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XIII.- La flecha y los Victorianos

La flecha silbante y clavada en una viga del cenador pareció llevar al rico propietario del lugar a un mundo transformado súbitamente en otro. Parecía ofuscado en exceso como para comprender aquella transformación súbita y cuál era la naturaleza de la misma. Claro que, intentar la mera descripción de todo eso puede llevar a una ofuscación parecida a la de lord Seawood.

Todo comenzó, en cierto modo, con la locura igualmente súbita de un hombre, aunque, paradójicamente, se debiera el caso igualmente a la cordura, nada súbita, de una mujer.

Mr. Herne, el bibliotecario, había rehusado una y otra vez cambiarse el traje que le habían puesto para la función.

—¡No puedo hacerlo! —gritaba desesperadamente—. Créame que no puedo, me sentiría un auténtico idiota si lo hiciese.

—Bien, tranquilícese —le recomendaba Rosamund sin dejar de mirarlo de arriba abajo.

—Me sentiría como si me hubieran vestido para el Carnaval —se excusaba el bibliotecario.

Rosamund demostró mayor paciencia de la que podría esperarse en ella.

—¿Quiere decir, Mr. Herne, que le parece más apropiado seguir vestido así? —preguntó hablando muy despacio, como si en realidad pensara en otra cosa.

—Por supuesto que sí —dijo él con un algo de encantadora inocencia—. Estas ropas son más... naturales... Hay cosas mucho más naturales, ahora lo sé, aunque jamás las haya disfrutado en toda mi vida. Es natural levantar la cabeza, pero nunca hasta ahora me había atrevido a hacerlo. Tenía la costumbre de andar siempre cabizbajo y con las manos en los bolsillos, lo que le obliga a uno a encorvarse. Pero ahora me pongo las manos en la cintura y me siento diez pulgadas más alto... Míreme, ¿a que parezco un tallo?

Herne, que ya se había acostumbrado a caminar con la espada de cazador del rey Ricardo Corazón de León, la clavó en el césped para mejor posar ante Rosamund.

—Desde el primer instante en que uno se viste así —siguió diciendo el bibliotecario— comprende por qué los hombres han usado desde antiguo varas, bastones, cayados, picas, espadas, báculos... Uno encuentra ahí un apoyo que le permite echar la cabeza atrás con la altivez necesaria, con una apostura indecible, como si tuviese una hermosa cresta... En los modernos bastones de nuestros días, uno, al apoyarse, se siente inválido, como si usara muletas... Y así es, en efecto; nuestro mundo moderno camina apoyado en muletas porque está roto.

Dejó de hablar entonces y se quedó contemplando a la joven y hermosa dama como embargado por un repentino ataque de timidez.

—Usted... Usted —dijo— no precisa de ningún apoyo para caminar... Si desaprueba lo que digo...

—No estoy segura —comenzó a decir Rosamund lentamente, aún perpleja y tratando de ser reflexiva, cosa poco habitual en ella—. No estoy muy segura de desaprobar lo que usted hace y dice.

Aunque siguió silencioso, Mr. Herne pareció experimentar gran alivio ante las palabras de la dama. Un alivio, empero, difícil de explicar. Era lo menos explicable de su porte. A pesar de llevar la cabeza muy erguida, a pesar de su apostura leonina, a pesar de la contundencia de su pose altiva, nada, ni un mínimo de impudicia ni de inelegancia hubo en él, ni siquiera en el sentido más ordinario, el que supone una actitud desafiante. Parecía, más bien, paralizado; adoptó, en última instancia, la misma actitud que habría adoptado tanto para meterse en sus leotardos verdes como para salir de ellos.

Cuando Rosamund corrió para acercarse al grupo en el que se hallaban discutiendo Braintree y Herne, todos los que la vieron, incluso los contendientes no obstante absortos en sus argumentos, pensaron que lo hacía para acabar con aquello que quizás considerase una disputa vana, sin fundamento. Cualquiera hubiera supuesto, así, que ordenaría al bibliotecario cambiarse y volver a su biblioteca, como si fuese un niño que acabara de caerse en un charco poniéndose perdido de barro. Pero esas fabulosas criaturas a las que llamamos seres humanos no hacen siempre, o acaso ni siquiera raramente, lo que se espera de ellas. Si un hombre de probada sensibilidad hubiese podido prever tan descabellada historieta, no le hubieran cabido dudas acerca de cuál de las dos jóvenes damas se mostraría más impaciente ante aquella aparente farsa que se vivía en el jardín. Ese hombre de probada sensibilidad habría asegurado que Olive Ashley, por su gusto de lo medieval, comprendía al loco medievalista, mientras su amiga, la de la roja cabellera, ni siquiera se detendría un segundo para preguntar qué era el medievalismo, en vista del hecho perfectamente obvio de que aquel tipo estaba chiflado. Mas el hombre de probada sensibilidad jamás habría creído que tal cosa pudiera suceder. Todo lo más, el hombre de probada sensibilidad se habría equivocado, como suele ocurrirles frecuentemente a los hombres de sensibilidad más que probada.

