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El Buen Salvaje, dogma de fe

Juan Jacobo Rousseau, notable bigardo, fue capaz de ir entregando a una inclusa a los cinco hijos que hubo con su amante, mientras componía exquisitas páginas acerca de las tiernas y conmovedoras virtudes del Hombre Natural. Un progre de su tiempo, vaya. Con su encantador Discours se reforzó la beata emoción de los europeos ante los hombres primigenios, de reacciones y sentimientos puros, a salvo de la nefasta contaminación civilizada de las artes y las letras, sin trazas de política, de maldad ni mentira. La idea no era nueva pero, para no aburrir a los lectores con alardes eruditos —al alcance de cualquiera que disponga de los libros adecuados— sólo diremos que la insatisfacción por la propia vida en las comunidades civilizadas, con proyección sobre unos imaginarios seres perfectos en su ingenuidad natural, puede rastrearse ya en nuestra Antigüedad grecolatina, a lo largo de toda la Edad Media y el Renacimiento, hasta llegar a las obras de Chateaubriand Atala y René, secuelas directas de Rousseau. Tras el Descubrimiento de América, el pastor arcádico había sido sustituido por el indio americano, con el alborozo añadido para ingleses, franceses, holandeses de poder echar en cara a España (su competidora con ventaja en el momento), el asalto y destrucción de aquella vida paradisíaca. Y recalcamos lo de «vida paradisíaca» (sic) porque alguna vez lo hemos oído, dicho en serio, tal cual, en simposios y jornadas americanistas. Y sin soltar la risa.

Se ha estrenado en estos días la película Apocalypto de Mel Gibson que, desde el punto de vista cinematográfico, ha sido comentada de manera favorable por los críticos correspondientes, partiendo de la evidencia de que se trata de una cinta de aventuras, bien dirigida, realizada e interpretada, con las convenciones propias de toda ficción: nada que objetar, pues, por ese lado. Sin embargo, como no podía ser menos, el gallinero políticamente correcto se ha alborotado contra ella muy crudamente, auxiliado por antropólogos e historiadores indigenistas, de esos que en tu casa admiten que su lengua materna es el castellano pero que, frente a un periodista madrileño, dejan sentado muy clarito haber mamado el quechua de su madre: «Esto sólo demuestra —me apostilló sobre el lance un conocido escritor cubano, bien acomodado con el régimen de su país y con un cinismo ejemplar— que debe Ud. elegir mejor a sus amigos». En eso estamos, pero volvamos a la película.

La primera media hora del filme puede colmar las expectativas del «conchero» mexicano más enloquecido: cantos y lenguaje de los pájaros, rudas pero sanas chanzas entre cazadores que no afectan a la modélica armonía colectiva, sexualidad natural bien ubicada y hasta una suegra que, entre bromas y veras, urge al yerno a tener descendencia. Más las inevitables consejas del anciano cuentacuentos junto al fuego. Todo es bonito, ensambladas miríadas de piececitas en el bosque, las aguas y la Madre Tierra, digno el escenario de ser promocionado y subvencionado por el Instituto Nacional Indigenista de México o por un ayuntamiento español de progreso. Pero, de repente, irrumpe una realidad distinta: los miembros de una de las altas culturas mesoamericanas, los mayas, se dedican a cazar indios de las selvas, para vender o sacrificar en sus rituales, actuando como si fuesen vulgares salteadores españoles, algo inconcebible, si atendemos a la verdad histórica admitida. A cada uno lo suyo y a los mayas toca en el catálogo el papel de matemáticos y estrelleros famosos, de grandes constructores y —a la última moda— preservadores de un elaboradísimo equilibrio del medio ambiente. ¿A qué viene Gibson, el aguafiestas, a intercambiar los roles, a recordar que en Palenque no sería oro todo lo que relucía, sino que también refulgía la sangre? Hablar de talas y quemas para disponer de milpas, de deforestación para obtener cal con que levantar los centros ceremoniales (por cierto, una de las causas de la desaparición de la cultura teotihuacana), o de cacerías de esclavos pertenecientes a etnias con tecnologías inferiores es un domingosiete que ningún profesional vividor del indigenismo o progre masoquista occidental va a tolerar. Así pues, desde políticos y funcionarios guatemaltecos —a saber qué hacen en realidad por los indios— hasta los antropólogos de guardia permanente en La Jornada, el diario mexicano apoyado por la ETA, han saltado como el resorte de una caja-sorpresa, con puñetazo incluido: Gibson no sabe de qué habla, hay en la cinta anacronismos, elementos poco racionales y lógicos que no casan, etc.

Yo no veo contradicción cronológica grave entre la llegada final de los castellanos en la película y el hecho de que el período maya postclásico terminara hacia 1200 con el hundimiento de Chichén Itzá y la emigración de los itzás hacia el sur, al Petén, donde su capital Tayasal resistió a los conquistadores hasta su rendición a la Corona española en 1697. Pero ése es, tal vez, el pecado más imperdonable de todos: la alegoría del desembarco, salvador para el protagonista —exhausto y vencido y a pique de morir— y mensajero de un tiempo nuevo, no hace sino confirmar lo que anticipa la glosa inicial, es decir, que toda civilización destruida desde fuera, primero puso todos los medios para autoaniquilarse desde dentro. Y apliquémonos el cuento los europeos ante otra amenaza nada fantástica que tenemos al lado. Pero en el imaginario de los antropólogos en nómina resulta inadmisible que alguien no blanco cometa iniquidades, expolios, salvajadas (y no de Buen Salvaje, precisamente) y si, en algún caso, no queda más remedio que aceptarlo por ser la documentación en exceso irrefutable y explícita, el asunto debe guardarse bajo siete llaves, sin trascender las herméticas y estrechísimas ergástulas de los especialistas: allí se puede esconder lo que sea, sin que un solo grito salga al exterior y denuncie la verdad, por otra parte bien lógica. Mas el colmo es la pretensión de Gibson de agregar a lo anterior la imagen de los cristianos, con fraile incluido, viniendo a terminar con aquel estado de cosas. Este hombre ha pasado de la caricatura a la ofensa y así no hay biempensancia posible, ni Alianza de Civilizaciones que aguante.

Mientras gringas obesas y blondas, convertidas al parecer a excitantes cultos solares, matan el aburrimiento jugando al Corro de la Patata en Teotihuacán o en el Zócalo, bien emplumadas y alhajadas con piedritas, Iberoamérica sufre su crisis perpetua de no haber sido capaz de asimilar y digerir la modernización, entre oligarquías arcaicas, tecnócratas desalmados y una izquierda incapacitada para comprender que la vía revolucionaria fue un fracaso monumental, se mire por donde se mire, y que el sucedáneo guevarista que hoy se ensaya como si fuese una novedad, los populismos, invariablemente acaba en tiranía y corrupción y garantiza para todo el siglo un futuro lamentable. Para indios, mestizos y blancos, por mucho que se les hable en el multicolor lenguaje de los pájaros.

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