conoZe.com » bibel » Otros » G. K. Chesterton » El hombre común y otros ensayos sobre la modernidad.

Si don Juan de Austria se hubiera casado con la reina María de Escocia

¿Por qué la historia de amor más famosa, después de la arquetípica de Adán y Eva, es la de Antonio y Cleopatra? Respondería, para empezar, que se debe a la sólida verdad de la historia de Adán y Eva.

A menudo, me he preguntado si después de que los modernos se hayan cansado de jugar con esa historia, burlándose de ella, poniéndola al revés y añadiéndole una moraleja moderna, como una cola nueva o ampliándola para convertirla en una fantasía evolucionista sin pies ni cabeza, se le ocurrirá a alguien contemplar cuán sensata es, siendo tal cual es. Aun siendo una vieja fábula, la vieja fábula es mucho más verdadera con la vieja moraleja. Los cristianos —por lo menos, los de mi credo— no están obligados a tratar el Génesis con el pesado verbalismo del puritano, el hebraísta que no sabe hebreo.

Pero lo extraño es que, cuanto más literalmente la consideramos, más verdadera es, y aunque la materialicemos y la modernicemos para convertirla en la historia del señor y la señora Jones, la antigua moraleja seguirá siendo la misma. A un hombre desnudo y sin nada propio, un amigo le permite el libre uso de todas las frutas y todas las flores de una muy hermosa propiedad; y sólo le pide que le prometa no tocar un árbol frutal en particular. Si nos quedásemos hablando aquí hasta ser más viejos que Matusalén, la moraleja seguiría siendo la misma para el hombre de honor. Si no cumple su palabra, es un grosero; si dice «No cumplo con mi palabra porque creo que hay que romper todas las limitaciones y hay que dilatarse hasta un progreso y una evolución infinitos», es diez veces más grosero; y lo que es peor, se ha convertido en un tonto, además de grosero.

Pero esta sugerencia moderna de que el hombre tenía razón al aburrirse en el Paraíso y exigir la evolución (un simple cambio), hace a la pregunta ya formulada a cerca de Antonio y Cleopatra. También hace a la pregunta que voy a formular acerca de otras dos famosas figuras de la historia: una mujer y un hombre.

Pues si seguimos esta moderna teoría, la Caída fue realmente la Caída; porque fue la primera acción que tuvo únicamente el tedio por motivación. El progreso comenzó con el aburrimiento; y, el cielo es testigo, a veces parece que terminará en eso mismo. Y no es de extrañar, pues de todas las mentiras, la más falsa me parece esta idea de que los hombres pueden ser felices en movimiento, cuando nada más que la estulticia los empuja. Los niños y otras personas igualmente felices pueden desplazarse de algo que verdaderamente les gusta a algo que les guste más. Pero, si alguna vez hubo un murmullo que con seguridad viene del Diablo, es la sugerencia de que los hombres pueden despreciar las cosas hermosas que tienen y sólo encontrar placer en obtener nuevas cosas porque no las tienen. De acuerdo con esto, es evidente que Adán se cansará del árbol de la misma manera que se cansó del jardín. «Basta con que haya algo más allá». Es decir, siempre hay algo de qué aburrirse. Todo progreso basado en ese estado de ánimo es verdaderamente una Caída; el hombre cayó, cae y hoy podemos verlo caer. Es la gran proposición progresista: que el hombre debe buscar sólo el goce porque ha perdido el poder de gozar.

Ahora bien, esta sombra de fracaso sobre toda fama y civilización que el poeta prefirió llamar «ese algo que infecta el mundo» y que yo llamaré el pecado original, causando dolor general, se manifiesta marcadamente en la especie de leyendas históricas que existen. Mas yo presentaré aquí algunos argumentos para demostrar qué hay en las leyendas históricas que en realidad no existe. Me refiero especialmente a ese grandioso episodio de la luna de miel heroica, llamado de otra manera «el matrimonio de las mentes», que aquí estudio tan detenidamente como es posible en un caso inexistente.

Hay que destacar que, cuando consideramos cuánta felicidad ha dado sin duda alguna el amor a la humanidad en conjunto, esa humanidad jamás ha señalado ningún gran ejemplo histórico de un héroe y de una heroína unidos de una manera completamente digna de ellos; de un gran hombre y de una gran mujer unidos por un gran amor que haya sido totalmente supremo y convincente, como en la tradición de los inconmensurables amores del Edén. Cualquiera que suponga que hablo de manera pesimista, refiriéndome a la gente común enamorada, me imputará, precisamente, lo contrario de lo que acá quiero expresar. Millones de personas han sido felices con el amor y en sus matrimonios, de la manera más común en que son felices los humanos. Pero eso precisamente consiste en una admisión del pecado original, de la humildad y del perdón, y tomar las cosas como se presentan. Pero no ha habido un solo ejemplo, en gran escala, de un matrimonio perfecto que haya permanecido en la memoria humana como un gran monumento.

En todos esos monumentos, aunque a veces del mármol más puro, sacado de la montaña más alta, se ve claramente la veta del terremoto que se produjo en los comienzos.

El más noble caballero de la Edad Media, san Luis, fue menos feliz en su matrimonio que en todas sus otras relaciones. Dante no se casó con Beatriz; perdió su amor en la juventud y lo volvió a encontrar en el Paraíso o en un sueño.