Miss Olive Ashley era una mujer soñadora, sin más; el corazón de Miss Rosamund Severne, por el contrario, oscilaba entre dos instancias: la simplificación y la acción inmediata. La mente de Rosamund era lenta, por eso propendía a la simplicidad; sus impulsos, no obstante, eran rápidos: por eso propendía a la acción, habitualmente irreflexiva.

Miss Rosamund Severne había nacido, por decirlo desde un punto de vista que podemos llamar corporal, para lucir una corona, y desde un punto de vista que llamaríamos biográfico, a la simple sombra de la corona que remataba un escudo heráldico. Había disfrutado de la ventura, eso sí, de moverse en un escenario natural que tenía por fondo el río Severne, las colinas con sus terrazas, las ruinas de una abadía histórica... Por eso el disfraz medieval que luciera para la función armonizaba maravillosamente con su figura y con sus movimientos. Así vestida, aunque también de manera más moderna, más convencional, aparecía ante los ojos del bibliotecario enloquecido como una auténtica princesa.

Pero todos esos accidentes relacionados con el origen de cuna y aun con la belleza personal resultan equívocos a la luz de la psicología. De haber sido Mr. Herne un hombre con más mundo, habría reconocido en ella un tipo de mujer habitual en ambientes harto distintos entre sí. El verde césped y la gran mansión de lord Seawood hubieran contado poco para elaborar sus visiones fantásticas; no hubiese contemplado más que mesas de despacho, máquinas de escribir, estanterías llenas de archivadores... Y en esa cara hermosa, fresca, de ojos luminosos y expresivos, ese tipo frecuente y muy distribuido por todo el mundo, de mujeres jóvenes que siempre están en donde es necesaria su presencia para sostener la flotante hiperhumanidad de hombres como el bibliotecario Mr. Herne.

Un tipo de mujer que, desde su puesto de secretaria de la Compañía Submarina de las Colonias, por ejemplo, explica con gran firmeza siempre, a una larga procesión de hombres que preguntan, que aún hay sitio en el mar para muchos otros. Y que como administradora de la Sociedad de Pavimentos Elásticos, conoce todos los detalles de tan especial reforma urbana, pudiendo demostrar además cómo eso suprime la necesidad de llevar un calzado mejor, y cómo queda con ello abolida la vida en el campo. Hasta una tesis que tratara de demostrar que El Paraíso perdido lo escribió Carlos II debería su popularidad a la energía y eficiencia de mujeres así... Ni la utilización actual de las cuerdas de tender, para ventilar las chisteras, habría alcanzado su éxito universal y presente de no haber en cualquier oficina una persona tan sensata como este tipo de mujer. En cualquier cargo que ocupe, esta mujer demuestra esa poderosa simplicidad, aherrojada de sinceridad, necesaria para perseguir una idea. En cualquier cargo que ocupe, esta mujer resulta tan concienzuda como carente de escrúpulos.

Era característico en Rosamund, por lo demás, mostrarse siempre no sólo asombrada sino agobiada por la amplitud de criterio e incluso por la hospitalidad pródiga, intelectualmente hablando, de un hombre como Douglas Murrel, cosa que a ella le parecía vaga, vacía, carente de objetivos. No podía comprender Rosamund cómo Murrel podía ser a la vez amigo de Olive y de su medievalismo y de Braintree y su socialismo. Rosamund ansiaba encontrar a quien quisiera acción, sin más, y Murrel era uno de esos tipos que se niegan a hacer cualquier cosa. Por eso, cuando encontraba a quien estuviese dispuesto a hacer lo que fuese, la embargaba de tal modo la alegría que se olvidaba incluso de lo que ese alguien estaba dispuesto a hacer.

Así, de repente, acaso de manera accidental, su manera unidireccional de ver las cosas halló algo que seguir, un rayo de luz fácil de entender pues entroncaba directamente con las tradiciones familiares que conocía desde niña. Hasta entonces no se había interesado especialmente por la heráldica, al contrario que su padre, y cabe decir que tampoco se había preocupado ni ocupado excesivamente de éste. Pero así como en el fondo de su corazón se alegraba de la existencia de su padre, así se alegraba de la existencia de la heráldica. Quienes poseen esta suerte de base histórica siempre la tienen en cuenta aunque sea en el fondo de su consciencia. En cualquier caso, la inferencia evidente era incorrecta, por lo que muy pronto la gente comenzó a decir que era Rosamund quien más auspiciaba la perceptible locura del bibliotecario.

