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VII.- El trovador Blondel

—Bien, de acuerdo —dijo Murrel un poco desconcertado—. Como quieras.

Presa de la ansiedad, Olive Ashley había entrado en la biblioteca sin esperar siquiera el consejo ni la ayuda del bibliotecario, que seguía absorto en la contemplación a distancia, con sus ojos encendidos, aunque en realidad no viera nada.

Extrajo Olive un antiguo y pesado volumen que estaba en uno de los estantes más bajos y rápidamente lo abrió por la página que buscaba, la que contenía una iluminación. Las letras, muy grandes, parecieron cobrar vida; semejaban dragones dorados que gateasen. En un rincón de la página se enseñoreaba la imagen del monstruo policéfalo del Apocalipsis; hasta para los ojos de Murrel su iluminación en rojo parecía imperar no obstante el paso de los siglos con un brillo insólito, como una llamarada.

—¿Acaso pretendes que vaya por las calles de Londres a la caza de un monstruo tan extraño? —preguntó a Olive.

—No, me conformo con que trates de encontrar por ahí una pintura que tenga este brillo —respondió ella—. ¿No dices que en las calles de Londres se puede conseguir cualquier cosa? Bueno, pues quizás no debas ir muy lejos para encontrarlo, ¿no? Recuerdo a un tal Hendry, del Haymarket, que vendía pinturas al menos muy parecidas cuando yo era niña... Pero desde entonces no he vuelto a ver nada siquiera parecido a este rojo del siglo XIV en ninguna tienda de pinturas.

—Bueno, es verdad que me he pasado tanto tiempo pintando en rojo, que podría haber cubierto la ciudad entera... Pero la verdad es que mi rojo no tenía la exquisitez del siglo XIV, era un rojo vulgar, del siglo XX... Como la corbata de Braintree. Quizás por eso le dije que su corbata podría incendiar la ciudad...

—¡Braintree! —exclamó Olive con algo de desprecio—. ¿Te ha visto pintar de rojo?

—Sí, pero no creo que sea lo que tú llamarías un compañero escandalosamente festivo —dijo Murrel en tono fingidamente apologético—. Más bien parece como si estos revolucionarios rojos tuvieran miedo al vino rojo... Por cierto, ¿te importa que vaya a ver si me hago con un poco de vino? Supongamos que vuelvo con una docena de botellas de oporto, con unas cuantas de borgoña, con un poco de clarete, con algo más de chianti y con unas buenas frascas de vino español... ¿No te valdrían para obtener el brillante color rojo que pretendes? Quizás mezclando esos vinos como mezclas tus pinturas...

—¿Y qué hacía Mr. Braintree? —preguntó Olive con bastante dureza, sin prestar mayor atención a la humorada de su amigo.

—Bueno, supongo que estaba educándose un poco —respondió Murrel—. Seguía ese curso en el que ya había pensado tu propio entusiasmo por su educación. Dijiste que se le debía instruir en los principios del gran mundo, para que así pudiera oír cosas que nunca había oído y reflexionar en consecuencia sobre ellas. Estoy seguro de que lo que escuchó en un par de sitios llamados El Cerdo y El Silbido no lo había escuchado jamás.

—Sabes perfectamente que no quería que fuese a esos lugares inmundos —dijo Olive con visible enfado—. Quería que oyese a los intelectuales hablar de cosas trascendentes...

—Pequeña —dijo Murrel con gran calma—, ¿aún no te has percatado de que eso que dices es una tontería? En esa clase de debates a la que te refieres, Braintree puede derrotar a cualquiera, incluso a esos que según tú poseen las cabezas más dignas y notables. Braintree tiene una idea diez veces más clara de por qué piensa como piensa, que todos esos a los que tú llamas gente culta. Ha leído lo que ellos, o más, pero lo recuerda todo, cosa de la que ellos son incapaces... Y por eso tiene un concepto, su concepto, acerca de lo que es falso y de lo que es cierto, por lo que no duda en aplicar con absoluta convicción su concepto de lo que sea en cuanto lo considere necesario. No quiero decir que tenga siempre razón; su concepto puede ser una falacia, pero como sabe exponerlo con claridad absoluta, cosa de la que no todo el mundo es capaz, obtiene éxitos inmediatos en cualquier debate. ¿Nunca te has planteado siquiera la posibilidad de que nosotros seamos tan indolentes como vagos puedan serlo nuestros argumentos?

