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El nuevo fanatismo

Me alegra notar que en la literatura de América y de Inglaterra surge un nuevo tipo de fanatismo. Éste no consiste solamente en que un hombre esté convencido de tener razón; eso no es fanatismo sino cordura. El fanatismo consiste en que un hombre esté convencido de que otro debe estar equivocado en todo porque está equivocado en una opinión en especial; que debe estar equivocado, hasta en el pensar, con sinceridad, que tiene razón. Esto último es aplicable, particularmente, a la literatura y a la habilidad de los hombres de letras. Y se parece más al antiguo fanatismo porque se opone a él.

Todos sabemos lo que solía pasar durante el período puritano, o del clasicismo más crítico del siglo XVIII. Un joven idealista escribía un libro de versos, la mayoría en este estilo, aproximadamente:

Sobre la cascada impetuosa y el bosquecillo fresco,

el lánguido claro de luna arroja una luz de amor.

Este poeta era considerado una persona muy respetable; quizás hasta el poema resultase premiado. Entonces se descubría que el poeta, mientras estaba un tanto bebido, había expresado dudas acerca de la fecha exacta del libro bíblico de Habacuc. Se producía un terrible escándalo; se echaba al joven del colegio, por ateo, y entonces los más eruditos críticos releían su poema con ojos ciegos y llenos de sospechas. La «cascada impetuosa», después de todo, tenía un eco revolucionario e insinuaba cierta anarquía panteísta. La frase «lánguido claro de luna» era un llamado a todas las pasiones más libertinas. «Luz de amor» era un término de notorio significado disoluto. Hoy, ocurre precisamente lo contrario; solamente que con idéntico fanatismo. Un joven poeta idealista, pleno de las nuevas visiones de belleza, escribe versos adecuados a tal visión; como, por ejemplo:

Trasgos de manicomio vomitan ante el disparo de la luz del día.

La luz del día es un vómito vacío; afirma la piernas para renguear.

Todos los jóvenes críticos saben que está bien; tiene ritmo cósmico; es un buen chico.

Y de pronto corre un rumor tremendo; lo han visto en la puerta de la iglesia episcopal de Vermont. Pronto se conoce la horrible verdad. El poeta reconoció ante un periodista que cree en Dios. Entonces, los jóvenes críticos vuelven a observar sombríamente su poesía; y, cosa extraña, por primera vez observan que había algo horriblemente anticuado en decir «luz del día», cuando Binx pudo haber dicho «cielo desteñido»; y después de todo, los trasgos son precisamente el tipo de cosas que los episcopalianos se ven forzados a creen por mandato de sus obispos.

Esto, aunque algunos de los peores casos se han dado en Inglaterra, es una biografía estrictamente correcta de un hombre genial que vino a nosotros desde América: T. S. Eliot. Sería exagerado decir que a Eliot lo expulsaron de Harvard por pertenecer a la Alta Iglesia, como Shelley fue expulsado de Oxford por ser ateo. El carácter de Eliot no fue maldito por una religión hasta más tarde, y luego de haber manifestado todo lo que es posible decir del escepticismo y de la pérdida de toda esperanza, ambos sentimientos tan modernos.

Es esto lo que lo hace más gracioso. Un crítico inglés lo acusó de pedirnos «que creyéramos en lo increíble». Sea cual fuere el sentido de llamar a algo increíble cuando un hombre como Eliot ya cree en ello. El autor de The Waste Land (La tierra baldía) sabe todo lo que hay que saber del escepticismo y del pesimismo; ¿por qué no admitir que sus creencias son creencias y retornar a una crítica correcta de su literatura?

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