No hace falta señalar que la hija de lord Seawood parecía andar por las más altas nubes de la gloria, unas nubes, por cierto, que se dibujaban con las trazas y maneras de los hombres jóvenes. Era justo que así fuese, pues tenía Rosamund tres veces derecho a gozar de esa popularidad. Era una rica heredera. Pero digamos también, en honor de esos hombres jóvenes, que muchos de los más caballerosos de entre ellos no la admiraban porque fuera una rica heredera sino por su hermosura. Era muy bella. Pero digamos en su honor que muchos de los más racionales de entre esos hombres jóvenes no la admiraban porque fuese bella sino por su simpatía, que la hacía ser, según ellos, una joya. Por eso, apenas dirigía sus pasos a cualquier parte, toda una corte de jóvenes la seguía, no importaba si los llevaba a un baile no precisamente de moda. Así nació, medio en broma que fue haciéndose rápidamente cosa seria y popular, una nueva moda paralela al medievalismo en boga: una especie de caza en la que todos seguían a la dama que a su vez seguía al bibliotecario.

Había en todo ello bastante candor, lo propio de las almas cándidas que no se avergüenzan de su candidez, pues tenía ésta mucho de sinceridad, de primaveral explosión de los goces juveniles. Era tanto un romance como una fiesta. Los jóvenes, en cierto modo, se convirtieron de golpe en poetas, aunque poetas muy menores, evidentemente... Con la ayuda intelectual de Mr. Herne, y con Miss Rosamund Severne como directora de escena, aquellos muchachos llenaron su vida de emblemas, estandartes, insignias y paradas que eran en realidad las procesiones más desafiantes con que pudiera toparse la modernidad, más aún que las ropas que Herne aún conservaba. Aquellos jóvenes, además, sentían una fascinación indecible por el tiro con arco, acaso porque inconscientemente eso les hacía recordar las flechas del dios del amor. Y quizás fuera esa inconsciente asociación de ideas entre el amor y el arrojo lo que les llevó a un juego cual lo fue el de tirar con sus arcos flechas, creyéndose heraldos tanto de la bienvenida como de la guerra.

El tiro con arco había estado muy de moda en la época victoriana, y fueron bastantes las damas y los caballeros de aquel tiempo que habían revoloteado por la antigua Abadía de Seawood dándose a dicho entretenimiento deportivo. Muchos, a buen seguro, se dejaron caer entonces por allí como atónitos fantasmas con largos bigotes y pantalones bombachos. Muchos distinguidos personajes, igualmente, se habían dado a tan cara diversión, si bien en el marco de ciertas limitaciones invisibles y victorianas. Eso quiere decir que tiraban a la diana pero sin apuntar siquiera a la chistera de otro. Nada, pues, propio de aquellos héroes legendarios del arco y las flechas a los que pretendían emular los jóvenes que admiraban a Miss Rosamund Severne. Sir Robert Peel[41], tan prudente como Ulises, nunca se volvió para decir «ahora cambiaré de blanco», ni traspasó con una de sus flechas el chaleco blanco y con flores bordadas de Mr. Disraelí[42]. Tampoco consta que lord Derby[43] pusiera una manzana en la copa de la chistera de lord Stanley[44] para luego informar agriamente al primer ministro (digamos que lord Aberdeen[45]) de que tenía guardada otra flecha para mayores y mejores usos políticos. Lord Palmerston[46], por su parte, y aunque se le conocía con el sobrenombre de Cupido, no logró llamar la atención de las damas, por mucho que los sombreros más a la moda de éstas se inspirasen directamente en los bonetes Victorianos que a él tanto le gustaba usar. Lord Shaftsbury[47], por lo demás, nunca debió aparecer por allí, mucho menos vestido de arquero, por lo que no es probable que la figura del arquero que se ve en la fuente de Shaftsbury sea una representación de dicho caballero... En resumidas cuentas, el estado de cosas creado en la Abadía de Seawood a raíz de la locura del bibliotecario Mr. Herne tenía pocos antecedentes históricos reales.

La idea de enviar mensajes con flechas a ciertas personas que no se hallaran muy lejos había cautivado especialmente la fantasía de Mr. Herne. Así, junto a sus descarriados seguidores, que pronto le tomaron gran afición al juego, comenzó a enviar a numerosas dignidades las proclamas de lo que denominaba el bibliotecario un Nuevo Régimen… Dar cuenta con amplitud de todo cuanto se refería a dicho nuevo régimen obligaría a la transcripción de lo escrito por Herne y sus secuaces en una larga sucesión de tiras de papel, cosa que haría prolijo el intento. Digamos, empero, que todas esas tiras en las que iban escritos los mensajes enviados a flechazos llevaban una especie de título que encabezaba las comunicaciones, y no era otro que el de La Liga del León: un llamamiento a la imitación de las virtudes del rey Ricardo I y sus cruzados, bajo una serie de condiciones que, dicho sea de paso, no podían ser precisamente tranquilizadoras para las empresas de la región. El atónito ciudadano que recibía una de aquellas comunicaciones con su flecha correspondiente quedaba así informado de que arribaba a Inglaterra una crisis de la que sólo la valentía auténtica de unos seres desprendidos podía salvarla; una valentía auténtica que, según los arqueros, al menos debería mostrar la fuerza moral necesaria para disparar una flecha a veces al buen tuntún, aunque sólo fuera para decirle cuatro cosas a un amigo... Claro que, no sin cierta elocuencia juvenil un tanto desbordada, a veces esas comunicaciones tenían un carácter mucho más sincero y protestaban contra el pesimismo suicida de algún que otro gran reaccionario que había proclamado el carácter histórico, y por lo tanto anacrónico, de la época de la caballería andante.

