas por revelación de Dios, por cuya autoridad las cree. Y ese «depósito» —como lo llama san Pablo— es invariable, pero no coercitivo para nadie. Nada más libre que la fe. Una verdad natural puede imponerse al intelecto por su propia fuerza demostrativa. Por eso deja poco espacio a la libertad. La fe es un don de Dios, que no negará al que lo pida, pero no puede aceptarse por la fuerza de ningún raciocinio. La fe es razonable, pero supera la capacidad del intelecto humano. La Iglesia ha de formar las conciencias —todo un reto—, pero las respeta. Sorprendentemente, el denigrado concepto de dogma es revitalizado, sin embargo, por sus detractores, por el laicismo que trata de imponer el suyo. Además, el manifiesto sobre Constitución y laicidad afirma: «Los fundamentalismos monoteístas y religiosos siembran fronteras entre los ciudadanos». La Iglesia no es fundamentalista porque Dios no lo es. Nadie como Él respeta nuestra libertad. La sociedad democrática ha nacido dentro del cristianismo, de la que constituye en la actualidad un fuerte factor de convivencia.

El cardenal Rouco, en una reciente conferencia sobre libertad escolar, ha recordado que, junto al agnosticismo relativista y la «teoría de género», ha hecho su aparición el viejo laicismo de los siglos XIX y XX, retornando como una ideología política supuestamente adecuada para la configuración del actual Estado democrático. A lo que responde que esas tesis presuponen, en el fondo, una teoría del Estado puramente inmanentista y monolítica, que se erige en la última fuente del derecho y de la moral pública, absorbiendo institucionalmente a la sociedad.

Ahí está buena parte de la clave: que nadie se imponga a nadie. La clave estará probablemente en la libertad, el diálogo, la tolerancia y la racionalidad a la hora de ordenar la convivencia. Libertad y racionalidad, que espero no se opongan al laicismo. Al cristianismo, desde luego, no. Más bien las requiere.

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