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X.- Los médicos no se ponen de acuerdo

La casa hacia la que iba el coche reptante apenas mostraba diferencias con cualquier vivienda familiar próspera, ya que la política que informaba todas las medidas legislativas últimas, y hasta la política que informaba las costumbres recientes, se orientaba en aras de la conducción de los asuntos públicos como si fueran privados. Un oficial, así, devenía en un ser más todopoderoso que antes, precisamente porque vestía de calle. Era posible y legal, pues, sacar a cualquiera de un lugar como aquél sin violencia, pues todo el mundo sabía que las expresiones violentas resultaban inútiles. El doctor Granbrel acostumbraba llevar a sus pacientes locos en un coche; ellos rara vez se resistían. No estaban lo suficientemente locos como para hacerlo, naturalmente.

El departamento local para la evaluación de la locura acababa de inaugurarse, porque hasta entonces a nadie se le había pasado por la cabeza que era necesario distribuir por todas las pequeñas ciudades provincianas unas dependencias semejantes. Los funcionarios empleados en dichas dependencias, que no hacían otra cosa que pasear por aquí y por allá abriendo y cerrando puertas de manera compulsiva, eran en su práctica totalidad nuevos, si no en el oficio sí en la ciudad. El magistrado, sentado siempre en una sala interior, dispuesto en todo momento a examinar los casos que le fueran llegando, era el más nuevo de todos, por cierto... Y además de nuevo era viejo, por desgracia. Había desempeñado en otros muchos lugares la misma función que ahora tenía encomendada en la ciudad, con lo cual no había hecho otra cosa a lo largo de los años que adquirir el hábito de llevar a cabo su trabajo suavemente, rápidamente... y además peligrosamente bien. Mas ahora era muy viejo; tanto, que ya apenas podía hacer nada. Ni su vista ni su oído eran los de antes. Era un médico cirujano de la Marina, retirado, y se apellidaba Wotton. Tenía un bigote gris muy cuidado y una constante cara de sueño. Había alcanzado aquel día, probablemente, el grado más alto de soñolencia en el trabajo de toda su carrera.

Entre la gran cantidad de papeles amontonados sobre su mesa había una nota que avisaba de citas a celebrar aquella misma tarde con la Comisión evaluadora de la locura. En la sala de gran alfombra no pudo oír el juez el traqueteo del coche que llegaba, ni se pudo percatar de los movimientos, rápidos unos, lentos otros, con que cierta persona ayudó educadamente a que salieran los dos ocupantes del coche y diciéndoles frases amables los condujo al interior del edificio. Era un hombre de tanta dignidad, tan caballeroso, que los ujieres le mostraban el respeto digno a quien está facultado para actuar como intermediario en los casos más complejos, aunque no poseyese facultad alguna en aquellos ámbitos. El médico se dejó llevar por él a una pequeña sala que estaba a la derecha del sanctum del magistrado. De haber mirado por la ventana un momento antes, y de haber visto así a tan caballeresco personaje caer del tejadillo del coche, quizás hubiera mostrado el médico, al menos, un poco de inquietud. No obstante, el doctor Granbrel comenzó a experimentar disgusto cuando dicho caballero (al que había visto fugazmente en una oscura escalera, pero al que no terminaba de reconocer) no sólo cerró la puerta con una cortés reverencia, sino que echó la llave sin darle ocasión de protestar.

De nada de todo esto se enteró el juez; todo aconteció tan veloz como silenciosamente; la primera notificación que tuvo de aquello no fue más que un leve toque en la puerta de su sala, seguido de una voz que decía:

—Adelante, doctor.

Era práctica habitual que el médico responsable de la reclusión del paciente mantuviese primero una conversación con el magistrado, y que éste, después, se entrevistara muy por encima, claro, con la víctima del médico... Pero aquella tarde el magistrado Wotton no quería otra cosa sino que las dos entrevistas terminasen cuanto antes, pues estaba cansado. Sin levantar la vista de sus papeles, se limitó a decir:

—Vemos ahora el caso 9871, ¿verdad? Un caso de manía de conspiración, ¿no?