—Sí —aceptó Olive, ahora con algo de humildad, con menor dureza—. Ese hombre está a bien con su espíritu.

—Claro, aunque no sepa mucho de algunos espíritus, quizás —siguió diciendo Murrel—. Pero te aseguro que conoce los nuestros mejor que nosotros mismos... ¿De veras creíste que iba a caer rendido de admiración ante el supuesto talento del viejo Wister? No, querida Olive, no... Side veras quieres verlo caer rendido de admiración ante alguien, ven conmigo esta noche a dar una vuelta por sitios como El Cerdo y El Silbido.

—No quiero ver rendido a nadie —replicó Olive—. Pero me parece que ha sido un gran error por tu parte llevarlo a esos sitios de perdición...

—¿Y qué hay de mí? ¿No cuento? ¿No importo siquiera un poco? —preguntó Murrel con tono quejumbroso—. ¿Y mi moral, mis principios? ¿Eso no tiene importancia? ¿Crees que no debo cultivar mis principios?

¿Por qué tu indiferencia, sí no tu repulsión, ante las actividades espirituales que puedo desarrollar en sitios como El Cerdo y El Silbido.

—¡Oh! —exclamó ella con una muy estudiada pose de indiferencia—. Todo el mundo sabe que jamás te has preocupado por la moral y los principios...

—Pues te digo que yo levanto contra las corbatas rojas el más democrático blasón, cual lo es la nariz roja de los bebedores, y apelo a La Marsellesa y al music-hall cuantas veces sea menester hacerlo —exclamó Murrel en tono de jubilosa burla—. ¿Acaso no crees que si saliera por Londres a la busca de narices rojas, en claro rechazo de las narices de color rosa, o de tono púrpura, o de carmín, no iba a encontrar una nariz con esa delicada tintura propia del siglo XIV, que tanto...?

—Si encuentras la pintura que busco me da igual cómo sea la nariz que pintes... Aunque preferiría que pintases a brochazos la nariz a Mr. Archer...

Quizás sea preciso que el paciente lector sepa algo acerca del nudo central de la pantomima titulada El trovador Blondel, porque sólo merced a ese conocimiento podrá tener noticia clara de los alcances últimos de esta otra historia titulada El regreso de D. Quijote.

En la pantomima aludida, Blondel abandona a la dama de su corazón sumida en un estado de celos y perplejidad, pues supone ella que el trovador se dispone a recorrer el continente entero dedicando serenatas a damas de todas las naciones y de todos los tipos de belleza, cuando en realidad al único a quien pretendía dar una serenata era a un caballero alto y fuerte, muy musculoso, por razones estrictamente políticas. Tan grande, fuerte y musculoso señor no era otro que Ricardo Corazón de León, a quien representaría en la escena un típico señor moderno. O exteriormente moderno, al menos... Un tal Mayor Trelawny, primo lejano de Miss Olive Ashley; uno de esos hombres que a vecesse encuentran en los salones frecuentados por la gente de probada y comprobada elegancia, y que entre otras muchas cosas saben actuar, o al menos hacer un poco de actores, aunque apenas sepan leer; un tipo bonachón, en cualquier caso, aunque algo tonto, pero bueno para las cosas del teatro... Mas también era un tipo relativamente informal, por lo que descuidaba con alguna frecuencia los ensayos, o se olvidaba por completo de ellos... No obstante, los motivos políticos que movían a Blondel a buscar por donde fuese al señor musculoso, eran, por supuesto, de lo más elevados. O cabría decir que eran, tales motivos y a lo largo de la obrita toda, de un desinterés que despertaba irritación, de una pureza de intenciones que casi podía considerarse perversa.

