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IX.- El misterio de un coche

Tras aquel auténtico cataclismo de tejados estaba el mar, en el que parecía hundirse toda una ciudad condenada a esa muerte como para que él la viera morir. En aquel escenario tan insólito como triste, Murrel alzó los ojos al cielo, y en ese tránsito de su mirada vio al fin el nombre de la calle. Era el mismo que alguien le había dado, como si fuese la contraseña necesaria para acceder hasta el hombre al que buscaba.

Mirando a lo más alto de la calle Murrel pudo ver tres cosas que destacaban. Una, muy cerca de él, era una botella de leche, ya vacía, que alguien había dejado junto a la puerta cerrada. Daba la sensación de llevar cien años allí. Había también un gato callejero; ni un perro ni cualquier otro animal vagabundo podían rondar una ciudad tan mortuoria. La tercera cosa que vio era la más curiosa. Un coche que parecía una de las casas; un coche que atesoraba una siniestra antigüedad. Como si todas las cosas hubiesen ocurrido mucho antes de que aquel coche se convirtiera en una especie de criatura extinta, de esas que sólo se ven en los museos.

Aquel coche hubiera estado mejor en un museo, junto a una litera cualquiera. Y la verdad es que tenía también algo de litera. Se trataba de un modelo que aún puede verse de tarde en tarde en cualquier ciudad provinciana, hecho de madera de castaño barnizada, con incrustaciones ornamentales igualmente de madera, o que fueron ornamentales, más bien, en otro tiempo. El techo y las dos puertas laterales sugerían la sensación de que el coche era un gabinete del XVIII. Mas a despecho de su rareza en el tiempo era un coche inconfundible, un tílburi; un carruaje único que supieron apreciar los ojos extranjeros de un judío como si fuese la góndola de Londres. Bien sabemos que cuando nos dicen que el modelo de alguna cosa ha sido muy mejorado no quieren sino explicarnos que los rasgos diferenciadores de esa cosa han desaparecido. Hoy todo el mundo tiene un vehículo de motor, pero es raro que se le haya ocurrido a alguien ponerle un motor a un tílburi. Así que con el viejo modelo de coche desaparecieron también las góndolas de Londres y su romanticismo (ese al que acaso se refiriese Disraelí), o lo que es lo mismo, el viejo coche que sólo tenía capacidad para dos personas. Con ello, he aquí lo peor, desapareció algo muy especial, algo sorprendente, algo particular de Inglaterra: la vertiginosa y como divina elevación sobre la que iba el cochero, muy por encima de su pasajero.

Por mucho que se pueda decir del capitalismo en Inglaterra, hubo al menos un tipo de coche en el que el pobre se sentaba muy por encima del rico, como haciendo ostentación de su trono único. Nunca más, y en ningún otro carruaje, o en ningún otro vehículo a motor, tendrá el amo que abrir con desesperación la pequeña trampilla del techo para evadirse de la sensación de que el proletario que conduce lo ha metido en una celda, y dirigirse a él como si hablara con un dios desconocido. Será imposible que merced a cualquier otra combinación de sucesos históricos sintamos de nuevo tan simbólica y explícitamente la dependencia absoluta que tenemos de eso que de común llamamos la clase baja. Jamás pensó alguien que los hombres que iban sobre aquellos olímpicos pescantes pertenecieran a la clase baja... Nos conducían desde las alturas, como auténticas deidades celestiales. Siempre habrá algo que diferencia al que se sienta mucho más alto que nosotros. Algo único: una condición que atesoraba, por lo demás, el hombre al que vio Murrel cuando se acercó al coche. Un hombre ancho de hombros, muy fuerte, y con unos mostachos que casaban muy bien con el ambiente provinciano.