El doctor Hendry inclinó la cabeza para escuchar aquello, de manera tan inocente como divertida.

—El término conspiración alude más a un síntoma que a una causa —dijo—. La causa es puramente física —y tosió refinadamente para seguir diciendo—: No se puede convenir a estas alturas en que el desorden de un sentido no ofrece reacciones perceptibles en el cerebro. En este caso concreto, tengo motivos sobrados para exponer mi convicción de que todo remite a una enfermedad muy común del nervio óptico; y el proceso de análisis e investigaciones que me llevó a establecer tales conclusiones resulta de lo más interesante en sí mismo...

Pero al cabo de no más de cuatro minutos de exposición el magistrado Wotton resultó no ser de la misma opinión. Seguía con la vista clavada en sus papeles, por lo que no podía estudiar a quien tenía ante sí. De interesarse mínimamente en aquel hombre habría sospechado algo, a la simple vista de las ropas raídas del pobre doctor Hendry. El juez se limitaba a escuchar su voz, que era la de una persona perfectamente digna y cultivada.

—No creo oportuno profundizar ahora —dijo el juez, temeroso de que el otro siguiera hablando— en todo ese proceso; si tiene usted la completa seguridad, la firme convicción de que se trata de un caso de la especie que define, yo no tengo más que decir, es usted quien tiene la facultad de...

—En toda mi experiencia —siguió el doctor Hendry en tono aún más solemne y responsable—, jamás he conocido un caso tan meridianamente claro como el que nos trae ante usted, señoría... Cuanto concierne a los asuntos de la óptica, en los últimos tiempos, supone, ni más ni menos, un agravamiento de la situación. Ahora mismo, mientras me expreso ante usted, hay personas indefectiblemente locas, irremisiblemente trastornadas, que andan tranquilamente por el mundo expresando con harta desfachatez cuestiones que sólo deberían ser explicadas por los científicos. Sin ir más lejos, hace pocos días...

Ruidos un tanto extraños, que llegaban de la dependencia contigua, ahogaron por unos instantes la melodiosa voz del doctor Hendry. Sonó aquello como si un cuerpo grande y pesado fuese lanzado contra la pared, primero, y contra la puerta, después, no sin alguna violencia. Y se dejaron sentir igualmente unas cuantas imprecaciones muy guturales, lo propio de quien está bastante ronco, o muy furioso.

—¡Caramba! —exclamó el magistrado Wotton, sobresaltado, levantando la mirada de sus papeles por primera vez—. ¿Qué demonios ha sido eso?

El doctor Hendry hizo un gesto vago con la mano, como de abatimiento elegante, y respondió sin dejar de sonreír:

—La nuestra es realmente una ocupación muy triste... Debemos tratar con la cara más débil y a la vez salvaje de nuestra naturaleza humana destruida... Eso supone la humillación de nuestro cuerpo. Creo que alguien lo ha llamado el Testamento griego... El cuerpo de nuestra humillación, que es en realidad nuestro cuerpo humillado por la mente enferma, semeja la lucha que librara un desgraciado por resistirse a la necesidad que tiene la sociedad de recluirlo.

Lo cierto fue que en ese mismo instante aquel cuerpo de nuestra humillación fue estrepitosamente lanzado de nuevo contra la pared y después contra la misma puerta; y por lo que sonó el topetazo debió de tratarse de un cuerpo bastante pesado y mucho mejor lanzado... El juez parecía ahora un tanto incómodo. Los pacientes o reclusos (o como quieran llamar a las nuevas víctimas sociales) solían verse encerrados en aquella habitación contigua mientras el médico despachaba con el magistrado; generalmente, eso sí, bajo la atenta vigilancia de unos empleados que les impedían expresar su impaciencia de manera tan elocuente. La otra hipótesis podría formular la posibilidad de que el loco de la dependencia contigua fuera tan contundente y expresivo, por otra parte, que estuviese matando a palos a uno de sus guardianes.