Nelson fue un gran amante, pero no podemos decir que su amor lo hizo más grande, puesto que Napoleón lo llevó a realizar la única acción mezquina de su vida. Estos ejemplos históricos convertidos en leyendas o tradiciones han llegado a ser tradiciones trágicas. Y la tradición literaria que nuclea a todas es la típicamente trágica que he nombrado, en la cual hasta el amor perfecto fue caprichosamente imperfecto, y sin duda fue sentido por gente muy imperfecta; en la cual el héroe no aprendió otra lección más que la demora; en la que la heroína no inspiró nada más que derrota; en la cual el romance lo hizo a él menos que un César y a ella la ha comparado despiadadamente con una víbora; en la cual el hombre fue debilitado por el amor y la mujer por los amantes. Los hombres han considerado a Antonio y Cleopatra como la perfecta historia de amor precisamente porque es la historia de amor imperfecta. Refleja la frustración, la indignidad, la desproporción que ellos sintieron arruinando tantas pasiones espléndidas y tantos deseos divinos; y los refleja con mucha más realidad porque el espejo está rajado...

Me imagino que los poetas nunca dejarán de escribir sobre Antonio y Cleopatra; y todo lo que produzcan tendrá el humor de ese gran poeta francés de nuestro tiempo que describe al guerrero romano mirando atentamente los ojos inescrutables de la reina egipcia, en los cuales se ven, debajo de una luz que gira y relampaguea, los remolinos de un vasto mar, henchido por las derrotas de todos sus buques.

Aquí me atrevo a rescatar del polvo a otro guerrero cuyo destino también cambió con las gavias y las altas popas de las galeras; y a otra mujer, cuya leyenda también ha sido retorcida a veces para convertirla en la leyenda de una serpiente. Nunca se dudó de los bellos colores o de las curvas graciosas de la serpiente; pero, realmente, la mujer no era una serpiente, sino una mujer muy mujer, aun por lo que cuentan aquellas que la denominaron perversa. Y el hombre no solamente fue un guerrero, sino también un conquistador, y sus grandes buques pasan rápidamente por la historia no simplemente para derrotar, sino para realizar una liberación superior, en la cual no perdió el imperio sino que salvó al mundo. Pensáramos lo que pensásemos de la mujer, nadie puede dudar de dónde habrá estado su corazón en tal batalla, o qué clase de canción de elogio hubiera enviado luego de tal victoria. En ella había mucho de milicia, aunque su vida muy bien pudo estar harta de militancia; en él había mucho de sensitivo y alegre en relación con este mundo de la cultura por el cual el alma de ella enfermó hasta morir. Estaban hechos el uno para el otro, fueron realmente amantes heroicos, o la perfecta pareja humana que en vano hemos buscado en la historia. Hubo un sólo defecto pequeño en su apasionada y púrpura historia de amor, y es que nunca se encontraron.

En verdad, este sueño comenzó a meterse en mi mente cuando leí por primera vez un comentario de Andrew Lang en un estudio histórico sobre Felipe de España. En referencia al medio hermano del Rey, el famoso don Juan de Austria, Lang comentó casualmente: «Intentó ganarse a María, reina de Escocia»; y agregó con mordacidad: «Era incapaz de sentir miedo». Por supuesto, nadie es incapaz de sentir miedo. Don Juan, en el sentido corriente, era incapaz de obedecer al miedo; pero, si alcanzo a comprender su personalidad, era incapaz de disfrutar del miedo como elemento en un misterio como el amor. Precisamente porque el amor ha perdido ese leve toque de miedo, es que en nuestra época se ha convertido en. algo tan débil, tan vano y vulgar cuando no en algo laboriosamente biológico, por no decir bestial. Y María, además de estar en peligro, era peligrosa; ese rostro en forma de corazón que mira sobre la golilla desde tantos cuadros, era como un imán, un talismán, una gema terrible. Aun entonces, la idea de escapar con la trágica y atractiva princesa franco-escocesa tenía todo el antiguo sabor de los romances en que se libraba a una dama de los dragones, o se la desencantaba para quitarle la figura de un dragón. Pero, aunque la idea era romántica, también era, en cierto sentido, lo que ahora se llama psicológica; pues exactamente respondía a las necesidades personales de dos personalidades muy extraordinarias.

Si existió alguien que debió completar su carrera victoriosa adquiriendo algo más humano, espiritual y convincente que coronas de laurel o banderas de enemigos derrotados, ése fue don Juan de Austria. Porque su vida histórica en realidad proviene de una ola de conquistas relacionadas con todo esto, y luego se hunde nuevamente en algo menos épico y simple, su vida tiene, en cierto aspecto, la apariencia de un clímax negativo; y nos alerta como una máxima sencilla de que todas las victorias son vanas. Trató de coronar su proeza principal creando su propio reino, y se lo impidieron los celos de su hermano; entonces se marchó, imagino que ciertamente hastiado, como representante de su hermano, a los campos flamencos devastados por las guerras de los holandeses y el duque de Alba. Partió dispuesto a ser más misericordioso y magnánimo que el duque de Alba; pero murió en una trama de medidas políticas, cuyo único toque poético fue una sugerencia de veneno.

Sin embargo en este amplio y áureo amanecer del Renacimiento, lleno de leyendas trágicas, llevarse a María Estuardo hubiera sido como llevarse a Helena de Troya. En aquel ocaso rojizo de los antiguos romances caballerescos (pues el amanecer y el ocaso estaban en aquel cielo asombroso), habría parecido una magnífica materialización de uno de aquellos extraños y sublimes amoríos públicos, o servicios caballerescos que preservaron algo de las Cortes de Amor y de la pompa de los trovadores; como cuando Rudel se prometió a una dama desconocida de un castillo del este, casi tan distante como un castillo al este del sol; o como la espada de Bayardo que, a través de las montañas, envió su remoto saludo a Lucrecia.

Que uno de estos grandes amores de los grandes fuera logrado en gran estilo, supongo que habría sido un episodio enormemente popular en aquellos días, y hubiera dado a la carrera de don Juan un clímax y una dirección (de significación) que su éxito meramente militar no le pudo dar; y hubiera entregado su nombre a la historia y (lo que es más importante) a la leyenda y a la literatura, como el de un Antonio más feliz casado con una Cleopatra más noble. Y al mirar sus ojos no sólo hubiera visto un caos brillante y la catástrofe de Actium, la ruina de sus buques y de sus esperanzas de un trono imperial; sino más bien la curva libre y creciente de los buques cristianos que marchaban raudos a rescatar a los cautivos cristianos, y resplandeciente sobre sus velas doradas, el estallido del sol de Lepanto.

