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Consultando la enciclopedia

El estudioso de la historia fruncirá el ceño si digo que el católico es un enciclopedista. El nombre de enciclopedista fue dado en el siglo XVIII a los enemigos más acérrimos del catolicismo. Y aún ahora se cree, generalmente, que nos inclinamos obedientes ante la tormenta de la efímera encíclica, pero no nos atrevemos a abrir la científica y sólica enciclopedia, la cual, de paso, es en cualquier caso más anticuada que la encíclica.

No obstante, no es menos cierto que la Iglesia católica se presenta, aunque en un plan y un plano más alto, en un cierto carácter doble cuyo paralelo natural más cercano es quizás el uso de la enciclopedia. Pues la prueba de que una enciclopedia es buena es que permite dos cosas algo diferentes al mismo tiempo. Quien la consulta encuentra lo que quiere; y a la vez encuentra miles de cosas que no quiere. Aconseja al hombre particular sobre su problema particular, como si fuera un problema privado, casi como si estuviera dando un consejo privado. Y el hombre debe sentirse invadido por cierto sentimiento de saludable humildad, aunque sea sólo para admitir que no lo sabe todo, y que debe buscar algo fuera de sí mismo. Aunque esté tan desacertado para consultar en alguna obra médica de referencia la proporción exacta de hioscina para envenenar a una tía, debe asumir una actitud piadosa y respetuosa, y aceptar algo de una especie de autoridad.

Recuerdo a un hombre que me dijo que nunca aceptaba nada por la autoridad de nadie; también recuerdo que le pregunté si alguna vez consultaba la guía de ferrocarriles o si insistía en viajar por tren primero, para ver si era seguro viajar de esa manera. El viaje en sí podía ser completamente privado, la visita a una tía puede ser casi apremiantemente privada, pero él no produciría completamente un tren mediante su juicio privado.

Pero un libro de consulta también actúa de otra manera. Le recuerda al viajero del tren que hay muchos trenes llenos de pasajeros. Le recuerda al neoético sobrino que hay muchas palabras distintas en el diccionario. En su búsqueda sobre la hioscina, salteará descuidadamente la miel del Himeto, y pensará que es inútil detenerse en la vida de Heliogábalo o en la ciencia hidráulica. Y así aprenderá la lección algo difícil de que no es nadie excepto él mismo.

Estos dos descubrimientos, generalmente, se combinan en una conversión. Y éste es, quizás, el marco practicable en el que establezco mis dos principales argumentos. Primero, la relación del catolicismo con mi problema original y personal; y luego, el ejemplo un tanto curioso y esclarecedor de la necesidad de conservarlo en proporción con todos los otros problemas, los problemas de todos los demás.

Todos los distintos tipos de personas que antes o después se han acercado a la fe católica han llegado desde los más distintos puntos de partida, a través de las más variadas distancias y rechazando o reformando los tipos de pensamiento no católico más contrastantes. Mi propio pensamiento, cuando aun no era católico, cargaba la maldición de la palabra «optimismo»; pero no era algo tan malo como lo parece ahora. Era un intento de asirse a la religión por el hilo del agradecimiento por nuestra creación; por la alabanza a la existencia y a las cosas creadas. Y lo curioso de ello es que este juicio privado, o tontería privada, era mucho más verdadero de lo que jamás creí; y sin embargo, si se dejara sola a la verdad, sería una completa mentira.

A manera de ejemplo, o con un sentido especial de la ilustración, tomaré la metáfora de la ventana, algo que siempre tuvo, y sigue teniendo, un efecto casi fantasmagóricamente vívido en mi imaginación. Mi punto de vista primigenio, que en su origen había sido completamente no católico, por no decir anticatólico, puede expresarse a grandes rasgos de esta manera: «Después de todo, ¿qué podría ser más místico o mágico que la luz común del Sol que entre por una ventana común? ¿Por qué querría alguien un nuevo paraíso brillando en una tierra nueva? ¿Por qué necesitan soñar con estrellas extrañas o llamas milagrosas, o con la Luna y el Sol convertidos en sangre y sombras, para imaginar un portento? El mismo hecho de la existencia y la experiencia son un portento perpetuo. ¿Por qué pedir más?»

Hay una broma o juego muy antiguo, conocido entre los chistes trascendentales de los Caualier poets. Se llama «verso eco». Es una especie de juego de palabras sobre la última sílaba de una palabra, por lo cual el «eco» contesta burlonamente la pregunta formulada en el verso. Así, para aplicarlo a un tema moderno, el poeta podría preguntar: «Dime, ¿qué alta esperanza se funda en la eugenesia?» Y el eco servicial contestaría: «Necia»; o un peán en loor de algún hombre de Estado socialista o ex socialista comenzaría con el verso: «El gran caudillo del laborismo, poderoso y demócrata», y terminaría con la repetición «rata».

Este paralelo me persigue en la curiosa respuesta lógica a mi propia pregunta; que era al mismo tiempo una repetición, una contradicción y una consumación. Pues me parecía que, cuando formulaba la pregunta «¿Por qué no es suficiente la luz del Sol?», la antigua voz de algún misterio tal como la antigua religión respondía a mis palabras repitiéndolas solamente: «¿Por qué no es suficiente la luz del Sol?» Y luego, cuando yo decía «¿Por qué ese magnífico fuego blanco que penetra por la ventana no nos inspira todos los días como un milagro que siempre regresa?», el eco de esa vieja cripta o caverna sólo respondía: «¿Por qué, en verdad?»