Murrel, por su parte, no podía ocultar la gracia que le hacía escuchar las expresiones de esos sentimientos, desinteresados casi de manera suicida, de labios de Mr. Julián Archer. En resumidas cuentas, Blondel era todo lealtad para con su rey y todo amor para con su patria, por lo que no tenía más deseo que el de regresar a ella cuanto antes. Deseaba con fervor que el rey restituyera el orden perdido y acabase con la villanía del rey Juan[31], aquel malvado de tantas historias de las Cruzadas. La escena culminante no era del todo mala, sin embargo, para tratarse de una obrita de aficionados... Cuando el trovador Blondel descubre al fin en qué castillo se encuentra su señor, habiendo reunido allí (cosa bastante improbable, por cierto) una corte en la que no faltaban las damas más excelsas y los caballeros más valientes, en un castillo de los bosques austriacos, digámoslo de paso, sale el rey Ricardo mientras suenan las trompetas, se sitúa en el centro del escenario, y allí, ante su peripatética corte, abdica de su trono con gestos de lo más reales... Declara, pues, que ya no ansia el trono, sino convertirse en un caballero andante y errabundo. Aunque ya había errado bastante en todos los sentidos... cosa, por otra parte, que supone una peripecia inequívocamente humana.

Había errado Ricardo, es verdad, por aquellos bosques de la Europa central, tropezándose en su caminar con variadas desventuras, más que aventuras, todo lo cual, sin embargo, no le hizo cambiar sus impresiones acerca de que errar es algo que constituye la esencia humana. Su última desventura, por todo ello, no fue sino la de caer en el cautiverio austriaco. Y en su cautiverio daba en proclamar la maldad de los demás príncipes y reyes y la vergüenza que suponía la actividad política de su tiempo en general.

Hay que decir que Miss Olive Ashley tenía gran talento para imitar el más pomposo asonante isabelino. Y así, en asonantes isabelinos, expresaba Ricardo que prefería la sociedad de los reptiles a la del rey Felipe Augusto de Francia[32], y comparaba favorablemente al jabalí de los bosques en detrimento de los hombres de Estado, y pronunciaba después un discurso franco y cordial dirigido a los lobos y a los vientos del invierno, rogándoles que actuaran en su favor para oponerse a sus propios parientes y a quienes habían sido hasta entonces sus consejeros políticos. La perorata concluía en una copla rítmica a la manera de Shakespeare, merced a la que renunciaba a su corona, desenvainaba la espada y se diría a la derecha del escenario, causando así no sólo un disgusto muy justificado en Blondel, que había sacrificado sus anhelos privados en aras del servicio a lo público, y al cabo no tenía otro deber, ante el público, que no fuera el de girar sobre sus talones y hacer mutis por el foro. La oportuna (y más que improbable) llegada de Berengaria de Navarra a las profundidades del bosque es lo que hace que Blondel vuelva a ser fiel sólo a sí mismo. Y el lector debe estar muy versado en las leyes del drama romántico para no precisar que se le diga que la aparición de la reina y su reconciliación con el rey son las señales más evidentes de otra reconciliación, un tanto apresurada, en cualquier caso, pero no menos venturosa, entre Blondel y la dama de su corazón. El ambiente que impera en ese bosque austriaco, sostenido por una suave música y la luz propia de un atardecer plácido, corresponde a la formación de grupos de figurantes bajo las candilejas y a la prisa por tomar el sombrero y el paraguas entre el público.

Así, a grandes rasgos, era la obra titulada El trovador Blondel, todo un ejemplo de romance sentimental y anticuado, un género muy popular, y a veces no del todo lamentable, antes de la guerra. Mientras los otros seguían ocupados de una u otra forma, bien en los ensayos, bien en la creación de los decorados, dos figuras importantes de la representación que pretendía subir al escenario aquel drama tan humano parecían al margen de tanto entusiasmo, lo que tendría consecuencias claras en un futuro inmediato.

Olive Ashley siguió dando vueltas sin descanso con las manos ocupadas en algún libro religioso que contenía iluminaciones miniadas, tomado de la biblioteca. Mr. Michael Herne, por su parte, devoraba igualmente sin tregua un volumen tras otro sobre historia, filosofía, teología, ética y economía, referido todo ello a los cuatro siglos medievales, esperando así poder hacer el recitado idóneo de los quince renglones en total que Miss Ashley había escrito para quien hiciera el personaje del segundo trovador.