Lo recíproco también es verdad. Si existió una mujer que evidentemente fue destinada, creada y hasta podríamos decir que gritaba para que se la llevara don Juan de Austria, o una persona como él, ésa fue María, reina de Escocia. Si alguna vez existió una mujer que vivió angustiada por la necesidad de encontrar a algún hombre que de algún modo fuera como ella, ésa fue María. La tragedia de su vida no fue ser anormal; así era la gente que la rodeaba. Hasta hay una especie de alegría grotesca en el hecho de que Rizzio tuviera una joroba y Bothwell cierto estrabismo. Si hoy nos parece que en su historia hay morbosidad, es porque quienes la rodeaban eran morbosos. Por desgracia para esta reina de destino fatal, ella no era morbosa. Son los otros personajes, cada uno a su manera, quienes desfilan ante nosotros con perfiles deformes como los enanos o los lunáticos de alguna tragedia de Ford o de Webster, danzando alrededor de una reina abandonada. Y para dar un toque final, todos estos personajes desgarbados parecen más tolerables que el único que es elegante por fuera, el muñeco hueco, Darnley; así como una figura de cera de buen aspecto puede parecer más pavorosa que un hombre feo.

En ese sentido, María había visto hombres apuestos y feos, hombres fuertes e inteligentes; pero todos ellos eran medio hombres; como los horribles inválidos que inventó Flaubert, que vivían en sus casas por la mitad, con sus esposas por la mitad y sus hijos por la mitad. Nunca conoció a ningún hombre completo. A María le habían dado muchas cosas, la corona de Escocia, la perspectiva de la corona de Francia, la perspectiva de la corona de Inglaterra. Le habían dado todo, excepto aire fresco y luz de Sol, y todo lo que simbolizan los grandes buques con sus áureos castillos y la velas desplegadas que avanzan para encontrar los vientos del mundo.

Sabemos por qué mataron a María Estuardo. No lo hicieron por haber asesinado al marido, aun cuando lo hubiera hecho; un estudio reciente de las Cartas de Caskett sugiere que se puede culpar con mayor seguridad a sus enemigos de falsificación que a ella de homicidio. No la mataron por tratar de matar a Isabel, aun si toda la historia de tratar de matar a Isabel no fuera más que una ficción que utilizaron quienes trataban de matar a María. Tampoco la mataron por ser hermosa; ésa es una de las muchas calumnias populares que pesan sobre la pobre Isabel.

Quizás María fue la única persona condenada y ejecutada sencillamente por gozar de buena salud. Hace ya tiempo se dejó de lado la leyenda que representaba a Isabel como una leona y a María como a una víbora enfermiza; en todo caso, fue precisamente todo lo contrario. María era muy vigorosa, gran jinete y una bailarina capaz de vencer a una joven moderna. Resulta interesante que, si bien sus retratos no reflejan muchos de sus encantos, sí reflejan bien su vigor. Pero, como cualquiera puede haberlo observado en la gracia de muchas buenas actrices, a veces el vigor tiene mucho que ver con el encanto. Ahora bien, para la política de Cecil y de los oligarcas que se enriquecían con el botín de la antigua religión, era esencial que María muriera por Isabel, y María, a pesar de sus desdichas, no demostraba la menor disposición a morir. Isabel, por otra parte, seguía muriendo más que viviendo. Y, al heredar la heredera católica, las cosas pudieron ponerse mal para los protestantes. Por lo tanto, aplicaron a María, en Fortheringay, uno de los remedios más eficaces para la buena salud, que muy raras veces ha fallado.

La energía, que de esa manera la llevó a la muerte, también la había llevado a la vida, y puede ser la clave de muchos de los enigmas de su vida. Es posible que la repetida mala suerte en el matrimonio la hubiera amargado más que a cualquier mujer menos normal y elemental; y que sus mismas veleidades, que hicieron que se la pintara como a un vampiro o como a una prostituta, surgiera de su gran capacidad para ser madre y esposa. Es posible (por lo que sé) que una persona saludable, frente a una experiencia tan horrible, gastara sus instintos naturales en algún aventurero violento como Bothwell; eso es siempre posible, mas confieso que nunca pude comprender que fuera necesario en estas circunstancias. A menudo he imaginado que pudo ser una alianza política, y hasta más cínica de lo que pareció al buen novelista romántico, el fabricante de las Cartas de Caskett. O bien pudo ser sumisión frente a algún chantaje; muchas cosas pudieron ser. De cualquier manera, rodeada de brutos, María eligió al mejor, aunque siempre se lo representó como al peor. De todos ellos, fue el único que resultó ser un hombre, además de un bruto; y un escocés, además de un hombre. Por lo menos, nunca la entregó a Isabel, y todos los demás lo hicieron. Mantuvo las fronteras de su reino contra los ingleses como buen vasallo y soldado normal; y ella muy bien pudo entregarse a su protección por ello.

Pero sea cierto o no que buscó satisfacción en el matrimonio, estoy seguro de que jamás la encontró; estoy seguro de que sólo encontró una nueva faz de la larga degradación de vivir con sus inferiores.