A pesar de sus muchos años, el viejo cirujano de la Marina era un hombre valiente. Dejó su asiento y se dirigió a la puerta, mientras aún retumbaban los golpes de aquel cuerpo. Llegó hasta la puerta de la dependencia contigua. Se detuvo ante ella, escuchó unos instantes, con mucha atención, y al fin se decidió a abrir resueltamente con su llave. No por miedo, sino por los reflejos propios de un resto de agilidad que aún tenía, hubo de saltar hacia atrás para no verse arrollado por lo que salió de la habitación. Le pareció más una cosa muy grande, indefinible, que un hombre. Creyó ver que era bizco y que tenía en la cara algo que parecía ser un par de cuernos. Tuvo una sensación confusa; el magistrado Wotton pensó algo así como que aquello corroboraba lo que había dicho poco antes en su sala el doctor Hendry, algo a propósito de alguna lesión óptica, cosa que probablemente padecía aquel pobre diablo... Lucía además unas greñas encrespadas, como si hubiese intentado peinarse a cabezazos contra la pared. Sólo tras mirarlo convenientemente observó el juez.que aquel orate llevaba un chaleco blanco y unos pantalones grises, cosa que raramente lleva un hipocampo del mar ni un forajido de los bosques.

—Bueno, al menos está decentemente vestido —dijo.

El hombre corpulento que había salido lanzado por la puerta se levantó a duras penas y se plantó ante el juez con un brillo de salvajismo en la mirada. Su cabellera resultaba aún más amenazante que sus ojos. Pero se tranquilizó el magistrado cuando observó que aquel alucinado aún poseía el don de la palabra. Primero lanzó denuestos propios de un idioma del Continente, que alguien poco avisado, sin embargo, podría haber confundido con gruñidos. Pero pronto se le pudo oír esos mismos gruñidos de manera más articulada, en una lengua común, menos extranjera... El médico estaba dando al juez un informe oficial, aunque no lo parecía.

Era una situación extraña y hasta difícil para el juez, y no cabe definir con seriedad el engaño de que había sido objeto, sino gozarlo en silencio; los realmente sabios y las gentes de buen corazón sabrán disfrutarlo. Pero también el juez podía establecer las causas fisiológicas y orgánicas de cierta expresión mental en lo referido a las expresiones verbales de su cautivo, quien en otras circunstancias hubiese podido exponer mejor sus tesis a propósito de la Repulsión espinal como el doctor Hendry había expuesto las suyas a propósito de la ceguera cromática. Ocurría, empero, que no se hallaba el médico oficial en el mejor escenario para hacerlo. Era Mr. Hendry quien debió estar en aquella sala contigua mientras él exponía al juez el caso, no al revés. Mr. Murrel, un hombre al parecer carente de escrúpulos, se apresuró a cambiar sin embargo los papeles que correspondían a los dos hombres de ciencia, con los deplorables resultados que acabamos de contar.

El médico oficial, al verse encerrado, reaccionó como cualquier persona confiada y que ostenta digna representación de la especie humana, ante algo imprevisto y además ultrajante. Porque el hombre que tiene una vida muelle, que está satisfecho consigo mismo, que siempre sonríe, que nunca ha tenido que apartarse a la fuerza de su bien trazado camino, es el que más estrepitosamente cae ante un obstáculo. Pero la historia del pobre doctor Hendry era muy distinta. Aferrado con claro patetismo a su refinamiento, a sus modales, como si fueran ambas cosas la reliquia a la que aferrarse y en la que depositar toda su fe para hacer así frente a las humillaciones padecidas, estaba acostumbrado a explicar a sus acreedores, por ejemplo, las dificultades por las que pasaba, y a asumir un tono no ya refinado, sino pedante, cuando tenía que enfrentarse a los policías. Así, mientras el doctor oficial resoplaba y maldecía ininteligiblemente, el loco oficial le contemplaba inclinando la cabeza a un lado y chasqueando levemente la lengua para lamentar aquella manifestación de la ruina absoluta a que había llegado la mente de un hombre. El antiguo cirujano de la Marina miró a uno y otro por unos instantes y después fijó los ojos en el extranjero maledicente; unos ojos que ya había puesto muchas veces antes en numerosos maniacos homicidas. He aquí cómo coincidieron tres hombres de ciencia en una consulta poco habitual.