Al acercársele Murrel, aquel hombre, que parecía aburrido en la espera de su pasajero, bajó lenta y pesadamente de su asiento tan alto y se puso a mirar calle abajo, indolente. Murrel había perfeccionado lo suficiente su arte detectivesco para hallar el sentido más democrático a las cosas, por lo que en nada de tiempo trabó conversación con el cochero. Fue la conversación que a él le parecía más apropiada para el buen fin de sus pesquisas, una conversación que al menos en sus primeras tres cuartas partes nada tuvo que ver con lo que realmente necesitaba conocer. Como había descubierto mucho tiempo atrás, tal era la manera más rápida de alcanzar ciertos fines, por lo que pensaba que eso sí que era actuar sin dilaciones.

Murrel, no obstante, descubrió a través de aquella conversación en principio alejada de sus propósitos que había unas cuantas cosas muy interesantes; por ejemplo, que el coche era una auténtica pieza de anticuario, la más preciada para cualquier museo de carruajes; y que el coche era propiedad de su cochero. Así volvieron sus pensamientos, mientras hablaba con aquel hombre, a la primera conversación que tuvo con Miss Olive Ashley y con Mr. Braintree juntos, a propósito de si la caja de pinturas debía pertenecer o no al pintor, y por inferencia, la mina al minero... Le preocupaba sobre todo saber si el vago placer que sentía ante aquel grotesco vehículo no era la respuesta a una verdad insondable en apariencia. Aunque descubrió más cosas: que el cochero estaba francamente aburrido, si no hastiado, de su pasajero, al que temía; y que estaba aburrido, si no hastiado y hasta desesperado, de aquel caballero, porque le había hecho esperar a la puerta de una casa y otra en un largo e interminable periplo por toda la ciudad; y que ese miedo que tenía al pasajero no era consecuencia de otra cosa que del hecho de que ostentara cierta representación oficial que le había llevado a hacer dicho periplo precisamente para entrevistarse con alguien directamente relacionado con la policía.

Aunque sus gestos eran lentos, daba sin embargo la sensación de que el cochero parecía tener prisa, o eso que en nuestros días se entiende por tener prisa... Lo mismo, curiosamente, que según él le pasaba al hombre al que esperaba, quien decía tener mucha prisa pero se demoraba infinitamente en cada una de sus visitas. Supuso Murrel por todo ello que se trataba de un norteamericano, o quizás de una persona relacionada con el Gobierno.

No tardaría mucho en saber, sin embargo, que se trataba de un médico con ciertas prerrogativas oficiales que lo habilitaban para visitar a muchas personas. El cochero no sabía su nombre, aunque eso fuese, sin duda, lo menos importante. El nombre que le importaba a Murrel era otro, uno que el cochero conocía, como no tardó mucho en saber Murrel. El coche haría la última parada de aquel periplo un poco más abajo de la calle, ante la casa de un hombre al que solía toparse el cochero en una taberna. Un tipo muy curioso apellidado Hendry.

Una vez alcanzado su objetivo Murrel se impulsó como un lebrel al que acabaran de dar suelta en el coto. Investigó cuál era el número de la calle sin duda honrada con la residencia en ella de Mr. Hendry, y a por él que se fue calle abajo, a grandes zancadas. Llegó a la casa, llamó a la puerta, aguardó unos instantes, volvió a llamar, y tras una espera más bien larga oyó el chirriar de la puerta que se abría lentamente. Tuvo que hablar rápido pues la puerta no se había abierto del todo y podía observar Murrel que tenía puesta la cadena del cerrojo. Pudo distinguir, en cualquier caso, y a través de aquella apertura mínima, las facciones muy notables de un ser humano. Parecía un hombre alto y pálido, de rasgos muy señalados. Pero algo que llamaríamos atmosférico dijo al visitante que en realidad se trataba de una presencia femenina y hasta joven. Cuando oyó que aquella cara hablaba quedó aún más sorprendido al comprobar que en efecto lo hacía con el timbre propio de una mujer.