En el corazón de María, siempre hubo hambre de civilización. Es un apetito que ahora no se comprende fácilmente, dado que las personas están supercivilizadas y sólo pueden sentir hambre de barbarie. Pero María amaba la cultura como la habían amado los artistas italianos del siglo anterior, como algo no solamente hermoso, sino también brillante, resplandeciente y nuevo; como los primeros esquemas de Leonardo de las máquinas voladoras o las revelaciones completas de luz y perspectiva. María era el Renacimiento encadenado como prisionero, así como don Juan era el Renacimiento errando por el mundo como un pirata. Ésta era, obviamente, la explicación perfectamente simple de su frecuente y amistosa tolerancia por un jorobado como Rizzio y de un joven lunático como Chastelard. Ellos eran Italia y Francia; eran la música y las letras, pájaros cantores del sur que se habían posado en el alféizar de su ventana.

Si hay algunos historiadores que suponen que ellos fueron algo más para María, especialmente en el caso del secretario italiano, sólo puedo argumentar que tales caballeros ancianos y cultos deben estar en el nivel moral y mental de Darnley y de su horda de degolladores.

Aun cuando María fuese una mujer perversa, no es dable suponer que no era inteligente, o que nunca deseó oponerse a su perversidad laboriosa y larga para sostener una pequeña conversación inteligente. La disculpa de mi propio experimento al hacer casamientos (un tanto tardíos) es que María pudo haber sido muy distinta si se hubiera casado con un hombre tan valiente como Bothwell y tan inteligente como Rizzio; y, de una manera más práctica y más útil, por lo menos si se hubiera casado con uno tan romántico como Chastelard.

Mas no debemos ser románticos; es decir, no debemos ocuparnos de los verdaderos sentimientos de seres verdaderos e identificables. No está permitido. Ahora, debemos llevar nuestra atención, sombríamente, hacia la historia científica; es decir, hacia ciertas abstracciones que se han rotulado como la Colonización Isabelina, la Unión, la Reforma y el Mundo Moderno. Dejaré que los románticos, esos bohemios impresentables (con quienes no quisiera ser visto por nada del mundo, obviamente) decidan en qué momento y crisis les gustaría que don Juan, finalmente, cumpliera su designio; si quieren que su barco resplandeciente aparezca en las amplias aguas del Forth mientras la multitud enloquecida de Edimburgo agita frente a las ventanas de la Reina pergaminos y pendones procaces; o si, por el contrario, un bote oscuro con una solitaria figura debe deslizarse por la quietud cristalina de Loch Leven; o si un correo acalorado, avanzada de un nuevo ejército, arroja un nuevo desafío en las conferencias triviales de Carberry, o un heraldo blasonado con sabe Dios qué águilas y castillos y leones (y quizás una varilla en la izquierda) debe hacer sonar su trompeta frente a los portales cerrados con cerrojo de Fortheringay. Dejo eso a juicio de los románticos; saben todo al respecto. Yo solamente estudio penosa y afanosamente los detalles científicos de la historia; y realmente debemos considerar el posible efecto en detalles tales como Inglaterra, Escocia, España, Europa y el mundo.

Debemos suponer, por amor a la confrontación, que don Juan era, por lo menos, suficientemente fuerte como para defender la pretensión de María a la soberanía de Escocia, para empezar; y, a pesar de la desagradable moralización del populacho de Edimburgo, creo que tal restauración habría alcanzado el éxito en Escocia. El profesor Phillmore decía que la tragedia de Escocia era que tuvo la Reforma antes que el Renacimiento. Y realmente creo que, mientras María y su príncipe sureño discutían a Platón y Pico della Mirandola, John Knox se hubiera encontrado en una conversación más allá de sus alcances. Pero en la presunción de dirigentes populares y de un fuerte apoyo español, que es la esencia de esta fantasía, diría que un pueblo como el escocés hubiera consumido el alimento de la resurrección de la cultura más rápido que ninguno.

Pero, de todas maneras, hay que considerar otra cosa. Si los escoceces no figuraron de manera prominente en el Renacimiento, a su manera se destacaron con mucho brillo en la Edad Media. Glasgow fue una de las universidades más antiguas; Bruce fue considerado el cuarto caballero de la cristiandad, y Escocia y no Inglaterra fue la que continuó la tradición de Chaucer. El aspecto caballeresco del régimen seguramente hubiera despertado nobles recuerdos, hasta en esa revuelta innoble. Desgraciadamente, aquí debo saltear un hermoso capítulo del romance no publicado, en el que los amantes cabalgan (si es necesario, a la luz de la Luna) hasta Melrose, hasta el famoso lugar de descanso del Corazón de Bruce, y recuerdan en frases altisonantes cómo lanzas españolas y escocesas, una vez, habían peleado lado a lado contra los sarracenos y habían arrojado muy adelante., como un venablo sobre la batalla, el corazón de un rey escocés.

Esta hermosa muestra de prosa no debe detenernos, sin embargo, y debemos enfrentarnos con lo que sigue. Que es que María, una vez a salvo, sobreviviría como reina de Escocia y también de Inglaterra. Baste decir que los recuerdos medievales podrían haber despertado en el norte y que los escoceces hasta podrían haber recordado el nombre de Holyrood.

Don Juan murió tratando de no perder la calma frente a los calvinistas holandeses, diez años después del asunto de la Armada; y, más allá de mi admiración, me alegro de que lo haya hecho. No quiero que mi pequeño sueño o romance individual acerca del rescate o rapto de María Estuardo se vea mezclado con ese famoso enfrentamiento internacional, en el cual, por ser inglés, estoy obligado a simpatizar con Inglaterra y, por ser antiimperialista, con la nación más pequeña. Pero, podría decirse, ¿cómo puede un inglés llegar a término con un romance que implicaría que la política de Isabel se vea derrocada por un príncipe español, y que el trono quedara ocupado por una reina escocesa? ¿O que, por lo menos, una parte de los propósitos de la Armada se vean logrados? A esto respondo que tal pregunta se vuelve para provocar la ruina de quienes la formulan. Que comparen sencillamente lo que podría haber sucedido con lo que ocurrió. ¿Era María escocesa? Soportamos en su hijo a un escocés. ¿Era don Juan extranjero? Nos sometimos a uno cuando arrojamos al nieto del hijo de María; María eran tan inglesa como lo era Jaime 1. Don Juan era tan inglés como Jorge I.

