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II.- Un hombre peligroso

Mr. John Braintree era joven, alto, enteco y educado; lucía negra barba y ceño también negro, lo cual parecía una exhibición de sus principios, como la corbata roja que siempre llevaba. Cuando sonreía, lo que hacía ahora contemplando el trabajo de Murrel, parecía incluso simpático.

Cuando fue presentado ante la joven dama se inclinó ceremonioso y galante, con una corrección algo envarada. Abusaba en cierto modo de esa elegancia antigua propia de aristócratas, que ahora, sin embargo, es más común entre el gremio de los artesanos, siempre y cuando sean artesanos bien educados, claro. Mr. Braintree, sin embargo, se había iniciado en la vida profesional como ingeniero.

—Estoy aquí porque tú me lo has pedido, Douglas —dijo—, pero te advierto que esto no me parece nada bien.

—¿Cómo? ¿Acaso estás diciendo que no te gusta mi combinación de colores? —pareció extrañarse Murrel—. Pues te hago saber que esta combinación de colores despierta gran admiración.

—Bien —dijo Braintree—, admito que no me gusta especialmente tu trabajo, esa combinación púrpura romántica para resaltar tanta tiranía y superstición feudales, pero no se refieren a tal cosa mis objeciones... Escucha, Douglas... He venido bajo la condición inexcusable de decir lo que me plazca. Claro que no es menos cierto que no me gusta hablar contra un hombre en su propia casa. Así que, para plantear como es debido el asunto conflictivo que más me interesa, debo señalar antes que nada que la Unión Minera se ha declarado en huelga, y que yo soy, precisamente, el secretario de dicha Unión Minera.

—¿Y a qué se debe la huelga? —preguntó Archer.

—Queremos más dinero —respondió Braintree con enorme frialdad—. Cuando con un par de peniques no se puede comprar más que un penique de pan, es lógico que aspiremos a ganar al menos esos dos peniques. He ahí la más clara expresión de la complejidad del sistema industrial. Sin embargo, lo que más interesa a la Unión es que se la reconozca.

—¿De qué reconocimiento se trata?

—Bien, la Trade Union no existe. Eso supone una tiranía evidente que amenaza destruir todo el comercio británico. No existe la Trade Union, así de claro y lamentable es el estado de cosas. Lo único en lo que lord Seawood y sus más indignados críticos contra nosotros parecen hallarse de acuerdo es en que no existe la Trade Union. Así pues, y a fin de sugerir que la existencia de la Trade Union debiera darse, pues se trataría de un hecho harto positivo para todos, nos reservamos el derecho a la huelga.

—Y supongo que lo hacen también para dejar sin carbón al muy protervo ciudadano, naturalmente —dijo Archer con mucha acritud—. Si hacen eso, nada me extrañaría que la opinión pública se les echara encima... Verían ustedes entonces cuan fuerte es... Si ustedes no quieren sacar carbón, y el Gobierno no les obliga a que lo hagan, ya encontraremos quién lo extraiga, ya verán... Yo mismo pediré cien muchachos de Cambridge, de Oxford o de la City, a los que seguramente no importará trabajar en una mina. ¡Todo sea por acabar con esa auténtica conspiración social que pretenden ustedes!

—Pues en tanto llega ese momento que anuncia —replicó Braintree con bastante altivez— le sugiero que busque cien mineros para que ayuden a que Miss Ashley termine su iluminación. La minería es un oficio que requiere de gran destreza, caballero... Un minero no es un carbonero... Usted podría ser un magnífico carbonero.

—Quiero suponer que no me insulta usted —dijo Archer.

—¡No, claro que no! —respondió Braintree—. Es sólo un cumplido, por supuesto.

Murrel intervino para poner paz.

—Me parece, caballeros, que no hacen ustedes más que dar vueltas alrededor de mi idea central. Primero, un carbonero; luego, un fumista... Y así hasta obtener los más profundos tonos del negro.

—¿Pero no es usted un sindicalista? —preguntó Olive con gran severidad, y tras una pausa añadió—: ¿Qué es en realidad un sindicalista?

—La mejor manera de responder a su pregunta—comenzó a decir Braintree con mucha consideración hacía la joven dama— sería decir que, para nosotros, las minas deben pasar a ser propiedad de los mineros.

—Claro, lo mío es mío —intervino Murrel—. ¡Un precioso lema del feudalismo medieval!