Pero, al comienzo de esta particular historia, no hubo palabras. La joven, no habiendo podido distinguir desde la oscuridad interior de la casa más que una leve forma propia de un sombrero, se dispuso a cerrar la puerta con algo de aprensión pues aquello que había logrado ver le sugería que se trataba de una persona respetable. Tenía aquella mujer relaciones con gente de aspecto respetable, y hasta responsable, y su proceder en ese momento fue una especie de respuesta a ese tipo de gente. Murrel, empero, gozaba de la agilidad de un tirador de esgrima y era capaz de lanzarse al punto exclusivo de ataque rápidamente, aunque diese la impresión de que se entretenía en vano haciendo un laberinto de paradas y defensas. Le bastó con decir una palabra para que la puerta no se cerrase del todo.

Dijo la única palabra, a buen seguro, capaz de parar en seco la respuesta de la joven. Estaba preparada para hacer frente a los que ponen el pie para evitar que les cierren una puerta; tampoco le era desconocida esa otra añagaza defensiva que consiste en empujar precisamente la puerta con todo el peso del cuerpo para destrozarle el pie a quien lo haya metido en el resquicio. Pero Murrel sabía mil tretas oídas en las tabernas y otros establecimientos de mala nota, y muy especialmente sabía algo que oyó en los inicios de su aventura, y dijo lo que no podía por menos que detener el impulso defensivo de la mujer.

¿Seencuentra en casa el doctor Hendry? —preguntó con gran cortesía.

Bien sabemos que el hombre, para vivir, necesita de algo más que del pan. Necesita de consideración, de respeto, hasta de etiqueta... De consideración, por ejemplo, pueden vivir incluso los que pasan hambre. Mueren, sin embargo, por falta de consideración. Hendry, según quienes le habían hablado de él, se mostraba muy orgulloso de que lo llamaran doctor, como él quería que lo llamasen. Y con lo que sabía ya acerca de él, le resultaba fácil a Murrel suponer que los vecinos de aquel hombre no le mostraban la consideración que necesitaba. La joven tenía que ser su hija, quien aún recordaba los días en que su padre era tratado con respeto y hasta reverencia. El cabello alborotado le caía malamente sobre los ojos y llevaba un delantal tan sucio que parecía un trapo de limpiar, pero en cuanto oyó que a su padre alguien lo llamaba doctor, perdió todas las fuerzas. Murrel supo entonces que la mujer hacía una rápida evocación de otro tiempo presidido por el respeto a la tradición, a los más altos valores del espíritu.

Mr. Douglas Murrel no tardó mucho en verse en un pequeño vestíbulo en el que no había más que un paragüero desprovisto de paraguas... Luego se vio subiendo una estrecha escalera muy oscura para desembocar en una habitación pequeña en la que olía a humedad polvorienta y en la que había un montón de objetos sin valor alguno, imposibles de vender o de empeñar. Allí estaba sentado el hombre al que había ido a buscar, como Stanley a Livingstone.

El cabello del doctor Hendry parecía un cardo silvestre marchito. A primera vista parecía que a poco que soplara el viento se le caería todo el pelo. No obstante, estaba más aseado de lo que a primera vista sugería todo eso. Tras muchos años de ostracismo en un ambiente miserable tenía ese aire de estar en la silla más colgado que sentado, como si los escrúpulos le impidieran descansar del todo en un asiento que tenía tanto polvo como madera y carcoma. Era uno de esos hombres que a pesar de su enorme capacidad para ser desagradables y rudos, en un momento de lucidez pueden volverse delicada y dolorosamente corteses. Nada más percatarse de la presencia de Murrel se levantó impelido por su elegancia, como una marioneta a la que hubiesen tirado de los hilos.

Si el cumplido del visitante, que lo llamó doctor, le hizo vacilar, el asunto que de inmediato pasó a confiarle Murrel pareció embriagarlo. Como todos los viejos, y más aún los viejos que han experimentado el fracaso sin paliativos, vivía en el pasado; por eso le pareció sorprendente que aquellos tiempos de gloria volvieran a repetirse tras muchos años de olvido. En aquel cuarto oscuro, que era como la tumba en la que estaba sellado y olvidado, alguien preguntaba por los colores para iluminar creados por el doctor Hendry.