El hecho es que, hiciera lo que hiciese, nuestra política de religión insular (o como quiera llamarse), en verdad, no nos salvó de la inmigración extranjera, ni de la invasión extranjera. Algunos podrán decir que no podíamos aceptar a un español, cuando muy poco antes habíamos combatido contra los españoles. Pero, cuando aceptamos a un príncipe holandés, poco antes habíamos peleado con los holandeses. Tanto Blake como Drake podrían quejarse de que sus victorias habían sido trastocadas; y que, finalmente, habíamos permitido que la escoba de Van Tromp barriera no sólo los mares ingleses, sino también la tierra inglesa. Toda una generación antes de que el primer Jorge llegara a Hanover, Guillermo de Orange había marchado por Inglaterra con un ejército invasor de Holanda. Si don Juan realmente hubiera traído una Armada (y las armadas a menudo son incómodas en una fuga de amor), no habría podido infligirnos una humillación más pesada que ésa. Pero, obviamente, la verdad es que soy sensible en lo que respecta al patriotismo; mucho más sensible que cualquiera de aquellos días. El nacionalismo extremo es una religión relativamente nueva; y aquellas personas pensaban en la antigua forma de religión. En realidad, fue muy importante que Guillermo el Holandés fuera calvinista mientras que don Juan era católico; y sea lo que fuere Jorge I (y fue muy poco), no fue papista. Esto me conduce a un aspecto más vital de mi visión de lo que nunca fue. Pero aquellos que esperan que estallen truenos de anatema teológico quedarán bruscamente desilusionados.

No tengo intención, ni necesidad, de discutir aquí sobre Lutero, sobre León y sobre los bienes y los males de la rebeldía de las nuevas sectas del norte. No es necesario que lo haga, por la sencilla razón de que no creo que, en la situación aquí imaginada, debamos preocuparnos de manera primordial por el norte. Creo, en cambio, que debimos comprender la posición de importancia enorme que tiene el sur; y más aún el este. Todos los ojos se hubieran vuelto a una batalla de civilización mucho más centrada. Y el héroe de esa batalla fue don Juan de Austria.

Se ha destacado, y no sin verdad, que el Papado aparentemente descuidó de manera curiosa el peligro del protestantismo del norte. Así fue; pero principalmente porque no descuidó en absoluto el peligro de los musulmanes del este. Durante este lapso, un papa tras otro publicaron un llamado tras otro para que los príncipes de Europa se unieran en defensa de la cristiandad contra el ataque asiático. Apenas obtuvieron respuesta. Y solamente una flota formada a los arañazos con sus propias galeras y algunas venecianas, y otras genovesas, pudo enviarse para impedir que el turco barriera todo el Mediterráneo. Es éste el enorme hecho histórico que las luchas doctrinales del norte han ocultado; y por eso aquí no me ocupo de las luchas doctrinales del norte. Esa época no fue la época de la Reforma. Fue la época de la última gran invasión asiática, que casi destruyó Europa. Cuando comenzaba la Reforma, los turcos, en el mismo centro de Europa, destruyeron de un golpe el antiguo reino de Bohemia. Cuando la Reforma había terminado su obra, las hordas de Asia estaban asaltando Viena. Las frustraron el golpe de Sobieski el Polaco y, unos cien años antes, el golpe de don Juan de Austria. Pero estuvieron muy próximos a sumergirse en las ciudades de Europa. También hay que recordar que esta última acometida musulmana fue algo salvaje e incalculable comparada con la primera acometida de Saladino y los sarracenos. Hacía mucho tiempo que había perecido la alta cultura árabe de las Cruzadas; y los invasores eran tártaros y turcos y una chusma proveniente de tierras realmente bárbaras. No eran los moros sino los hunos. No era Saladino contra Ricardo o Averroes contra santo Tomás de Aquino; era algo mucho más parecido a la peor y más feroz novela barata y sensacionalista sobre el «peligro amarillo».

Siento gran respeto por las virtudes reales y la virilidad sana aunque adormilada del islam. En él me agrada ese elemento que es a la vez democrático y digno; simpatizo con muchos elementos de él que la mayoría de los europeos (y todos los americanos) llamarían locos y no progresistas. Pero cuando se han hecho todas las concesiones a los méritos morales, del tipo más sencillo, desafío a quien con un sentido de comparación cultural tolere que la imagen de la Europa del Renacimiento se rinda ante Bashi-Bazouks y la chusma salvaje y mongol de la decadencia. Pero es casi tan malo si consideramos sólo los vetos del primitivo islam; y la mayoría de sus virtudes eran vetos. A los ojos de los hombres del Mediterráneo, pasó por su mar brillante la sombra de un gran Destructor. Lo que oyeron fue la voz de Azrael más que la de Allah. La de ellos fue la visión que habría sido el fondo de mi sueño; y elevó a todas sus figuras más nobles, inglesas, españolas o escocesas, a las alturas del desafío y del martirio.

El viento seco que llevó delante un polvo de ídolos rotos amenazaba las estatuas con donaire de Miguel Ángel y de Donatello, donde brillan los altos sitios alrededor del mar central; y la arena de los altos desiertos descendió, como montañas movedizas de polvo, de sed y de muerte, sobre la profunda cultura de las vides sagradas y las canciones y la risa profunda de las viñas. Y, sobre todo, aquellas nubes que se cerraban alrededor de ellos eran como la cortinas del harén, desde cuyos rincones miran los rostros de piedra de lo eunucos; se desparramó, como una inmensa sombra sobre las cortes brillantes y los espacios cerrados, el silencio del Oriente y todo su torpe compromiso con la vulgaridad del hombre. Esas cosas, sobre todo, se cerraban sobre ese alto y frustrado romance del Caballero y la Dama perfectos, que los hombres de sangre cristiana jamás pueden alcanzar y nunca pueden abandonar; pero que sólo estos dos, quizás, podrían haber logrado y hecho una sola carne.