Mientras, en la calle que caía hacia el acantilado, Mr. Douglas Murrel permanecía sentado en el coche, con la cabeza alta, mirando al cielo muy satisfecho de lo que había hecho. Llevaba un sombrero negro de copa alta, aunque tan raído y sucio que cualquiera hubiera podido notar que no le pertenecía. En realidad había comprado aquel sombrero en el mismo lote que el coche, aunque se trataba de un sombrero de esos que hay que pagar bien para llevarlo, en vez de pagar por llevarlo... Pero sirvió perfectamente a lo que pretendía el Mono. El sombrero domina y a la vez imprime carácter a una persona que viste un traje opaco, sin nada sobresaliente; por eso le hacía parecer como un cochero de verdad, como un cochero de un carruaje tan viejo. Cuando se destocó para meterse entre los oficiales del juzgado, con su cabello bien peinado y sus modales dignos, de caballero, nadie, sin embargo, tuvo el menor derecho a dudar de su respetabilidad, de su condición de gentleman. Pero una vez se aupó a su pescante de cochero, y se tocó de nuevo con el viejo sombrero de copa, no pareció otra cosa que un cochero... Aunque quien le hubiese observado con mayor atención habría visto en él, por su pompa, que la satisfacción que lo embargaba le hacía sentir como un conquistador coronado con laureles.

Sabedor de lo que ocurriría, decidió aguardar. No esperaba ver, sin embargo, tan pronto la conclusión de la tragicomedia en que devino la historia del médico experto. Es más, llegó a prometerse Murrel que si la cosa iba más lejos acudiría a las autoridades para aclarar el caso. Todo lo había hecho con la reverencia y perfección propias de las cosas bien iniciadas y mejor concluidas, como si se tratase de un poema excelso. Si todo se desarrollaba por los cauces previstos, el suceso habría de tener consecuencias. Y no habían pasado más de diez minutos cuando pudo regocijarse por la enorme exactitud de sus cálculos y previsiones.

El doctor Hendry, aquel pobre hombre que en tiempos fuera famoso y apreciado en los ambientes artísticos, salió por entre las negras columnas del pórtico que miraban al mar, libre como las gaviotas que revolotean sobre el filo de los acantilados. Tenía un porte que denotaba buen gusto, un buen gusto casi agresivo, a despecho de la modestia de su indumentaria; era el porte de quien desea gritar que por nada del mundo revelaría los secretos que le acaban de ser confiados. Hizo un movimiento de sus manos, como de ponerse unos guantes que no tenía, y con absoluta naturalidad, como si lo hiciese a diario, se subió al coche antes de que nadie pudiera darse cuenta. Claro está, el cochero, muy metido en su papel, se caló el sombrero de alta copa hasta las cejas y azuzó al caballo para que trotase ruidosamente por el empedrado de las calles.