No hay ni que decir que la mayor parte de la gente que recibió semejantes misivas, pasado el primer susto, disfrutó de un buen rato de risa; también los hubo que se molestaron, y otros que, si bien puede parecer extraño, sintieron gran alivio en su divertimento pues aquello los devolvía a los juegos de su niñez ya tan perdida como olvidada.

No se puede decir, sin embargo, que el llamamiento, al menos por la forma en que estaba redactado, se dirigiera en exclusiva a la región donde imperaba lord Seawood y a las gentes que la habitaban. Nobles y caballeros que salían de caza sentían que todo en ellos se remozaba súbitamente, incluso con alguna violencia, cuando uno de aquellos hombres, entusiásticamente ataviado de verde, les decía cuál era la definición más auténtica del tiro con arco, y cómo demostrarla mediante la práctica del disparo. Venerables cazadores y deportistas en general, que se tenían por magníficos hombres de campo, no se sentían adulados cuando el bibliotecario en persona procedía a explicarles con gran paciencia cuan recargada, cuan maldita, cuan desmañada era la actitud de quien en vez de arco llevaba una escopeta, en contraste con la masculina esbeltez y ligereza de uno de sus muchachos que acababa de lanzar una flecha, ponderándolo como si fuese el Apolo de Belvedere. En suma, en tanto las flechas surcaban los aires, menos sensación daba de que iban a tener los efectos de las flechas del dios del amor, tan dulces... Tal improbabilidad se demostró crudamente cuando el heraldo convertido en romántico arquero alcanzó la propia casa de lord Seawood.

Tampoco será necesario decir que las noticias de cuanto ocurría en sus dominios llegaron a lord Seawood como un dardo caído del cielo. Eso, evidentemente, es algo más que una metáfora. La flecha cayó del cielo azul del verano para clavarse en las negras sombras del cenador. La flecha, pues, se clavó en una viga, sobre la cabeza del primer ministro, y antes de que lord Seawood reaccionara lord Edén la tenía en sus manos. Poco después leían los dos aristócratas aquella comunicación que aludía a un nuevo régimen, si bien los grados de paciencia con que cada uno de ellos recibió las nuevas fueron muy distintos. Aquel documento hablaba de la necesidad perentoria de establecer un nuevo orden de nobleza voluntaria... Eso unió en el terror, ciertamente, a los dos nobles. El documento establecía las pruebas y el proceso mediante los cuales podría llegarse a una concepción más austera de la caballería y facilitar así su expansión por el mundo entero... Hay que decir, empero, y sea para hacer justicia a los autores del manifiesto, que en ningún momento se leía la palabra samurai. Sí se decía, en cualquier caso, que sólo un llamamiento a la antigua virtud de la lealtad podría conducir al género humano a la restauración de un orden social tan valioso como aquel por el que habían luchado las órdenes de caballería de la antigüedad. Se decían muchas otras cosas, naturalmente, en el documento en cuestión, pero desde el punto de vista de los dos nobles reunidos en el cenador, seguía causando una cierta inquietud, sobre todo, que aquello hubiera llegado con una flecha.

Lord Edén quedó un buen rato en silencio tras leer el manifiesto. Parecía estudiar aquello con una atención que, además de amarga, anunciaba consecuencias imprevisibles. Lord Seawood, sin embargo, tras soltar unos cuantos exabruptos, guiado por lo que podríamos llamar su ciego instinto se dirigió a la puerta, y luego a la del jardín, por la que había penetrado la flecha. Allí vio, a corta distancia, algo que lo dejó estupefacto, como si fuese la aparición de un grupo de ángeles con alas y halos dorados.

Era un grupo de gente que vestía ropas de unos cinco siglos atrás. Varios tenían un arco en las manos. Pero lo que hizo que lord Seawood se sintiese más herido que si una flecha le hubiera dado de lleno fue ver al frente de aquella pandilla a su hija, que parecía capitanearla. Y encima, que llevara una suerte de ultrajante peinado que semejaba una cornamenta. Y que sonriera alegremente, a pesar de que aquello le daba la apariencia de un búfalo enloquecido.