Sin embargo, debe reseñarse que Archer era, aunque a su modo, un hombre tan bien dispuesto como Mr. Herne. Es más, como ambos representarían los papeles de trovador, más importante el uno que el otro, desde luego, muchas veces estudiaban juntos sus respectivos personajes.

—Yo creo —dijo Archer tirando sobre la mesa el papel que acababa de repasar— que Blondel ama el engaño y la simulación... Por eso quiero hacer mi papel con más pasión de la que demuestra él.

—Sí, hay algo abstracto y a la vez artificial en toda su pose provenzal —dijo el segundo trovador, Mr. Herne—. Ese tiempo de las cortes de amor tuvo que ser insoportablemente estúpido e impostado... A veces ni se conocían los amantes, como Rudel y la princesa de Trípoli. Y otras veces las cosas no tenían más que el poco interés que pueda derivarse de la venia cortés que hacía un hombre culto a la dama de su corazón. Quiero creer, sin embargo, que a veces se daba una pasión verdadera.

—Pues de eso hay muy poco en Miss Ashley y su trovador, se lo aseguro —dijo Archer—. Todo se queda en nociones y tonterías pretenciosamente espirituales... A mí me parece que Blondel no sabe en realidad qué es el amor.

—¿No le parece que quizás esté muy influido por las doctrinas albigenses[33]? —preguntó el bibliotecario con seriedad ansiosa—. Aunque hay que admitir que las herejías se produjeron sobre todo en el sur, y que muchos de los trovadores semejaban participar de ése o de parecidos movimientos filosóficos.

—Bueno, sus movimientos son bastante filosóficos, es verdad —admitió Archer—. Yo prefiero que mis movimientos sean menos filosóficos cuando quiero demostrar mi amor a una mujer, aunque sea en el escenario. A cualquier mujer le gusta que le digan cosas bonitas, que la lisonjeen.

—A lo que tiende esa herejía filosófica es a evitar cuidadosamente el compromiso matrimonial —aseguró Herne—. He repasado bien un sinfín de crónicas sobre hombres que abrazaron la ortodoxia después de la Cruzada de Montfort[34] y Domingo[35], y en todas esas crónicas se lee repetidamente ivit in matrimonium... La verdad es que sería muy interesante hacer el papel que representara a un semioriental a la vez pesimista e idealista. A un hombre que siente que la propia carne es una deshonra para su espíritu, aún en sus expresiones más dulces y legales... Pero nada de eso se percibe en lo que Miss Ashley me ha pedido que recite; espero, señor, que su papel aclare algo de todo esto.

—Yo creo que eso es un poco difícil —respondió Archer—. Mi papel no ofrece ninguna posibilidad de lucimiento a un actor romántico como yo.

—Lo desconozco todo acerca del teatro —dijo el bibliotecario con más tristeza que vanagloria—; menos mal que sólo me han dado ustedes unos pocos renglones...

Se quedó en silencio y Julián Archer le miró con algo así como una impiedad vaga, murmurando que todo aquello acabaría forzosamente en un gran fracaso.

Mr. Archer, con todo su muy práctico savoir faire, no era un hombre capaz de sentir cómo se producían sutiles cambios en el clima social, ni siquiera en el clima social en que habitualmente se desenvolvía. Seguía considerando a Mr. Herne una especie de lacayo a su servicio, y hasta un mozo de cuadra al que hubieran metido en todo aquello porque no había otro más a mano. En realidad, cada vez que el bibliotecario abría la boca para decir cualquier cosa, Archer imaginaba que le iba a decir: «Señor, el coche está preparado». Siempre interesado en sus energías, y en cómo aplicarlas a las cosas más prácticas y útiles para él, era incapaz de atender al trabajo que hiciese cualquiera, en este caso Michael Herne. Ahora, por ejemplo, mientras Archer seguía mascullando cualquier cosa, el bibliotecario volvía a sumirse en un volumen.