Sobre sus piernas entecas y temblorosas, sin decir una palabra, se dirigió a un casillero en el que había un sinfín de cosas inapelablemente inútiles e incompatibles. Tomó de allí una vieja caja de latón en muchas partes mohoso, la puso sobre la mesa, y con un evidente temblor de las manos comenzó a abrirla. Había en la caja dos o tres hileras de pequeñas redomas de cristal cubiertas de polvo. Y fue verlas y parecer que al fin se le soltaba la lengua en un latigazo.

—Los colores deben utilizarse mezclados con el líquido que hay en la caja —dijo—. Mucha gente pretende usar los colores con aceite, agua, con cualquier cosa, y nada...

La verdad es que hacía más de treinta años que nadie utilizaba sus colores con nada.

—Diré a mi amiga que sea cuidadosa —aseguró Murrel con una franca sonrisa—. Tenga por seguro que quiere trabajar como se hacía en la antigüedad.

—Así debe ser —respondió el anciano mirándole ahora con vigor—. Dígale que siempre estaré dispuesto a darle los consejos que precise —carraspeó estentóreamente para aclararse la garganta y su voz adquirió una potencia insólita—: Ante todo hay que tener en cuenta que estos colores son opacos en virtud de su esencia. Muchos confunden su transparencia con el brillo. Siempre observé que esa confusión proviene del paralelismo que hacen con los vitrales; ambos eran, naturalmente, oficios medievales; a Morris, por ejemplo, le encantaban ambos oficios, pero recuerdo su indignación tronante si alguien olvidaba un hecho tan fundamental como que el vidrio es transparente... Quien pinte en una ventana algo que parezca sólido, decía Murrel, debería sentarse en el vidrio.

Murrel dijo lo que no podía sino expresar, habida cuenta del conocimiento obtenido de sus investigaciones:

—Supongo, doctor Hendry, que sus estudios de Química fueron definitivos para el hallazgo de sus colores.

El anciano caballero se sostuvo la cabeza con las manos mientras meditaba e iniciaba la respuesta:

—La química por sí sola —dijo— no habría podido enseñarme jamás todo lo que sé. Pero esto pertenece más al campo de la óptica. Es una cuestión puramente fisiológica —alzó la barba por encima de la mesa a la que estaba sentado y añadió ahora en un susurro—: Yo diría, incluso, que se trata de una cuestión estrechamente ligada a la fisiología patológica.

—¡Ah! —exclamó Murrel y quedó a la espera.

—¿Sabe? —siguió diciendo Hendry ahora muy serio, muy grave—. Le diré por qué perdí mi clientela... No se imagina cómo pude llegar a esta situación de absoluto olvido...

—Hasta donde puedo colegir —comenzó a hablar Murrel con una seguridad que a él mismo dejó sorprendido—, ha recibido usted un trato perverso debido a ciertas gentes que pugnaban como fuera para vender sus propios productos.

El anciano sonrió condescendiente, y tomándose de nuevo la cabeza con las manos dijo:

—Bueno, se trata de una cuestión científica... No le resulta fácil a un doctor explicárselo a un profano. Su amiga, caballero... Ha dicho usted que es hija de mi viejo amigo Mr. Ashley. Pues ahí tiene usted, para que se la lleve, una buena cantidad de pinturas magníficas y muy bien conservadas.

Mientras el anciano decía eso, aunque haciendo uso de un tono doctoral que escondía una benevolencia desdeñosa, la atención de Murrel se fijaba en otra parte, allá donde estaba su joven hija, en el fondo del cuartucho.

Comprobó así que tenía un rostro mucho más interesante de lo que le había parecido al principio. Se había echado hacia atrás el cabello que casi le tapaba los ojos y que parecía un plumero. Tenía un fino perfil levemente aquilino y una cierta languidez de anguila. Poseía una expresión de alerta constante y sus ojos parecían escrutarlo todo como temerosos de que algo se escapase a su observación. Murrel notó que no estaba precisamente tranquila ante el giro que iba dando la conversación que mantenía con su padre.