—A mí me parece un lema excesivamente moderno, sin embargo —dijo Olive con sarcasmo—. ¿Pero cómo se las podrían ingeniar ustedes si las minas perteneciesen a los mineros?

—Parece una idea ridícula, ¿no es cierto? —dijo el sindicalista—. Es como si uno dijera que la caja de pinturas debe pertenecer al pintor...

Olive se puso de pie, se dirigió a las ventanas que permanecían abiertas y se asomó al jardín, frunciendo el ceño. Lo de fruncir el ceño era más propio del sindicalista, pero en este caso respondía a ciertos pensamientos que se le pasaban por la cabeza a la dama. Tras unos minutos de silencio salió al pasillo y desapareció lentamente. Había en su actitud cierto grado de rebelión contenida, pero Braintree estaba demasiado enardecido intelectualmente como para darse cuenta de ello.

—A mí no me parece —dijo— que alguien haya advertido hasta ahora que sea una utopía propia de salvajes que la flauta pertenezca al flautista.

—¡Olvídese usted de las flautas, caramba! —gritó Archer—. Cree usted que una manada de gente de baja estofa...

Murrel terció entonces con otra de sus frivolidades, intentando así desviar la conversación.

—Bueno, muy bien; estos problemas sociales —dijo—no se arreglarán hasta que no logremos caer de nuevo en aquel tiempo en que toda la nobleza y todos los hombres de mayor cultura de Francia se reunieron para ver a Luís XVI ponerse el gorro frigio... ¡Créanme que será verdaderamente mayestático que nuestros artistas e intelectuales se reúnan para verme poniendo betún reverencialmente en la cara de lord Seawood!

Braintree seguía mirando a Julián Archer con gesto torvo.

—Hasta el momento —dijo—, nuestros artistas e intelectuales no han hecho más que ponerle betún en las botas.

Archer pegó un brinco, como si acabaran de mentar su nombre acompañándolo de una ofensa.

—Cuando a un caballero se le acusa de dar betún a las botas de otro —dijo—, se corre el peligro de que ponga el betún en los ojos de quien dice eso...

Braintree sacó una mano huesuda de su bolsillo, cerró el puño y dijo mirándoselo:

—Ya me he referido a que nos reservamos el derecho a la huelga.

—No deberíais hacer el tonto de esa manera —le dijo Murrel alzando su brocha teñida de rojo—. No montes líos, Jack, ni hagas el oso... Te equivocas, créeme; corres el riesgo de darte un batacazo... por pisar los rojos cortinones del rey Ricardo.

Archer tomó asiento lentamente; el sindicalista, tras un instante de duda, se asomó al jardín.

—No te preocupes —casi gruñó al poco, dirigiéndose a Murrel—. No voy a destrozarte a pisotones tu lienzo... Me doy por satisfecho con haber abierto una brecha en los de tu estirpe. ¿Qué quieres de mí? Ya sé que eres todo un caballero. ¿Pero qué sacamos nosotros de eso? Bien sabes que los hombres como yo, cuando reciben una invitación a una casa como esta en la que estamos, acuden sólo para hablar a favor de los de su clase... Tú tratas bien a mi gente, eso es verdad. Pero también los tratan así unas cuantas mujeres guapas. Y muchas otras personas. Y llega un momento en que esos hombres se convierten en... bueno, en hombres que tienen que entregar una dura carta de sus amigos, pero temen hacerlo porque el destinatario les ha tratado bien.

—Fíjate —dijo Murrel— en que no sólo has abierto una brecha, sino en que me has metido a mí por ella. Lo cierto es que no cuento con otro... La función no se representará hasta dentro de un mes, pero para entonces aún dispondremos de menos gente entre la que elegir, y además necesitamos ese tiempo para los ensayos... ¿Por qué te niegas a hacernos el favor que te pedimos? No comprendo que tus opiniones puedan impedírtelo... Y en lo que a mí respecta, no tengo opiniones, las gasté todas cuando era más joven, cuando estuve en la Unión. Pero, por encima de todo, me duele muchísimo disgustar a las damas... Aunque en esto que nos ocupa todos seamos hombres.

—¡Cierto, no hay más que hombres! —dijo Braintree mirándole fijamente.

—Bueno, ahí tenemos también al viejo lord Seawood —dijo Murrel—, que a su manera no es del todo malo como actor... No puedes esperar que mis opiniones sobre él sean tan duras como las tuyas... Aunque confieso que me resulta muy difícil imaginármelo haciendo de trovador...