Nunca había creído lord Seawood que las cosas sobre las que suponía tener un dominio absoluto escaparan de sus previsiones. Por eso se sintió como si sus propias botas de tullido le golpearan en la cabeza, o como si su corbata hubiera cobrado vida y estuviera a punto de estrangularlo.

—¡Por todos los cielos! —clamó—. ¿Qué está pasando aquí?

Sus sentimientos eran en parte los de un gran propietario de una preciosa colección de porcelanas que acabara de sorprender a un grupo de colegiales tirando piedras que pasaban muy cerca de un precioso jarrón azul de la China. Pero los más exquisitos jarrones de la China, los de la dinastía Ming, podían haber caído hechos pedazos a su lado, uno tras otro, sin que eso lo alterase en semejante medida. Las aficiones y apetencias de los hombres son muchas y a menudo extrañas y hasta misteriosas. Lord Seawood se habría enfadado extraordinariamente, más que por cualquier otra cosa, por el hecho de que alguien le tocara una sola pieza de su magnífica colección de primeros ministros. El cenador del jardín era para él una especie de recinto sagrado, como un templo chino en el que se evocara a los antepasados. Allí moraban los espíritus de numerosos políticos, por así decirlo, entre los que se contaban varios primeros ministros que a lo largo de los años habían acudido a pedirle consejo. Muchas de las más apacibles conferencias que acabaron afectando a los destinos del Imperio se habían celebrado en aquella especie de cabaña de juguete. Era característico de lord Seawood gozar sobremanera al reunirse con los más destacados hombres públicos, en privado y aun en secreto. Era un hombre de gran finura, demasiada como para gustarle que los periódicos dominicales dieran cuenta de que el primer ministro le había cursado visita. Y mucho menos le hubiera gustado, en consecuencia, que los periódicos anunciaran que el primer ministro había perdido un ojo a causa de un flechazo recibido en sus dominios, o que había estado a punto de perderlo... De sólo pensarlo sentía un escalofrío que lo dejaba como muerto.

La mirada que lord Seawood dirigió a aquella especie de grupo de colegiales capitaneado por su hija fue tan rápida y acerada como intensa por su indignación. Vagamente, descubrió un rostro que se destacaba del juvenil conjunto por su gravedad casi horrorosa. Era la expresión fanática del bibliotecario; los demás, a su lado, no pasaban de expresar algo así como el divertimento bufonesco de una mascarada. Unos pocos sonreían, los otros reían abiertamente, todo lo cual no hacía sino que aumentara el natural disgusto del aristócrata. Quiso suponer que todo se debía, sin más, a una estúpida fiesta organizada por su hija para sus amigos. Pero eso no le evitó el pensamiento de que Rosamund andaba con tipos que sin duda componían una pandilla de pervertidos.

—Quiero que sepan ustedes que han estado a punto de asesinar al primer ministro —dijo lord Seawood con voz fuerte y clara, de indignación—. Me permito sugerirles que jueguen a otra cosa...

Luego regresó al cenador, sin decir más, tranquilizándose al pensar que sus palabras habrían hecho mella en aquella turba. Pero una vez se halló bajo el techo de su templo para las confidencias políticas, y vio en las sombras el pálido y anguloso perfil del primer ministro, que seguía leyendo aquel papel con fría concentración, experimentó de nuevo la mayor indignación. Comprendió que el rostro helado del primer ministro no hacía sino expresar el desprecio que el gran estadista mostraba ante la broma sufrida. El silencio del político se abría como un abismo de hielo. Un abismo en el que podía caer una disculpa tras otra sin llegar nunca a sondear sus profundidades o a despertar el eco, siquiera, de una respuesta.

—No sé qué decir —habló al fin lord Seawood con bastante desasosiego—. Sólo puedo asegurarle que los echaré a todos de esta casa... Incluso a mi hija... Cualquier otra cosa que esté en mi mano...

Ni aun tras esas palabras del noble levantó el primer ministro los ojos del papel. De cuando en cuando arqueaba algo las cejas, pero de sus labios muy prietos no salía una palabra.

Su anfitrión sintió súbitamente una especie de pánico, cuya causa ni él mismo podía explicarse. Llegó a pensar que había hecho objeto al político de un grave insulto, imposible de limpiar siquiera con sangre. Acaso por ello, porque el silencio del estadista lo hería más que una afrenta, dijo al fin no ya con desasosiego sino con desesperación:

—¡Por el amor de Dios, deje usted de leer esta tontería! Ya sé que es una broma pesada, y créame que lo lamento... ¡Ha ocurrido en mi propia casa! Puede usted suponer que no me complace que se insulte en mi casa a un invitado, y mucho menos a usted... Diga qué quiere que haga, y lo haré al momento.

—Bien —dijo con calma el primer ministro dejando al fin el papel sobre una pequeña mesa que tenía al lado—. Creo que al fin lo tenemos...

—¿Qué tenemos? —preguntó el aristócrata dando muestras de gran perturbación.