—En la fisiología hay dos principios básicos —siguió diciendo el doctor, cada vez más locuaz— que nunca he logrado hacer comprender a mis colegas. Uno es el de que una enfermedad puede afectar a una gran mayoría, a toda una generación, del mismo modo que la peste afectaba a regiones enteras. El otro principio es el de que las enfermedades que atacan principalmente a los sentidos fundamentales son idénticas a las del espíritu. ¿Por qué habría de ser la ceguera cromática una excepción?

—¡Ah! —exclamó Murrel poniéndose de pie súbitamente, inconsciente de que con ello cercenaba de raíz la compostura que hasta entonces mantenía—. Ya, claro, la ceguera cromática... Quiere decir usted, doctor, que todo... todo eso se produce porque la mayor parte de la gente padece esa enfermedad...

—Casi todo el mundo —siguió diciendo Mr. Hendry— está sujeto al particular influjo de ese período de la historia de la Tierra... En cuanto a la duración de la pandemia, o a su posible incidencia periódica, sólo puedo decir que se trata de otras cuestiones dignas de un análisis al margen... Si tiene usted la bondad de ver unas notas que he tomado al respecto...

—¿Quiere decir —atajó Murrel— que ese gran almacén lo construyó alguien que padecía ceguera cromática, y que el viejo Wister ha impreso su retrato en diez mil folletos sólo para celebrar su ceguera ante los colores?

—Me parece evidente que el problema tiene orígenes que pueden explicarse científicamente —dijo el doctor Hendry—. Estoy seguro de que mis hipótesis son las mejor fundamentadas.

—Pues yo creo —intervino de nuevo Murrel— que lo que prevalece es ese gran almacén, y no dejo de preguntarme si la chica del mostrador que me ofreció tizas y tinta roja sabe algo del origen científico de los colores...

—Recuerdo que mi viejo amigo Potter —observó el anciano mirando al techo— solía decir que cuando se consigue establecer el origen científico de algún supuesto resulta ser algo terriblemente simple... En el caso que nos ocupa, cualquiera que mirase superficialmente las cosas diría que la humanidad entera se ha vuelto chiflada... Quien diga que las pinturas que se anuncian en esos folletos a los que usted alude son mejores que las mías no puede ser más que un loco. Y así, en cierto sentido, ocurre que la mayor parte de la gente padece una galladura notable. En lo que más han fracasado los científicos es en la investigación del porqué de la locura de la gente. Mi teoría del síntoma de la ceguera cromática, sin embargo...

—Le ruego que excuse usted a mi padre de seguir hablando —interrumpió entonces la joven con una expresión, no por refinada menos áspera—. Me parece que está un poco cansado...

—Claro, claro —dijo Murrel, levantándose de nuevo como si hubiese padecido un deslumbramiento.

Se dirigía ya a la puerta cuando lo detuvo una estremecedora transformación de la joven, que estaba de pie, tras la silla de su padre. Sus ojos, oscuros y muy brillantes, miraban oblicuamente hacia la ventana, y cada una de las líneas de su figura, no tan desgarbada como una primera impresión sugería, le conferían una suerte de propiedad acerada y rectilínea.

A través de la ventana entreabierta llegó al cuartucho un ruido que sorprendía especialmente por venir de aquel ambiente muerto de la calle. Era el ruido largo y traqueteante de las ruedas del carruaje, que subía la cuesta.

Murrel, aún atónito, abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo oscuro. Se volvió para ver, no sin sorpresa, que la joven le seguía.

—¿Sabe usted qué significa la llegada de ese coche? —dijo la mujer—. Significa que un desalmado viene para llevarse a mi padre.