—Tengo que pensar por fuerza —dijo al cabo de un rato Herne— que es una lástima dejar irse la oportunidad de que un actor romántico represente bien esa clase de romance bonito pero vacuo... Hay un tipo de danza que expresa el mayor desprecio posible hacia el cuerpo. En ella se ve al cuerpo corriendo en un laberinto de dibujos y arabescos asiáticos... Así era la danza de los albigenses, una danza dedicada a la muerte. Su espíritu, en efecto, despreciaba el cuerpo de dos maneras: mutilándose como lo hacen los faquires y regalándose como si fuera el de un sultán. Nunca haciéndole los honores debidos. Creo que le resultaría a usted muy interesante interpretar a un personaje amargado a la vez por el hedonismo y el pesimismo.

—Yo tengo el pesimismo más bien sedimentado —replicó Archer—; por ejemplo, sé perfectamente cuándo no quiere venir Trelawny a los ensayos y cuándo Miss Olive Ashley no hace otra cosa que dedicarse a pintar estupideces.

Tuvo que bajar el tono de voz al decir estas últimas palabras porque advirtió de golpe que la dama aludida estaba sentada tranquilamente en el otro extremo de la sala, de espaldas a él e inclinada sobre unos libros. Parecía no haberle oído, pues no se volvió; Julián Archer siguió diciendo en una especie de alegre gruñido:

—Supongo que no tiene usted gran experiencia acerca de lo que en verdad cautiva a los espectadores—Claro, por eso es lógico que tema que al final de la representación nos dediquen un buen pateo.

—¿Un pateo? —preguntó Mr. Herne con algo de indiferencia.

—Tranquilo, nadie nos pateará ni abucheará; nadie nos tirará huevos podridos... Al fin y al cabo ya se ha decidido que hagamos la representación en el salón de recepciones de lord Seawood —dijo Archer—. Así y todo, no se crea; siempre nota uno, a poco de experiencia que tenga, si el auditorio se interesa o no por lo que sucede en el escenario... No obstante, salvo que ella —dijo señalando a Olive— ponga un poco más de interés en algún que otro diálogo, me temo que voy a tenerlo francamente difícil para cautivar esta vez a los espectadores.

Herne procuraba escuchar y comprender, cortésmente, lo que le decía el otro, pero lo hacía con algo así como la mitad de su cerebro. La otra estaba en el jardín, como solía sucederle en los últimos días, imaginando alguna escena un tanto vagamente... A lo lejos, al final de una avenida de césped rutilante, entre delicados arbustos y brillando bajo la luz del sol, vio a la princesa Rosamund, bellísima. Vestía su magnífico traje azul para la escena, llevaba el tocado igualmente azul sobre el peinado que semejaba una cornamenta, y cuando tras echarse a caminar en dirección a la biblioteca hizo un gesto que a la vez sugería despreocupación, libertad y abandono, un gesto de estirarse pues no en vano abrió los brazos en cruz cuanto le dieron de sí y estiró las manos y sacudió los dedos en punta, el bibliotecario creyó ver una auténtica ave del paraíso. Y es que las mangas en punta de su traje daban a la joven dama todo el aire de andar por ahí batiendo las alas.

En la mente del bibliotecario se formó entonces un pensamiento, si bien a medias: ¿cómo iba a patear alguien en el salón de lord Seawood ante la presencia de ese lindo pajarito?

Pero cuando la figura vestida de azul se aproximó aún más, hasta él comenzó a pensar que podría haber otra razón para explicar los gestos y movimientos de aquel pájaro del paraíso. Su cara denotaba que había hecho todo lo anterior por impaciencia y hasta por sentirse al borde del desfallecimiento. No obstante, Rosamund irradiaba tal resplandor, se veía tan saludable de rostro y tan confiada en sus maneras, que la firmeza y la fuerza de su voz eran una segunda cosa que le pareció incongruente. Tenía en el porte todo, en fin, ese algo de violencia que hace que algunas personas sean capaces de dar una mala noticia como si fuese buena.