—Hay un hombre en el cuarto de al lado —dijo Braintree mirándolo fijamente, con algo de dureza—, y hay otro en el jardín, y otro más en la puerta, y hay un hombre en los establos, y hay un hombre en la cocina, y otro en la bodega... ¿Por qué mientes, si ves tantos hombres como hay en esta casa? ¿Es que aún no te has dado cuenta de que son hombres? Y luego me preguntáis el porqué de la huelga... ¡Hacemos huelga porque sois capaces de olvidaros de nuestra propia existencia, salvo si vamos a la huelga! Manda a tus criados que te sirvan. Yo no tengo por qué hacerlo.

Y salió aprisa al jardín.

—Bueno —dijo Archer respirando profundamente—. He de confesar que no soporto a tu amigo.

Murrel se apartó de su lienzo, inclinó la cabeza a un lado, como los entendidos, para mejor contemplar los brochazos, y dijo:

—Pues me parece que su idea de utilizar a los criados es muy buena. ¿No te imaginas al viejo Perkins de trovador? Tú conoces bien a mi ayuda de cámara, ¿no? La verdad es que cualquiera de los lacayos de mi casa haría de trovador maravillosamente...

—¡No digas imbecilidades! —gritó Archer, muy molesto—. El papel de trovador es corto, pero quien lo interprete tiene que hacer cosas... ¡Besar la mano de la princesa, por ejemplo!

—Mi ayuda de cámara lo haría como un Céfiro... —dijo Murrel—. Pero quizás, me parece, debamos apuntar aún más bajo en esa jerarquía de los lacayos... Si no quiere hacerlo, o no le consideramos apto, se lo diré al portero; y si éste no quiere, a mi botones; y si el muchacho tampoco quiere, al mozo de cuadra, que es el que menos se niega a lo que sea; y si el mozo de cuadra tampoco se presta, bien, pues habrá que buscar entre los más viles pinches de la cocina... Y si aun éstos me fallan, pues acudiré a un tipo aún de más baja estofa, al bibliotecario de esta casa en la que nos encontramos... ¡Vaya! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? El bibliotecario es el más idóneo, ¡claro que sí!

Con gran entusiasmo tiró su brocha al aire, que fue a caer al extremo opuesto de la habitación, echando a correr acto seguido en dirección al jardín, seguido por Mr. Archer, que parecía anonadado.

Era temprano, porque los amateurs se habían levantado mucho antes del desayuno, a fin de pintar y de ensayar con tiempo suficiente. Braintree, por su parte, madrugaba siempre; aquel día, encima, lo había hecho aún más que nunca para entregarse a la redacción de un riguroso, por no decir rabioso, artículo destinado a las páginas de un diario vespertino socialista. La blanca luz del día tenía aún esa palidez rosada que sin duda ha inspirado a más de uno de esos poetas fantásticos que comparan los rayos del amanecer con los dedos.

La casa se alzaba en un cerro que caía por dos lados hacia el Severn[17]. El jardín, trazado en forma de terraza, con los árboles plenos de flores primaverales, parecía velar, sin confundirse con ella, sin embargo, la espléndida curvatura del paisaje. Las nubes hacían tirabuzones y ascendían como el humo de un cañón, como si el sol asaltara silenciosamente las partes más elevadas del terreno. El leve viento y el sol bruñían la hierba recientemente segada. En un ángulo elevado, como accidentalmente, yacía un fragmento de pedestal gris, de las ruinas de la abadía que allí hubo antaño. Un poco más allá se veía la esquina de la parte más abandonada de la casa, hacia la que se dirigía Murrel a buen paso. Lo seguía Archer con su belleza teatral y sobreactuada a cuestas.

Tan pintoresca ilusión se completó con una figura muy bien vestida, que apareció bajo el resplandor del sol unos minutos después. Era una dama joven con el cabello rojo, que se tocaba con una corona regia. Muy erguida, incluso altanera, saludable. Parecía saciarse con la brisa de la mañana como el caballo de la guerra en las Escrituras, para gozarse en sí misma en sus ropas batidas por esa brisa. Julián Archer componía un cuadro perfecto con su traje de tres colores. A su lado, los tonos modernos del traje y la corbata de Murrel parecían tan vulgares como las ropas de los mozos de cuadra, con los que tenía por costumbre perder el tiempo.