Y cuanto más pensaba en ello, más pensaba en que había un atisbo de una extraña respuesta en el mismo hecho de que tenía que formular la pregunta. No había perdido, y no la he perdido jamás, la convicción de que esas cosas primarias son misteriosas y asombrosas; pero, si eran asombrosas, ¿por qué tenía alguien que recordarnos que lo eran? ¿Por qué había, como yo he comprendido que sin duda la hay, esa especie de lucha diaria para apreciar la luz del sol, para lo cual tenemos que conjurar toda la imaginación, la poesía y la obra de las artes en nuestra ayuda? Si el primer instinto imaginativo tenía razón, parecía clarísimo que alguna otra cosa estaba mal. Y como negaba indignado que hubiera algo errado en la ventana, finalmente llegué a la conclusión de que había algo errado en mí.

En este caso, el diccionario divino respondió a mi pregunta personal, tan directa y personalmente como si la respuesta hubiera sido escrita para mí. Justificaba el instinto que me inspiraba a aceptar la luz del Sol como una realidad divina; pero también resolvía el problema que me confundía acerca de la dificultar de aceptar así la luz del Sol, todos los días y cada día. La Creación era del Creador y declaraba que era buena; el poder en ella podía ser alabado por los ángeles por siempre y los hijos de Dios que gritaban de alegría. Si a nosotros mismos sólo se nos podía oír en ocasiones en el acto de gritar de alegría, era a causa de que sólo somos parcial o imperfectamente hijos de Dios; no desheredados completamente, mas no domesticados totalmente. En resumen, sufríamos por la caída del pecado original; pero es importante destacar que ésta no es la respuesta a la pregunta particular, excepto en la forma de la doctrina católica más moderada, y no en la antigua doctrina protestante y pesimista de la caída.

Este problema surgió completamente del hecho de que el hombre es imperfecto, pero no en sentido pesimista, sino perfectamente imperfecto. Toda la paradoja está en el hecho de que una parte de su mente permanece casi perfecta; y que puede percibir a perpetuidad aquello de lo que no puede disfrutar a perpetuidad. Estaba tan seguro de que la existencia no es extáticamente más excelente que la no existencia, como lo estaba de que más dos es distinto de menos dos. Sólo que hay una dificultad psicológica práctica acerca de entrar siempre en éxtasis sobre este hecho. El hombre no es simétricamente asimétrico; es una especie de criatura con un solo ojo desde que luchó en duelo con el Demonio; y el único ojo ve eternamente la luz eterna, mientras que el otro se cansó y parpadea, o está casi ciego. Así es como la autoridad resolvió este problema privado, no negando la verdad de mi criterio, sino añadiéndole el criterio más amplio y más general de la caída.

Y entonces, en el mismo momento de comprender mi problema, comprendía a la autoridad pública que he comparado con una enciclopedia. Aquí había rnillares de otros problemas privados resueltos para millares de otras personas privadas; gran cantidad de ellos no tenían nada que ver con mi propio caso; pero uno de ellos se volvió y confrontó mi propio caso de una manera extraña. Empecé a comprender que de nada serviría actuar como tantos de los hombres más brillantes de mi época habían actuado.

Para un hombre, no era suficiente valorar una verdad simplemente porque él mismo la había recogido; llevársela con él y convertirla en un sistema privado; en su mejor aspecto, en una filosofía, y en el peor, en una secta. Estaba muy orgulloso de responder a sus propias preguntas sin la ayuda de una enciclopedia, pero ni siquiera pretendía responder a todas las otras preguntas en la enciclopedia.

Sentí de manera muy fuerte que debía haber respuestas, no sólo a las otras preguntas que todos los demás estaban formulando, sino también a todas las preguntas que yo mismo formularía. Y en el momento en que comencé a pensar en estos otros problemas, vi rápidamente que no podía siquiera satisfacerme con la solución de uno de ellos.

El ejemplo práctico que se me ocurrió fue éste; me dije: «Está muy bien decir que el milagro de la luz que entra por la ventana tendría que ser suficiente para que el hombre bailara de gozo. Pero supongamos que otro hombre usa tu argumento como justificación para encarcelar hombres inocentes de por vida, en una celda con una ventana, y dejarlos que bailen. ¿Qué ocurrirá con todas tus acusaciones a la esclavitud y a la opresión de los pobres, cuando ese hombre de Estado, sumamente práctico, haya fundado un nuevo Estado sobre tu nuevo credo?»

Y creo que fue entonces cuando se extendió delante de mí un vasto plan deslumbrante con innumerables detalles, una visión de las miles de cosas que tienen que estar interrelacionadas o equilibradas en el pensamiento católico; la justicia así como la alegría; la libertad así como la luz; y sentí que era verdad que la simple proporción de todas estas cosas, no la negación de ninguna de ellas, necesitaba, para armonizarla y mantenerla firme, un poder y una presencia más poderosa que la mente de cualquier hombre mortal.

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