—He aquí nuestra última oportunidad —dijo solemnemente el primer ministro.

Se hizo un silencio en el cenador, que parecía aún más oscuro que antes; fue un silencio tan repentino y total que podía oírse el vuelo de una mosca y el rumor lejano de la chachara risueña de los amotinados en el jardín. Y aunque aquel silencio no pasó de ir más allá de lo puramente accidental, algo se rebeló en el alma de lord Seawood para protestar precisamente contra el silencio, como si ello estuviese definiendo el destino y fuese de todo punto de vista necesario impedírselo.

—¿Qué quiere decir? ¿De qué oportunidad habla? —preguntó con dureza, perdiendo un poco las formas.

—La última oportunidad, eso de lo que hablábamos apenas diez minutos antes —dijo el primer ministro sonriendo amargamente—. ¿No recuerda lo que le dije apenas unos minutos antes de que llegara esa flecha como una paloma con la rama de olivo en el pico? ¿No recuerda que le dije que necesitábamos algo nuevo, que ilusione, porque nuestro viejo Imperio está poco menos que acabado? ¿No recuerda que le hablé de la necesidad de algo diferente, algo que oponer a ese Braintree y a la nueva democracia? Pues ahí lo tiene.

—¿Pero qué demonios insinúa? —preguntó lord Seawood perdiendo casi por completo las formas.

—Sólo digo que ya hemos encontrado lo que buscábamos —dijo el primer ministro descargando un golpe en la mesa, cosa que chocaba en alguien con su aspecto lúgubre, con sus maneras carentes de energía y de gracia—. Tenemos que apoyarles con la caballería, con la artillería y con la infantería, y aún más importante, con libras, chelines y peniques. Al fin hemos dado con lo que más necesitaba nuestra forma de vida. ¡Me siento tan feliz de ver al fin cómo romper las líneas enemigas y atacar por todos los flancos con nuestra caballería! ¡Es preciso empezar cuanto antes! ¿Dónde está esa gente?

—¿Está usted seguro de que se puede hacer algo con imbéciles como esos? —se sorprendió lord Seawood.

—Bueno, supongamos que en efecto son una pandilla de imbéciles —admitió lord Edén—. ¿Y qué? ¿Acaso soy yo un imbécil tan grande que pueda imaginar que se puede hacer algo sin contar con una mayoría de imbéciles?

Lord Seawood trató de mantener la calma, aunque no podía evitar que su rostro reflejase tanta perplejidad.

—Imagino —dijo— que está usted pensando en un cambio de orientación política, no precisamente popular... ¿Acaso una victoriosa política antipopular?

—¿No ha pensado usted —dijo el primer ministro— en el sentido de la palabra caballería?

—¿Se refiere al sentido etimológico del término? —preguntó el otro aristócrata.

—No, hablo del caballo, simplemente —contestó lord Edén—. Al pueblo le gusta ver a un hombre a caballo, y no se preocupa, al verlo, de si el caballo es o no es muy grande y poderoso. Demos al pueblo deportes de simulación, por así decirlo, caballos de carreras, panem et circenses, y eso será suficiente, se lo aseguro, mi querido amigo, para obtener el mayor grado de popularidad de una política, la que sea, incluso impopular. Si lográramos reunir a tanta gente en un afán, como la que concita el Derby, podríamos derrotar incluso a un nuevo Diluvio universal.

—Creo que empiezo a comprender, al menos vagamente, lo que quiere decir...

—Quiero decir —prosiguió el primer ministro— que a la democracia le preocupa más la desigualdad de los caballos que la igualdad de los hombres.

Y salió hacia el jardín con un paso tal que parecía haber rejuvenecido muchos años de golpe. Antes de que lord Seawood hubiese podido reaccionar, oyó a cierta distancia la voz del primer ministro, tronante como una trompeta, la voz de los grandes oradores de medio siglo atrás.

Así encontró el bibliotecario que había rehusado cambiarse de ropa la manera de cambiar el país, o de país, pues de tan grotesco incidente nació la famosa revolución, o reacción, que transformó la sociedad inglesa y cambió el curso de la historia. Como sucede en todas las revoluciones emprendidas por los conservadores, se preocuparon mucho éstos en conservar aquellos poderes que ya no tenían el menor poder. Algunos conservadores, bastante seniles, aún hablaban del carácter constitucional que podía contemplarse en la absoluta subversión de la Constitución. Se suponía así retener, aunque en realidad se suponía así apoyar, la vieja fórmula monárquica, pero de hecho el nuevo poder se dividió en tres o cuatro monarcas subordinados que reinaban en tres o cuatro grandes regiones inglesas como representantes del soberano de Londres, que se hacían llamar, en consonancia con la aceptación del movimiento, o con el romance que dicho movimiento pretendía verificar, Reyes de Armas. Ostentaban una posición que tenía algo de santidad y algo también de la simbólica inmunidad de los heraldos, pero no el poder de un rey. Ostentaban el mando de las bandas de jóvenes pomposamente llamadas Ordenes de Caballería, una especie de milicia o guardia rural a caballo; tenían tribunales y administraban justicia de acuerdo con lo dictado por Mr. Herne tras investigar en los usos de la antigüedad, lo que es decir en las leyes del medievo; era todo, en fin, más que un cuadro vivo, pues contenía mucho de lo que había en aquella pasión que en un tiempo llenó de cuadros vivos la mitad de las ciudades y pueblos de Inglaterra: el hambre del populacho provocado por el puritanismo y la industrialización, lo que alentó la fantasía.