Miss Rosamund Severne, hija única de lord Seawood, era uno de esos seres que se lanzan a lo que sea pero haciendo mucho ruido. Su extraordinaria belleza era tanta, y tan exuberante, como su magnífico carácter y su buen humor. La verdad es que gozaba de todo corazón su papel de princesa medieval, aunque sólo fuera para una función de teatro amateur. Y no albergaba ninguno de los sueños reaccionarios de su amiga Miss Ashley. Era, por el contrario, una mujer práctica y moderna. Había intentado ser doctora en Medicina, pero el conservadurismo de su padre acabó por frustrar sus planes y hubo de resignarse a no ser más que una dama liberal, algo violenta, a veces, en sus manifestaciones de dicho liberalismo. Sobresalía en actividades políticas y en la organización de distintas plataformas, aunque ni siquiera sus amigos más cercanos podían decir si hablaba para que las mujeres tuvieran derecho al voto o para que les fuera otorgado directamente el voto.

En cuanto vio a Archer a cierta distancia, le gritó tan resuelta como siempre:

—¡Te estaba buscando! ¿No te parece que deberíamos ensayar una vez más esa maldita escena?

—Yo también te buscaba —se entrometió Murrel—. Hagamos mayores desarrollos dramáticos en nuestro ya de por sí dramático mundo, amiga mía... Oye, ¿conoces aunque sólo sea de vista a tu bibliotecario?

—¿Y qué pinta en todo esto mi bibliotecario? —preguntó Miss Rosamund a su vez—. Pero, sí, claro que lo conozco, y no sólo de vista... Aunque no creo que haya nadie que lo conozca bien...

—Será una polilla más de los libros —observó Archer.

—En realidad todos somos polillas, querido amigo —dijo Murrel—. En mi opinión, una polilla de libros demuestra, al fin y al cabo, un gusto refinado y una evidente superioridad de su dieta sobre la que es común en las polillas vulgares... Yo quiero cazar a esa polilla bibliotecaria como si fuese el mismísimo pájaro del alba. Escucha, Rosamund... Haz tú de pájaro del alba y cázame esa polilla, te lo pido por favor.

—Esta mañana, de tan madrugadora, me siento como una alondra —dijo la joven y bella dama.

—Bien, pues sé una alondra dispuesta a cazar —dijo Murrel—. Hablo en serio, querida... ¿Conoces de verdad tu biblioteca y podrás traerme al bibliotecario? Vivo, claro está...

—Seguro que ya está en la biblioteca —dijo Rosamund, algo extrañada pero tan resuelta como siempre—. No sé bien qué pretendes, pero si quieres hablar con él puedes ir tú mismo a verle.

—Siempre das en el blanco, querida—dijo Murrel—. Eres un buen pájaro.

—Un pájaro del paraíso —terció Archer, adulón.

—Y tú un pájaro chistoso —le respondió ella con una carcajada—. Y el Mono, un ganso...

—Yo soy a la vez un Mono, una polilla y un ganso —asintió Murrel—. Mi proceso evolutivo no concluye jamás... Pero antes de que me convierta en quién sabe qué otro ser, permíteme que te explique algo, querida... Archer, con su infernal orgullo aristocrático, no consiente que un pinche de mi cocina haga de trovador, de modo que he decidido caer aún más bajo y poner mi vista en tu bibliotecario... Se trata de que alguien haga de segundo trovador, nada más.

—El bibliotecario se llama Herne —dijo la joven dama, sin salir de su asombro—. Pero no pretendas... Quiero decir que ese hombre es todo un caballero. Es más, diría que es un auténtico sabio.

Murrel ya se había largado, doblando por la esquina de la casa para dirigirse a las puertas acristaladas que llevaban a la biblioteca. No obstante, se detuvo de golpe y quedó contemplando algo en la distancia. En la parte más elevada del jardín, en la vertiente opuesta a esa en la que se encontraba, distinguió dos figuras que se destacaban bajo el límpido cielo de la mañana. Nunca hubiera supuesto que podría ver algo así. Una de las figuras era la del execrable demagogo llamado John Braintree. La otra, la de Miss Olive Ashley... Es cierto que cuando prestó mayor atención a las figuras, la de Olive se revolvía con un ademán que parecía furioso, de rechazo. Pero a Murrel le pareció aún más extraño el hecho de que se encontraran allí que el hecho de que se distanciasen. No pudo evitar que una expresión melancólica cruzara su cara de mono. Rápidamente se dirigió a la biblioteca.

Notas

[17] El río Severn nace en el Condado gales de Montgomery y desemboca en el canal de Bristol tras recorrer 338 kilómetros. (N. del T.)

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