Aun turbia, la mente de Murrel pudo hacerse de inmediato una composición de lugar apropiada. Bien sabía que una nueva e hinchada cantidad de leyes, que en realidad sólo afectaban a las calles donde vivían los pobres, confería a los funcionarios médicos y de otras especies del funcionariado poderes asaz arbitrarios para sojuzgar a las personas que no demostraban, por así decirlo, la eficiencia del encargado de los grandes almacenes. Pensó que a un funcionario cualquiera se le podría ocurrir que la ceguera cromática, como causa de la degradación social, podría ser prueba de esa falta de eficiencia. Y parecía evidente que eso también se lo temía la hija del doctor Hendry, habida cuenta de los esfuerzos que hizo para desviar la atención del anciano de ese tema de conversación. Dicho de manera más clara, alguien pretendía dar al excéntrico un trato hasta ahora reservado a los lunáticos. Y como el viejo Hendry no era un millonario excéntrico, ni un hidalgo excéntrico aunque de fortuna menguada, ni siquiera lo que en nuestros días se considera un noble caballero excéntrico, estaba más que claro que la nueva clasificación podría aplicársele rápida e inapelablemente. Murrel experimentó un sentimiento que le había abandonado casi desde la niñez, una rabia incontrolable. Iba a decir algo, pero no le cupo más remedio que escuchar lo que la joven le contaba.

—Siempre ha sido lo mismo —dijo—. Primero lo arrojaron al arroyo de un puntapié en el trasero y luego le acusaron de estar precisamente allí... Es como si uno pegara martillazos en la cabeza de un niño hasta volverlo tonto, y luego le riñera por ser tan estúpido...

—Su padre —dijo Murrel— no me parece precisamente estúpido.

—No, claro que no lo es —respondió ella—; al contrario, es un hombre muy inteligente, lo que para algunos no es otra cosa que la demostración de que está chiflado... Y puede que así sea, porque de no ser tan inteligente es posible que le resultara fácil hacerse pasar por tonto... Si no es una cosa, será la otra, no lo dude usted... Cuando quieren, siempre se las apañan para aplastar a cualquiera con el pretexto que les venga en gana.

—Supongo que alude a alguien en concreto —dijo Murrel en voz baja, rabiosa.

No respondió la joven, sino una voz profunda y gutural que brotaba del arranque de la escalera y precedía a un sujeto que comenzaba a subirla. Crujían los viejos peldaños de madera bajo su peso, pues en verdad se trataba de un hombre de mucho peso, que cuando apareció a la media luz que ofrecía el ventanuco del rellano de la escalera parecía llenar el angosto espacio con su gabardina gigantesca. Su rostro, que ahora se le apreciaba claramente, sugirió a Murrel un cruce entre un león marino y una ballena. Fue como si cualquier monstruosa criatura de los mares abandonase las profundidades para mostrar su gorda cara de pez más grande que la luna. Pero una vez miró a aquel hombre con mayor detenimiento y menor fantasía, todas sus sensaciones no se debían más que a la evidencia de que sus rubios cabellos estaban cortados casi al cero, lo que aumentaba el contraste con sus bigotes que de tan grandes parecían colmillos, así como sus lentes redondos e igualmente grandes.

Era el doctor Granbrel, un hombre que se expresaba en perfecto inglés, pero que al pegar un tropezón maldijo en otro idioma. El Mono observó toda la escena de su subida y después se dirigió al cuartucho donde estaba el anciano, sin ceder el paso al médico.

—¿Por qué no ponen una luz ahí? —preguntó el doctor Granbrel con mucha acritud.

—Pues a lo mejor porque yo también soy una lunática —dijo Miss Hendry—. Estoy dispuesta a ser cualquier cosa que sea mi padre, según ustedes.

—Bueno, bueno —dijo el médico en tono conciliador, de impostada benevolencia—; este asunto es muy doloroso para todos, pero de nada vale decir tonterías. Lo mejor será que me permita ver a su padre cuanto antes.

—Claro, cómo no —dijo la joven.

Abrió la puerta que los condujo al cuartucho en el que estaba el doctor Hendry. En la habitación no había nada especialmente notable, a pesar de lo cual el médico lo miraba todo con una sorpresa de cuya razón hubiera sido incapaz de dar cuenta. La joven lo miraba a él con gran dureza. Ella sí sabía por qué razón.