Y como todo aquello componía un cuadro vivo, fue más que una moda. Y como todas las modas, tuvo altibajos.

El punto más bajo llegó justo cuando Mr. Julián Archer, que había recibido el espaldarazo de una de las nuevas órdenes de caballería y el nombramiento de sir, llegó a la muy seria conclusión de que habría de ser él quien dictara los procedimientos a seguir a fin de que no se produjeran aquellos altibajos. Quienes hemos observado con atención los cambios habidos en la sociedad no pudimos permanecer ignorantes del indeterminado influjo, tan determinante, empero, que el afán de Mr. Archer supuso. Fue en el fondo como todo, desde la concesión del derecho de voto a las mujeres hasta la repulsión hacia los cabellos largos femeninos mostrados por las propias mujeres. Y no es ociosa la comparación, pues el movimiento sufragista recibió el apoyo determinante de las damas de la alta sociedad cuando ya habían sido fundamentales para su impulso las damas de la clase media. Una especie de tránsito, en fin, entre la moda y la nueva moda. Son numerosos los ejemplos, en lo que a las modas se refiere, en que los últimos en llegar y unirse a los nuevos usos acaban convirtiéndose en los más representativos hacedores de los mismos. Así fue como apareció, justo en el momento preciso, el nuevo sir, Mr. Julián Archer. Un tipo, o un caballero, si se prefiere, siempre con la armadura a punto, siempre dispuesto, al menos en apariencia, a los más peligrosos retos.

Sin embargo, sir Julián Archer era demasiado vanidoso como para no ser demasiado simple en unos aspectos y excesivamente simple en otros, por ejemplo en lo que a disimular su sinceridad tocaba. Los grandes cambios sociales son posibles entre considerables masas de gente por dos ironías que forman parte de la propia naturaleza humana. La primera es que la vida de casi todos los hombres ha debido someterse a tantos remiendos, a fin de allegarse nuevas posibilidades, que al final resulta difícil establecer dónde se inicia el cambio social. La segunda es que el hombre crea casi siempre un cuadro radicalmente falso, para explicarse el pasado, y alimenta así una suerte de memoria ficticia que al final impera y domina su existencia.

Julián Archer, como ya se ha dicho, había, escrito tiempo atrás una suerte de aventura juvenil sobre la batalla de Agincourt. Fue aquello una de las múltiples y muy modernas actividades de su historial, aunque no una de las más felices. Pero cuando comenzaron a oírse en derredor suyo las chacharas que anunciaban la llegada del nuevo régimen, Mr. Archer recordó aquel pasaje de su existencia y se sintió llamado a nuevas empresas.

—No quieren escucharme —dijo moviendo la cabeza en sentido negativo, con gran abatimiento—, ¿Es que no ha de tener alguna importancia haber sido uno de los primeros en recuperar aquel tiempo ido? Es verdad que Mr. Herne ha leído mucho, pero es a eso a lo que se ha dedicado profesionalmente toda su vida. Puede que incluso sea capaz de leer todo libro que se publica... Pero me parece que, a pesar de eso, tiene el sentido común necesario para hacerse cargo de las cosas tal como son.

—¡Ah! —exclamó Miss Olive Ashley alzando sus cejas oscuras con aire sorprendido—. Nunca se me ocurrió pensar eso...

Y quedó en silencio pensando en su propia pasión por el medievalismo, algo de lo que todos sus amigos se habían burlado hasta hacía no mucho, para imitarla después, aunque olvidándose de ella en tanto que pionera.

Era lo mismo con respecto a sir Almeric Wister, el galante pero ya viejo caballero, el gran esteta. Pues así como había recorrido uno tras otro los grandes salones recabando la gloria para los gigantes Victorianos, hablaba ahora de los gigantes medievales, ante los cuales, decía, no era posible conceder la menor importancia a los otros. Y como no hacía tanto que además glorificara a Cimabue, al Giotto y a Botticelli, no tuvo mayor dificultad en convencerse de que había sido algo así como un profeta, el único que anunció la llegada de Mr. Herne como todo un Mesías del medievo.