Los historiadores discuten si los ingleses bajo Isabel prefirieron el Libro de las oraciones al Libro de Misa. Pero seguramente nadie discutirá si prefirieron la media luna o la cruz. Los cultos discuten sobre el tema de cómo Inglaterra estaba dividida entre católicos y protestantes. Pero nadie discutirá lo que Inglaterra hubiese sentido de haberle dicho que todo el mundo estaba desesperadamente dividido entre cristianos y musulmanes. En resumen, creo que. bajo esa influencia, Inglaterra simplemente habría ampliado su criterio; aunque sólo hubiera sido hecho para luchar en una gran batalla en lugar de hacerlo en una pequeña. De esa más amplia batalla, y de nuestras mejores oportunidades en ella, don Juan de Austria fue considerado universalmente como la encarnación y el símbolo.

No solamente el elogio debido a los héroes, sino el halago inevitable a los príncipes habría llevado ese triunfo ante él dondequiera que fuese. como el sonido de las trompetas. Todos hubieran presentido, en él, el Renacimiento y las Cruzadas; pues esas dos cosas son el entretejido de los tapices áureos de Ariosto. Todos habrían sentido el Renacimiento y no la muerte de Europa. Y el elogio no necesitaba provenir de simples aduladores. Todos los ingleses de verdad se hubieran convertido en buenos europeos. En toda esa multitud, quizás únicamente Shakespeare no podría haber sido más grande. Y aun no estoy tan seguro, pues sin duda habría podido ser más alegre. Fuera cual fuese su política (y sospecho que era muy semejante a la de sus amigos católicos de Southampton), no hay duda de que sus tragedias son completamente retorcidas y tortuosas por algo así como una obsesión con reyes asesinados y usurpaciones y coronas robadas; y toda la inseguridad del derecho real y de cualquier otro tipo. Nadie sabe de qué manera su corazón y su mente se habrían expandido en ese «verano glorioso» de una soberanía que dejara satisfecha su hambre del siglo XVI por un soberano heroico y de gran corazón. Él. por lo menos no hubiera permanecido indiferente a la significación del gran triunfo en el Mediterráneo. Quienes sostienen la extrema insularidad espiritual. frecuentemente citaron los grandes versos en que Shakespeare alabó a Inglaterra como a algo separado y cortado por el mar. En cierta medida, tienden a olvidar el motivo por el cual la alabó:

Esta niñera, este vientre en que se unen reyes reales,

temidos por su linaje y famosos por su nacimiento,

renombrados por sus obras en tierras lejanas,

en servicio de la cristiandad y de la verdadera caballería,

como es el sepulcro en la judería obstinada

del rescate del mundo, el Hijo de María bendita.

En verdad, creo que el hombre que escribió estos versos habría recibido al vencedor de Lepanto casi tan calurosamente como lo habría hecho con un calvinista escocés temeroso de una espada desenvainada.

En lo que respecta a María, creo que no habría habido dificultades. María era la heredera perfectamente legítima al trono de Inglaterra, que es mucho más de lo que puede decirse de Isabel. El sentido general de lealtad al soberano legítimo se habría volcado más ligeramente hacia ella que hacia Isabel, porque era una clase de persona más popular y más fácil de abordar. Ella, que tan a menudo, quizás demasiado, inflamó el amor aun en la casa del odio, seguramente habría sido amada lo suficiente en un hogar más feliz de amor reinante; como en el palacio resplandeciente de René de Provenza. No veo problema con su popularidad; pero hasta su rnarido, se llamara consorte o rey, habría sido, al menos, tan popular como otros reyes consortes. No diré que pudo ser más popular que Guillermo de Orange, porque no pudo serlo menos. Pero los ingleses pueden ser amables con los extranjeros, hasta con los consortes extranjeros.

A Tennyson, como poeta laureado, se le ocurrió comparar al príncipe Alberto con un caballero ideal de la Mesa Redonda. Ben Jonson, como poeta laureado, no hubiera tenido que estirar su amabilidad a ese extremo, para comparar a don Juan con un caballero de Arturo. Por lo menos, nadie podrá decir que fue un soldado de gabinete. Pero, lo que es mucho más importante. Britania habría defendido en otro sentido, más auténtico, los tiempos de Arturo. Estaría defendiendo toda la tradición de la cultura romana y la moral cristiana contra los paganos y los bárbaros salidos de los confines del mundo. Si se hubieran dado cuenta de eso creen que a alguien se le hubiera ocurrido preguntar si un buen calvinista debe ser supralapsario o sublapsario?

Ya no habría sido una cuestión tonta de si un soldado puritano le arrancó la nariz a un santo de piedra en la Catedral de Salisbury; habría sido una cuestión más importante, de si un derviche salido del desierto debía bailar entre los fragmentos destrozados del Moisés de Miguel Ángel. Si todos los cristianos normales hubieran comprendido el peligro, habrían estrechado las filas en defensa del cristianismo. E Inglaterra hubiera logrado gloria en la batalla, como lo hizo cuando aquel buque con las velas carmesíes llevó a los leopardos ingleses hasta el asalto de Acre.

Quizás hubiera dado lugar a cierta hostilidad con Francia, la rival de la combinación hispano-austríaca; aunque aún aquí hay influencias que reconcilian, y las simpatías de María habrían estado con el país de su juventud y de su famosísimo poema. Pero, de cualquier manera, no hubiera sido como la hostilidad con Francia o, mejor, el antiguo odio a Francia que heredamos de la victoria de los conservadores. Se hubiera parecido más a la guerras medievales con los franceses, hechas por hombres que eran algo franceses. Las conquistas inglesas en Francia fueron una especie de flujo y reflujo de la conquista original francesa en Inglaterra; el tema era casi una guerra civil. Pues había más intercionalismo en la guerra medieval que en la paz moderna.