—¡Sólo nos faltaba eso! —exclamó indignada, aunque con un gesto de enfado bastante impersonal, al entrar en la biblioteca mientras mostraba un telegrama—. Hugh Trelawny dice que no puede hacer el papel de rey.

A veces Julián Archer era muy ágil de mente. De una parte se mostró tan disgustado como ella, pero a la vez, y antes de que Rosamund pudiera decir algo más, ya había concebido la posibilidad de cambiar de papel, pues suponía que no le iba a resultar muy difícil aprenderse el de rey. Un poco más de esfuerzo, sólo eso; jamás había temido al trabajo, si éste valía la pena. No veía más dificultad que la de imaginarse a otro haciendo el papel de trovador.

El bibliotecario y Olive no parecían darse cuenta de la gravedad de la situación; Rosamund, por su parte, incluso parecía a veces sentirse abrumada por la deserción de Trelawny.

—A lo peor tenemos que olvidarnos de la representación—dijo.

—¡No, nada de eso! —exclamó Archer como si deseara darle consuelo—. Nada de eso, querida... Sería una verdadera lástima, con todo lo que hemos trabajado.

Dirigió entonces una mirada lánguida al extremo opuesto de la sala, donde se veía obstinadamente quieta la cabeza de Miss Ashley, absorta en las iluminaciones. Hacía mucho tiempo que ninguna otra cosa lograba absorberla tanto, salvo el motivo absolutamente desconocido que de vez en cuando la llevaba a salir de paseo por el campo, invirtiendo en ello tanto tiempo que algunos llegaban a pensar que había desaparecido para siempre.

—Llevo tres días levantándome a las seis de la mañana sólo para ensayar, por respeto a nuestra compañía teatral —dijo Archer.

—¿Y cómo podríamos continuar? —preguntó Rosamund, ahora aparentemente desesperada—. ¿Quién hará de rey? Bastante nos ha costado encontrar un segundo trovador... Menos mal que Mr. Herne ha tenido la bondad de ayudarnos.

—Lo peor de todo —dijo Archer— es que si yo hiciera de rey nadie podría interpretar a Blondel.

—Motivo más que suficiente como para olvidarnos de todo —dijo Rosamund muy enfadada.

Se hizo un silencio en el que no hubo más que miradas inquisitivas entre ellos. Un poco después volvían los ojos casi al unísono al extremo opuesto de la sala, donde se dejaba sentir la voz de Miss Olive, que abandonaba al fin su asiento. Quedaron un tanto asombrados al oír que hablaba, pues suponían que, de tan absorta en sus iluminaciones, ni siquiera oía.

—Sí —dijo—, creo que deberíamos olvidarnos de todo esto, salvo que Mr. Herne acepte representar el papel de rey... Es el único capacitado para ello, el único a quien podría interesarle realmente asumir ese personaje.

—No, por el amor de Dios... —imploró el bibliotecario.

—No sé en qué estáis pensando, ni lo que os habéis creído —dijo Miss Ashley con mucha amargura a sus amigos—, pero habéis convertido mi obra en una especie de opereta cómica. Admito que no puedo comparar mi sabiduría con la de Mr. Herne, pero sí puedo decir que he intentado contar algo importante en esa obra... Aunque no pueda expresarlo tan bien como ese viejo romance en el que se dice: «¿No queréis que vuelva el rey, que la goce de nuevo?»

—Eso es una sátira jacobina, querida; me parece que confundes algo las épocas —intervino Archer de inmediato.

—No sé cuál es el rey que debe volver —dijo Olive con gran firmeza—, si el rey Arturo, si el rey Ricardo, el rey Carlos o cualquier otro... Pero seguro que Mr. Herne sabe algo de lo que esos hombres entendían por ser rey... Y puestos a decir, me encantaría que Mr. Herne fuese el rey de Inglaterra.

Julián Archer echó hacia atrás la cabeza y estalló en una carcajada irreprimible. Pero había en su risa, es verdad, mucho de exageración; como si fuese una de esas burlas con las que a través de los siglos los hombres han recibido las profecías.