El cronista, al menos de momento, guardará silencio acerca de lo que ocurrió entre el magistrado y el médico del Gobierno. Pero Murrel se hallaba en tan excelente estado de ánimo, sentía rebosar en sí de tal manera el humor, que no podía dejar que las cosas parasen ahí. Su fama de bromista le precedía largamente, y era conocido, además, por lo muy prácticas, en tanto que oportunas, que resultaban a menudo sus bromas. No se quiere decir con todo esto que su intención prioritaria fuese, sin embargo, la de gastarle una broma cruel, no obstante su oportunidad, al médico extranjero. Por eso tenía en su alma una sensación nebulosa, paradójica, como si el verdadero quid de aquella historia estuviera por manifestarse, en vez de haber quedado atrás. Era, en fin, como si la libertad que acababa de otorgar al pobre monomaníaco que discurseaba acerca de la ceguera cromática no fuese otra cosa que el símbolo de la liberación de un todo difícil de explicar pero que suponía la apertura a un mundo más luminoso y grato. Intuía que algo había explotado, al menos en el mundo de los formulismos, y que se había empezado así a ganar una batalla, aunque no supiera con exactitud cuál.

Tras una esquina el sol inundó el coche vertiéndose en algo así como los chorros que salen de las nubes en los cuadros de escenas bíblicas. Miró entonces hacia la alta ventana de la casa, por la que se había descolgado, y vio allí asomada a la hija de Hendry.

Así aparece en esta historia la mujer asomada a la ventana. Hasta entonces había estado siempre entre las sombras, por no decir que en la oscuridad de la casa y de su escalera interior. Había estado, en cierto modo, disfrazada con una apariencia: la de hallarse despojada de todo... Hay que haber vivido en una casa oscura para saber cómo puede disfrazar a alguien la carencia de luz. Entre las sombras de la casa tenía una palidez de planta marchita, todo lo contrario de lo que ha de ser común en esos vividos espejos a los que llamamos rostros humanos. Llevaba mucho tiempo sin preocuparse de su aspecto, y seguramente se hubiera sorprendido más que cualquiera de haberse podido ver desde la calle, asomada a la ventana. En realidad, la extraña escena que vio en la calle fue lo que la transformó, tanto como el sol que todo lo bañaba. Pero había en su extrañeza una gran alegría. Mas contemos su historia, pues ha de saber el lector cuál era la naturaleza de su asombro. Aunque sea su historia muy distinta a la que nos ocupa y se parezca más a esos relatos largos, científicos y realistas, propios de ciertas novelas que en realidad no son historias de ninguna especie.

Desde el día en que su padre se arruinó por culpa de una pandilla de ladrones suficientemente ricos y poderosos como para eludir la cárcel, su vida fue precipitándose poco a poco hasta caer en ese mundo donde a todos se tiene por malhechores; ese mundo en el que los policías se consideran los guardianes de una inmensa prisión a cielo abierto. Ella se había abandonado, se había dejado llevar, renunciando a cualquier forma de resistencia ante lo que creía su sino. Cualquier cosa que supusiera una caída, un descenso más, le parecía natural. Si se hubieran llevado a su padre para colgarlo, habría experimentado dolor, amargura, indignación... Pero no sorpresa. Así, en cuanto vio que regresaba sonriente en aquel coche, quedó sorprendida sinceramente por primera vez en muchos años. No sabía de ningún ser que hubiera logrado escapar de aquella trampa en la que suponía ya caído a su padre. Nunca había visto las huellas de nadie que saliera de aquella eficiente caverna. Era como si hubiese contemplado que el sol se volvía hacia el Este, o como si viera al Támesis detenerse de golpe en Greenwich para volverse hacia Oxford. Por lo demás, no cabía la menor duda de que aquel hombre era su padre. Y sonreía.

Si había salido del juzgado haciendo el gesto de ponerse unos guantes que no llevaba, ahora hacía el de fumar plácidamente un cigarro invisible. La joven, mientras contemplaba atónita pero alegre a su padre, observó que el cochero se quitaba el sombrero de copa y la saludaba, algo que acabó por aturdir completamente sus sentidos por cuanto descubrió de inmediato que los cabellos que había bajo el sombrero del cochero eran los de Mr. Murrel, ese excéntrico que había estado en su casa poco antes.