Aquel cuartucho sólo tenía una puerta. El doctor Hendry seguía sentado ante la mesa y Mr. Douglas Murrel, sin embargo, había desaparecido. Pero antes de que el doctor Granbrel se diera cuenta del detalle, el pobre Hendry se había levantado, a medias entre la confusión y el desfallecimiento, sin olvidar la protesta, para exponer un nuevo tema de conversación.

—Comprenderá usted —dijo— que eleve mi protesta contra su irrupción en mi casa. Si se me permitiese exponer los hechos ante el mundo de la ciencia, no tendría la menor dificultad para hacer la demostración conveniente de que ustedes se equivocan. Creo que ahora mismo, en términos generales, nuestra sociedad padece cierta enfermedad óptica que...

El doctor Granbrel tenía todo el poder conferido por un Estado moderno, acaso mayor que el de cualquier Estado de otro tiempo, al menos por la cantidad de departamentos en que se despliega el Estado de nuestros días... Tenía, pues, el poder de irrumpir en aquella casa, destrozar a la familia que la habitaba y proceder según le viniese en gana. Pero carecía del poder que evitase hablar a Mr. Hendry. A despecho de sus esfuerzos ratificados con carácter oficial, la conferencia que le largó Hendry acerca de la ceguera cromática ocupó mucho tiempo... Y siguió incluso cuando el más que poderoso doctor salió del cuartucho, bajó la escalera y alcanzó la calle.

Mientras, empero, habían sucedido más cosas.

El cochero era un hombre tranquilo y por lo tanto paciente, a buen seguro porque no le quedaba otro remedio. Había estado esperando algún tiempo ante la casa de Hendry, cuando ocurrió algo más entretenido que todo lo que había soportado hasta entonces. Un caballero, como caído del cielo, fue a dar en el techo de su coche. No tuvo mayor problema en acomodarse rápidamente, evitando rodar hasta el suelo. El inesperado visitante se presentó al cochero, comprendiendo éste de inmediato que no era otro sino el caballero que había hablado con él largo rato. Una mirada a dicho caballero, seguida de otra mirada a la ventana de arriba, bastaron para que el cochero comprendiese que no había caído precisamente del cielo, sino de un simple alféizar. Eso, por lo demás, bastaría para esbozar una teoría, al menos, a propósito de las razones que hacían que aquel caballero fuese llamado el Mono.

Pero sorprendió al cochero, en mayor medida aún, que su nuevo acompañante le sonriera de manera agradable y le hablase tranquilamente:

—Bien, como decía...

No es necesario irse atrás en el tiempo para imaginar al menos qué había dicho antes. Pero sí parece importante para nuestra historia dar cuenta de lo que había dicho. Tras unas cuantas frases de cumplido, se sentó en el pescante, junto al cochero, dejó que le colgaran las piernas en el vacío y sacó su cartera... Luego se inclinó peligrosamente hacia el cochero, aun a riesgo de caerse, y le dijo:

—Mi querido amigo, quiero comprarle el coche...

No se puede decir que a esas alturas de la historia Murrel desconociese por completo cuál era la tesis científica que había supuesto para el anciano Hendry el último acto de su drama: colores para iluminar.

Recordó haber tenido, sobre todo eso, precisamente, cierta discusión con Julián Archer, que era una autoridad en materia legislativa. Tal era una de las cualidades que más adornaban a Mr. Archer, y seguramente la que más le había facultado tan eficazmente para acceder a la política. Podía acalorarse incluso brutal y sinceramente en una discusión cualquiera, siempre y cuando fuese algo de lo que hablaban aquel mismo día los periódicos. Si el rey de Albania (cuya vida privada, por cierto y a propósito, deja mucho que desear) estaba en mala relación con la sexta princesa alemana con la que había contraído matrimonio, Mr. Julián Archer se convertía de inmediato en un caballero errante, presto a cruzar Europa para socorrer y rescatar a la dama, sin preocuparse por las otras cinco princesas que no llamaban en aquel momento la atención de los periódicos. Sería interpretar pobremente al caballero, sin embargo, si supusiéramos que había gran fariseísmo en sus maneras entusiásticas. En cada caso al que se sintiera vinculado por una u otra razón, Mr. Archer alzaba su atractivo y encendido rostro con el mismo aire de incontrolable y sincera protesta, por no hablar de su impetuosa indignación. Murrel, pues, había tenido la oportunidad de comprobar en él cómo ha de comportarse en todo momento un hombre público, si de verdad quiere serlo: habrá de estremecerse al mismo tiempo que lo hagan los periódicos.