—Pues fíjate, querida, que aun suponiendo sólo que Mr. Herne hiciera el papel de rey, nos toparíamos con el problema que ya tuvimos para encontrar al segundo trovador—protestó Rosamund.

Olive Ashley les dio de nuevo la espalda y se dispuso a salir de allí para dirigirse a limpiar sus pinturas.

—Bueno, yo me encargaré de arreglar todo esto —dijo, sin embargo, cuando comenzaba a irse—; tengo un amigo al que no le importará aceptar ese papel, si os parece bien...

Tras mirarla los otros con asombro, dijo Rosamund:

—¿No deberíamos consultar al Mono? Conoce a tanta gente...

—Lo siento mucho —dijo Olive mientras se iba ya de una vez—, pero le he pedido que me vaya a hacer un recado... Se ofreció amablemente a buscarme unas pinturas...

Era verdad que mientras la tertulia se iba viendo obligada a aceptar la repentina coronación de Mr. Herne, para mayor desesperación de Mr. Archer, Douglas Murrel, el amigo de todos, acababa de emprender una suerte de expedición que habría de producir un extraño efecto en el devenir inmediato de todos los demás.

Olive Ashley le había pedido que averiguase si aún era posible conseguir cierto pigmento en la mejor tienda de materiales para artistas. Mr. Murrel, en cualquier caso, experimentaba ante aquella aventura esa exagerada alegría que experimentan los solteros ante situaciones semejantes, alegría aún mayor mientras se prepara la aventura en sí. Tal y como había emprendido aquel periplo nocturno con Braintree, con la sensación, si no el deseo, de que la noche fuese eterna, acometió el encargo de Miss Ashley en la creencia de que eso habría de llevarlo al fin del mundo, poco más o menos... Aquello, en efecto, le conduciría al fin del mundo, en cierto sentido; o acaso al comienzo de otro mundo. El caso fue que se metió en los bolsillos una buena suma de dinero, hizo buena provisión de tabaco, de unos cuantos frascos y de varias navajas, y pareció emprender un largo viaje en dirección al Polo Norte.

Gran parte de esos hombres inteligentes que saben hacerse a sí mismos esa clase de jugarretas infantiles simplemente se limitan a simular, pero Murrel llevaba muy lejos su jugarreta infantil, como si temiera toparse con ogros y dragones.

Apenas había dejado atrás el portalón de acceso a la propiedad de lord Seawood cuando vio un prodigio, aunque él hubiese dicho a quien fuese, al menos en ese momento, que se trataba de un monstruo. Alguien entraba en la propiedad justo cuando él se iba; una persona que le era al tiempo muy conocida y muy desconocida. Trató de cerciorarse, como si padeciera una pesadilla. Y no pudo sino caer rendido ante la certeza de que aquel ser no era otro que Mr. John Braintree, que se había afeitado la barba.

Notas

[31] Juan Sin Tierra, hermano de Ricardo Corazón de León, hijos ambos de Enrique II y Leonor de Aquitania. (N. del T.)

[32] Felipe II, o Felipe Augusto de Francia, en cuya compañía y la de Federico Barbarroja de Alemania acudió Ricardo Corazón de León a la tercera Cruzada. (N. del T.)

[33] La historiografía religiosa los presenta como una secta de herejes del Mediodía francés que en los siglos XII y XIII convulsionó a las huestes cristianas tanto en el orden religioso como en el político y social. Tuvieron origen en los paulicianos, sectarios nacidos de la Iglesia oriental en el siglo IV, que en el IX propagaron sus doctrinas por la Bulgaria, siendo adoptadas por los albigenses tres siglos más tarde. La doctrina de los paulicianos era semejante a la de los patarinos de Italia, los cataros de Germania y los búlgaros de Francia. (N. del T.)

[34] El conde de Montfort (1165-1218), jefe de dos cruzadas contra los albigenses en Palestina, en especial durante la cuarta Cruzada. (N. del T.)

[35] Santo Domingo de Guzmán, del que se dice que predicó la fe entre los albigenses logrando que más de cien mil volvieran al redil de la ortodoxia cristiana. (N. del T.)

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