El doctor Hendry saltó del coche con una gracia y agilidad propias de los jóvenes, y llevó la mano en un gesto automático hacia su bolsillo, en el que no había nada... Vivía los buenos tiempos ya idos.

—No es necesario, señor, no tiene por qué —dijo Murrel rápidamente, calándose de nuevo el horrible sombrero—. El coche es mío y lo llevo para distraerme, no para ganar un dinero... El arte por el arte, señor... Como decían sus viejos amigos... Mire, yo mismo soy una combinación, por utilizar ese término tan querido por Whistler; sí, señor, soy una combinación de negro y de marrón. Pero ese médico loco es, según me parece, una combinación de azul y negro.

Hendry reconoció entonces aquella voz educada que le hablaba, porque es verdad que hay ciertas cosas que un hombre de bien nunca puede olvidar. Y reconoció aquella voz a pesar del sombrero que había en la cabeza de quien hablaba, aunque la voz pareciera salir, no de una boca, sino de más allá del sombrero.

—Mi querido amigo —dijo entonces Hendry—. Le soy deudor de una gratitud infinita. Tenga la bondad de pasar a mi modesta morada.

—Gracias —respondió Murrel bajando del pescante—. Entremos; mi yegua árabe, que tantas veces ha pasado la noche a la entrada de mi tienda en el desierto, sabrá vigilar convenientemente... No la veo yo con muchas ganas de lanzarse por ahí al galope...

Por segunda vez subió la oscura escalera en la que vio al especialista mental extranjero ascender como una monstruosa criatura marina. Ese recuerdo hizo que experimentase cierta compunción, una suerte de arrepentimiento inmediato, pero volvió a repetirse que no le resultaría difícil arreglar aquello y poner las cosas en su sitio. Hasta lo expresó en voz alta.

—Pero eso no querrá decir que volverá aquí para llevarse otra vez a mi padre —se asustó la joven.

Murrel esbozó una amplia y pícara sonrisa, movió la cabeza negativamente y dijo:

—Por lo que sé de él y del viejo Wotton, puedo asegurarle a usted que no, que nada de eso. Wotton es un perfecto caballero, un hombre honesto, y procurará que no le ocurra a su padre ni la mitad de lo que le ha ocurrido a ese médico. Y el otro, esté usted segura, no tendrá ganas de seguir explicando al mundo que ha representado tan bien el papel de maniático rabioso... que acabaron encerrándolo.

—Nos ha salvado usted —dijo ella con enorme gratitud—. Es usted un caballero digno de la mayor admiración.

—No lo crea, no... Lo admirable es que usted se haya salvado, después de tantos años de sufrimiento —dijo Murrel—. La verdad es que me resulta difícil decir hacia dónde se dirige nuestro mundo... A veces tengo la impresión de que mandan a unos locos a cazar a otros locos, como podrían mandar a un ladrón a matar a otro ladrón.

—He conocido a unos cuantos ladrones —dijo el doctor Hendry retorciéndose con brío los bigotes—. Pero a esos no los han cogido...

Murrel lo miró y supo que había recobrado el juicio.

—No se preocupe, trataré de capturarlos —dijo, sin saber que hacía algo así como un mal augurio para su propio hogar, para sus amigos, para tantas de las cosas que conocía.

Allá lejos, en la antigua Abadía de Seawood, tomaban color y forma, marchaban hacia el punto culminante de esta historia, cosas que en estos momentos hubiera creído pura fantasía. Nada sabía de ellas, pero su imaginación era invadida ahora por colores nuevos, brillantes, más luminosos y románticos que los auspiciados por las pinturas de Hendry. Ya disfrutaba de una vaga sensación de victoria, acrecentada al ver la cara de la joven hija de Hendry en la ventana.

—¿Suele asomarse usted a la ventana con frecuencia? —preguntó a la joven—. Si yo pasara alguna vez por aquí...

—Sí —respondió ella—. Me asomo a la ventana con frecuencia.

Ahora en...

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