La misma verdad se aplica a las guerras que estallaron entre Francia y España. No destruyeron la íntima unidad de la cultura latina. Luis XIV fue culpable de cierta exageración al decir que las montañas llamadas Pirineos habían desaparecido completamente del paisaje. Muchos turistas cuidadosos verificaron su existencia e informaron del error real. Pero en ello residía esta verdad: que los Pirineos, en todo sentido, eran una división no natural. El Estrecho de Dover muy pronto se transformó en una división innatural. Se convirtió en un abismo espiritual, no entre santos patronos distintos, sino entre dioses distintos; quizás entre universos distintos. Los hombres que lucharon en Crecy y en Agincourt tenían una misma religión que despreciar. Pero los hombres que lucharon en Blenheim y en Waterloo tenían este aspecto enteramente nuevo: que los ingleses sentían un odio igual por la religión francesa que por la irreligión francesa. No podían comprender las ideas de ninguna de las partes en la gran guerra civil de toda la civilización. La limitación era realmente semejante al Estrecho de Dover; pues así era de estrecha y de sombría, y lo bastante peligrosa para ser decisiva; amarga como el mar y muy bien simbolizada por el mareo.

Quizás, después de todo, hubo algo de verdadero en los cuentos de nuestra infancia: el hecho de que haya sido la última reina católica quien sintió la pérdida de la última posesión francesa y que tenía «Calais» escrito en el corazón. Con ella murió, tal vez, el fin de aquel espíritu que en alguna parte de su profundidad tenía un Túnel del Canal espiritual.

Pero esta unión de Europa y el Renacimiento habría hecho más fácil y no más difícil la unión de Europa en la Revolución, en el sentido de la Reforma general que verdaderamente fue racional y necesaria en el siglo XVIII. Habría sido más amplia y más clara en sus pruebas e ideales, si no hubiera sido anticipada por un simple triunfo de los aristócratas más ricos sobre la corona inglesa. Si Inglaterra no se hubiera convertido en un país de señores, se hubiera convertido, tal como España, en un país de campesinos; o, por lo menos, se hubiera convertido en un país de labradores acomodados. Habría resistido el sitio de la explotación comercial y de la decadencia comercial, del simple empleo seguido por el simple desempleo. Podría haber aprendido el significado de la igualdad, así como el de la libertad. Conozco al menos un inglés que hoy desearía tener tantas esperanzas en el futuro inmediato de Inglaterra como las tiene en el futuro inmediato de España. Pero, desde mi punto de vista, los dos países hubieran aprendido el uno del otro y hubieran producido entre los dos otras cosas, y quizás una prodigiosa consecuencia: América sería un lugar diferente.

Hubo un momento en que toda la cristiandad pudo haberse unido y cristalizado nuevamente, bajo la química de la nueva cultura; y a pesar de todo, hubiera permanecido como un cristianismo completamente cristiano. Hubo un momento en que el humanismo tuvo por delante un camino recto; pero, lo que aun es más importante, tenía el camino recto por detrás. Pudo haber sido un verdadero progreso, sin perder nada de lo bueno del pasado.

La significación de dos personas como María Estuardo y don Juan de Austria reside en que, en ellos, no se hubieran enfrentado la religión y el Renacimiento; y que conservaron la fe en sus padres mientras estaban imbuidos de la idea de entregar a sus hijos nuevas conquistas y descubrimientos. Sus profundos instintos se originaban en la caballería medieval, pero no se negaban a alimentar sus intelectos en la cultura del siglo XVI; y existió un momento en que este estado de ánimo pudo haber ocupado todo el mundo y toda la Iglesia.

Hubo un momento en que la Iglesia pudo haber asimilado a Platón, como antes lo había hecho con Aristóteles. En relación con esto, pudo perfectamente haber asimilado todo lo más puro de Rabelais y de Montaigne, y de muchos otros; pudo haber condenado ciertas cosas de esos autores, como lo hizo con Aristóteles. Sólo el choque de los nuevos descubrimientos pudo haber sido absorbido (en realidad, en gran parte lo fue) por la tradición cristiana. Lo que ocultó este amanecer fue el polvo y el humo de las sectas dogmáticas de Escocia, de Holanda y hasta de Inglaterra. Pero en el continente, a pesar de todo, la herejía del jansenismo nunca había llegado a arrojar sombras sobre el esplendor de la Contrarreforma. E Inglaterra hubiera seguido la línea de conducta de Shakespeare mejor que la de Milton, que luego evolucionó en la línea de conducta de Muggleton.

Por todo esto, quizás exista algo más que fantasía, y seguramente algo más que un accidente, en esta conexión entre las dos figuras romántícas y el gran punto decisivo de la historia. Realmente pudieron hacerlo girar a la derecha mejor que a la izquierda; o, por lo menos, evitar que girara demasiado a la izquierda. El tema importante de don Juan de Austria es que, como Bayardo y otros pocos en esa transición, era sin lugar a dudas el caballero medieval más original, con las realizaciones y las ambiciones más amplias del Renacimiento.