—No puedes estar contra eso, nadie puede manifestarse en contra —había clamado Archer cuando discutieron acerca de las nuevas disposiciones legales—. Se trata de una simple ley para llevar un poco más de humanidad a los manicomios.

—Lo sé —había replicado Murrel con bastante tristeza—. Esas leyes introducen mucha humanidad en los manicomios, ¡vaya que sí! Pero aunque te parezca difícil de creer, hay una gran humanidad que no quiere ser conducida a los manicomios.

Recordó ahora la historia porque Mr. Archer y los periódicos se felicitaban recíprocamente aquellos días por un hecho que parecía destinado al caso que ahora le ocupaba. Se trataba de la observación de un gran secreto en el desarrollo de los procedimientos. Un juez resolvería el caso, sin mayor publicidad, cursando una visita tan privada como la de un médico.

—Es que tratamos de ser muy civilizados en estos procedimientos —había dicho Archer entonces—. Es algo así como aquella ley que prohibió las ejecuciones públicas. Antes ahorcábamos a un hombre en presencia de toda una multitud, pero finalmente hemos conseguido hacerlo de manera privada, más decente.

—Eso da igual —había dicho Murrel—. Seguro que todos sin excepción nos disgustaríamos mucho si nuestros parientes y amigos empezaran a desaparecer silenciosamente, y cuando perdiésemos a nuestra madre, o nos fuese imposible dar la debida protección a una sobrina, nos enterásemos de que se las habían llevado para colgarlas, con gran delicadeza, eso sí...

Murrel sabía que la pretensión del médico no era otra que poner a Hendry ante el juez y quería escuchar su soliloquio médico en el coche. Sonrió Murrel al considerar que Hendry era un lunático inglés sin remedio, por haber hallado refugio en una vocación en vez de hacerlo en un agravio y en el ansia de venganza. Hendry había arruinado su vida a causa de sus colores medievales, y él hubiera sido capaz de acabar con su fortuna, con tal de hacerse con aquel carruaje. Y celebraba que Hendry creyera estar en el secreto de la rara enfermedad de la vista, de la que tanto hablaba. Aunque también el doctor Granbrel, si bien pueda parecer mentira, había sido capaz de elaborar una teoría, a la que llamaba de la repulsión espinal, consistente en descubrir trastornos mentales en quienes solían sentarse en el borde de una silla, como tenía por costumbre Hendry. Así, había reunido el doctor Granbrel una gran cantidad de casos de gente pobre que solía sentarse en los bordes de las sillas, simbólica manera, acaso y nada más, de exponer la inseguridad de la vida en la que se veían inmersos. Naturalmente, estaba dispuesto a explicar esa teoría ante todo un tribunal, si hada falta, pero no pudo exponerla en el coche.

Había algo macabro en la manera en que el viejo carruaje subía las empinadas calles de la pequeña ciudad gris. Desde su infancia sentía Murrel que la expresión un coche reptante tenía mucho de pesadilla, como si el coche se arrastrara detrás de la gente para tragársela.

El caballo que tiraba del coche era flaco, huesudo, anguloso. Los adornos incrustados en la madera del carruaje sugerían los de un sarcófago. El camino se hacía más y más empinado. La calle se alzaba sobre el penco como éste sobre el coche, en el reptante ascenso. Llegaron al fin ante una antigua puerta de la ciudad que tenía dos pilares a los lados, entre los cuales se avistaba el verde grisáceo del mar.

Ahora en...

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