Capaz era, por ello, de imaginarse diciendo: «Mi querido señor, mi época fue la de un vandalismo y una vulgaridad irreductibles. No sé, realmente, cómo pude soportarla, cómo fui capaz de vivir en ella. Pero ya ve que salí adelante, incólume; ya ve usted, pues, que mi vida y obra no han sido por completo estériles... Los modelos de sus trajes habrían perecido en mi época, no habría sobrevivido ni uno solo de esos cuadros de los que tanto se habla ahora, de no haber alzado yo mi voz para protestar contra aquel estado de cosas... Creo que mi actitud de ese tiempo demuestra el gran valor que puede tener una palabra dicha en el momento preciso».

Una afectación semejante experimentó incluso lord Seawood. Prácticamente sin darse cuenta de lo que hacía, situó el centro de gravedad de su existencia en el justo medio de sus dos entretenimientos favoritos. Y habló menos de su pasión por las cosas del Parlamento.

E insistió menos en la talla política de Mr. Palmerston y más en la grandeza del Príncipe Negro[48], del que dio en decir entonces que venía la familia del señorío de Seawood. Y también creció en él, como a la sombra de sí mismo, algo parecido a una suerte de conciencia acerca de lo mucho que le debía la fundación de la Liga del León y la resurrección intelectual de Ricardo Corazón de León. Por eso había fundado, bajo el patronazgo de su señorío, la Institución del Escudo de Honor, que era una de las últimas y más rutilantes adiciones al nuevo régimen, y a la que naturalmente se había dado luz pública en los hermosos jardines de su residencia, en la antigua Abadía de Seawood.

Mr. Herne era el único que seguía inalterable en medio de aquel torrencial cambio de ideas y actitudes. Como muchos idealistas, podía sentirse feliz en la más absoluta oscuridad. No alcanzaba a comprender el objeto de la fama. Pero había obligado a los demás a seguir vistiendo los trajes de la pantomima, y a representarla con fe incluso hasta el último de sus suspiros, de haber sido necesario. Colgándose el arco de Robin Hood y empuñando la lanza se había puesto al frente de todos ellos. Sin más. Sin reparar en el mundo que se abría ante sus ojos, aunque pudiera recorrerlo a grandes zancadas.

Todo lo más, el tránsito a la jefatura del movimiento, a la jefatura de la vieja Inglaterra, en fin, desde su soledad, le pareció emocionante, no un gran cambio en su vida. Pero en las reuniones que celebraban había alguien que sí observaba los cambios y los efectos que éstos producían en los demás, como quien observa los cambios que conllevan la puesta y la salida del sol.

Notas

[41] Robert Peel (1788-1850), político impulsor del libre cambio. Al margen de su actividad política, fue un gran protector de las artes y las letras y sus colecciones de pintura gozaron de enorme reputación. (N. del T.)

[42] Benjamín Disraeli (1804-1881), político y escritor inglés de origen judío, primer conde de Beaconsfield. Llegó al cargo de primer ministro en 1868, a pesar del antisemitismo y enemistad declarados de muchos de sus correligionarios, y desde entonces hasta su muerte se alternó en el poder, como jefe del Partido Conservador, con el liberal Gladstone. (N. del T.)

[43] Edward Henry Smith Stanley, decimoquinto conde de Derby (1826-1893), estadista, varias veces ministro, que propuso la rápida transformación administrativa de la India y compró al Jedive de Egipto todas sus acciones del Canal de Suez, con lo que adquirió Inglaterra gran poder económico y comercial por su paso libre e ininterrumpido hacia la India. (N. del T.)

[44] John D'Alderley, lord Stanley (1802-1869), miembro de la Cámara de los Comunes a partir de 1831 y secretario de Estado para las Colonias hasta 1855, año en que fue nombrado ministro de Comercio. (N. del T.)

[45] George Hamilton-Gordon, lord Aberdeen (1784-1860), escocés, primer ministro británico de 1852 a 1855. En 1814, como responsable máximo de la política exterior británica, había dirigido la ofensiva contra Napoleón y firmado una alianza con Luis XVIII de Francia. (N. del T.)

[46] Henry John Temple, lord Palmerston (1784-1865), conservador primero y liberal después, que en su condición de jefe del Departamento de Asuntos Exteriores forzó en 1830 la independencia de Bélgica. (N. del T.)

[47] Anthony Ashley Cooper, lord Shaftsbury (1801-1885), miembro de la Cámara de los Comunes de 1826 a 1851, fecha en la que fue nombrado par. Contribuyó con sus esfuerzos legislativos a la reforma y humanización de la ley sobre los asilos para locos y se esforzó sincera y denodadamente en la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora, lo que le procuró el desprecio de la nobleza a la que pertenecía, unido todo ello al rumor que lo señalaba como descendiente de judíos (por el apellido Cooper) aunque profesaba la religión anglicana. (N. del T.)

[48] Eduardo, príncipe de Gales, hijo mayor de Enrique III, llamado así a causa del color de sus armas. (N. del T.)

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