Pero, si observamos a algunos de sus contemporáneos, a Cecil, por ejemplo, vemos a un individuo completamente diferente, en el cual no se da tal combinación o tal tradición. Un hombre como Cecil no es caballeresco, no lo quiere ser y, lo que es más importante, no simula serlo. Hubo, por supuesto, una caballerosidad fingida, como lo hay de todo. Y hombres medievales mezquinos y traidores hicieron de ella una falsa ostentación, con procesiones y heráldica. Pero un hombre como Cecil no hizo ninguna ostentación ni ninguna simulación. Por lo que sabía o le importaba, la hidalguía había desaparecido del mundo. Y no obstante, no había desaparecido; y un llamamiento a la hidalguía entre todos los enemigos de Cecil habría atraído la lealtad natural de los europeos. Eso es lo que hace tan extraña esta historia: que las fuerzas de la liberación estaban allí. El Romance del Norte pudo perfectamente haber respondido al Romance del Sur; la rosa llorando al laurel; y aquella que había cambiado canciones con Ronsard, y aquel que había luchado junto a Cervantes, muy bien pudieron encontrarse por obra del flujo y reflujo de su época. Fue como si un viento muy fuerte hubiera girado al norte, llevando un buque; y allá lejos, en el norte, una dama hubiera abierto su ventana al mar.

Nunca sucedió. Era demasiado natural para suceder. Casi diré que era demasiado inevitable para suceder. De todas maneras, no hubo nada natural, y mucho menos inevitable, en lo que sucedió. Una y otra vez, Shakespeare, con un horror rayano en la histeria, arrojará al escenario a algún bufón o algún idiota, para sugerir, contra el negro telón de la tragedia, esta incongruencia e inconsecuencia de las cosas que en verdad sucedieron. Se abren los negros telones y se adelanta algo: seguramente no es el León de Lepanto vestido de oro ni el Corazón de Holyrood, la reina de los poetas, que convocó para comparar las canciones de Ronsard y de Chastelard, sino algo muy distinto y sin duda algo así como un descanso cómico: Jacobo Rex, el rey grotesco; torpe, quejoso, relleno como un sofá; pedante, pervertido. Lo habían educado cuidadosamene los ancianos del True Kirk, y los hizo quedar muy bien, explicando piadosamente que no podía resolverse a salvar la vida de su madre, dada la superstición en la cual ella creía. Él era un buen puritano, un prohibicionista típico: no toleraba el uso del tabaco; en cambio era más tolerante con la tortura y el homicidio, y con cosas aun menos naturales. Pues, aunque temblaba de terror ante la simple forma de una espada brillante, no tenia dificultad en enviar a Fawkes al potro de tormento y, aunque se había logrado la muerte por el envenenamiento, tenía listo un perdón pues se agachó ante la amenaza de Carr.

Tengo el placer de decir que acá no hay necesidad de averiguar qué había detrás de esas amenazas y de ese perdón. Pero el hedor de esa corte, tal corno nos llega desde el asesinato de Overbury, es tal que nos hace volver la cabeza en búsqueda de aire puro. No diré que nos vuelve la cabeza hacia amores ideales de María y don Juan de Austria, que simplemente he imaginado, sino hacia la peor versión de los malditos amores de María y Bothwell, que fueron denunciados por sus más fervientes enemigos.

Comparado con todo eso, amar a Bothwell sería tan inocente como cortar una rosa, y matar a Damley tan natural como arrancar una mala hierba.

Y así, luego de esa mirada a la posibilidad de lo imposible, nos volvemos a hundir en una serie de cosas de tercer orden. Carlos 1 fue mejor, un hombre triste y orgulloso, pero bueno en tanto un hombre puede serlo sin ser un hombre de buen humor. Carlos 11 era un hombre de buen humor sin ser bueno: pero lo peor de él fue que su vida resultó una larga entrega. Jacobo II tuvo las virtudes de su padre, hasta donde llegaron a serlo, y por eso fue traicionado y destrozado. Después vino Guillermo el Holandés, con quien llega otra vez el sabor de lo siniestro y lo extranjero. No sugeriría que tales calvinistas fueron calvinistas antinómicos; pero hay algo extraño en el pensamiento de que dos veces en esa época entró a circular, con lógica poco natural, el rumor y el sabor del deseo no natural.

Mas, cuando llegamos a Ana y al primer Jorge sin rasgos característicos, ya el rey no es el importante. Príncipes mercaderes han reemplazado a todos los príncipes: Inglaterra se ha entregado al comercio y al desarrollo capitalista; y vemos establecer, sucesivamente, la deuda nacional, el Banco de Inglaterra, el medio penique de Wood, la burbuja de los Mares del Sur y todas las instituciones características del gobierno comercial.

Aquí no discutiré si en su conjunto es buena o mala la secuela moderna con sus monopolios metropolitanos su control financiero complejo y prácticamente secreto. Su marcha de maquinarias y su destrucción de la propiedad privada y de la libertad personal. Sólo expresaré que intuyo que, aunque sea bueno, alguna otra cosa podría haber resultado mejor. No es necesario que niegue que, en ciertos aspectos, el mundo ha progresado en orden y filantropía; solamente es necesario que declare mi sospecha de que el mundo pudo haber progresado con mucha más rapidez. Y creo que los países del norte, especialmente, hubieran progresado mucho más rápidamente si la filantropía hubiera estado guiada desde un principio por una más amplia filosofía, como la de Belarmino y Moore; si hubiera sido arrancada directamente del Renacimiento, y no demorada y desviada por el malhumorado sectarismo del siglo XVII.

Pero, de todas maneras, las grandes instituciones modernas, las operaciones de bolsa con opción de compra o venta, las bolsas de trigo, la consolidación, etc., no quedarían afectadas por mi pequeña fantasía literaria; y no es necesario que sienta ninguna responsabilidad si pierdo unas cuantas horas de mi indiferente existencia soñando con lo que pudo haber sido (y que los deterministas me dicen que nunca pudo haber sido), y en tejer esta descolorida guirnalda para el príncipe heroico y la reina de corazones.

Quizás existan cosas que son demasiado grandiosas para que sucedan y demasiado grandes para pasar por las estrechas puertas del alumbramiento. Pues este mundo es demasiado pequeño para el alma del hombre; y desde el fin del Edén, el mismo cielo no es bastante grande para los amantes.

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=6277 el 2008-02-05 22:42:51