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El sistema erastiano en la religión estatal

El Dean Inge es, de una manera tan evidente, el más agudo, el más culto y el más individualista de la escuela escéptica que representa, que a veces se produce, inevitablemente, la sensación de que se lo señala con particularidad, cuando la singularidad se debe solamente a su propia distinción. Se debe, por decirlo con más rudeza, a que hay muy pocos intelectuales de esa escuela que merecen respuestas. Quizás, a menudo lo he dicho con más dureza de lo que pensaba; pero el doble deber involucrado presenta un problema que no se resuelve con facilidad. El inconveniente está en que, realmente, el Dean Inge está en una posición tan falsa que, al manifestarla a la luz de la verdad, parece un desafío. Sin embargo, puede no dar a entender un desafío, sino una verdad. Realmente, su posición no le parece tan falsa a él como a nosotros; pero para disculparla se necesita una larga explicación que resulta imposible en una expresión tan corta.

Por ejemplo, el otro día produjo una severa nota condenatoria dirigida a aquellos miembros del clero anglicano que favorecen la separación de la Iglesia anglicana del Estado. Podría parecer duro responder, como me sentí llevado a hacerlo desde un principio, que el Dean vacila, naturalmente, cuando se trata de cortar la única y delgada tirilla de burocracia que todavía lo conecta con el cristianismo. Sin embargo, es muy cierto; y no es, por fuerza, únicamente hostil.

Para comprender el curioso caso del Dean Inge, con espíritu de caridad cristiana, debemos abandonar, por un momento, todas las cuestiones del credo y la definición, y convocar en nuestra mente otra imagen. La imagen que estaba en la mente de Matthew Arnold cuando dijo abiertamente que, a pesar de ser casi agnóstico, deseaba conservar las instituciones religiosas y especialmente la literatura de la religión; que hallaba que todo eso estaba muy bien conservado en la Iglesia anglicana y aconsejaba que nadie lo abandonase. Debemos evocar la imagen de una jerarquía histórica de sacerdotes que también son profesores y cuya tarea principal es la erudición y el estudio de las Letras; no por nada Arnold e Inge tenían conexiones con Oxford. La mayoría de tales hombres probablemente sean cristianos en sentimientos y materias hereditarias; pero su cristianismo, por así decir, no sería lo principal. Hasta podemos imaginar mejor la institución si pensamos en ella como en una fundación confuciana más que cristiana. La idea de ella es una cultura clásica imperturbable. Pero tiene este otro punto esencial: si sus tradiciones y sus ritos deben ser imperturbables, también deben ser imperturbables sus dudas y sus negaciones. Debe ser tan tradicional que en ella un escéptico se sienta a salvo.

Algo así debe haber existido realmente en otros casos semejantes, chinos y paganos. Algo así quizás ocurrió entre los últimos sacerdotes paganos de la antigüedad. Cualquier viejo y jovial pagano no quería ser molestado para explicar los dioses a sus amigos, y seguramente no quería enfrentar la responsabilidad de trazar la línea exacta entre la verdad y la fábula en las metamorfosis de Ovidio o en las genealogías de Júpiter. Algo parecido ocurría en el anglicanismo académico de la época de los erastianos en Inglaterra, cuando conservadores eruditos y obispos un tanto mundanos citaban indistintamente a Horacio, a san Agustín o a Gibbon mientras bebían vino.

Ésta es la clase de unión entre la Iglesia y el Estado que el Dean Inge quiere ver establecida, en realidad; es ésta la civilizada institución que, en su verdadera y sincera opinión, es buena: un hogar tradicional para la cultura y la educación liberal, aunque en especial para pocos; algo que para el mundo exterior tendrá la misma autoridad que los abates medievales pero que en su vida interna será tan fortuito como los filósofos griegos; algo que no necesita excluir a los heréticos pero que excluye a los ignorantes; algo que puede admitir todas las cuestiones, mientras ese mismo algo no esté cuestionado.

Ahora bien, una tradición cultural de este tipo puede tener muchos signos de dignidad y valor nacional; y un hombre puede querer preservarla como algo nacional, sin que caiga en el absurdo o la falsía. Pero deben recordarse una cantidad de condiciones, que el Dean Inge parece olvidar permanentemente. Para comenzar, la nación debe continuar con el mismo ánimo respetuoso del colegio de profesores o como se lo vaya a denominar. El ánimo moderno está cambiando rápidamente; y me parece que sería exagerado decir que Inglaterra está en la actualidad llena de afecto y de veneración por los rectores de la universidad. Otra dificultad es que, sea lo que fuere lo que esta especie de sínodo chino puede hacer, no puede existir junto a una religión verdadera y apasionada. Fue derrotado por los cristianos al finalizar la era romana. Fue derrotado por los metodistas a fines del siglo XVIII. A menudo, se cita al pobre Carlos II diciendo que el puritanismo no era religión para un caballero. No se agrega, tan a menudo, que también dijo que el anglicanismo no era religión para un cristiano.

Esto —me imagino— es lo que el Dean realmente quiere decir, y explica por qué es, al mismo tiempo, tan conservador y tan iconoclasta, tan escéptico y tan conservador. Naturalmente, no lo dice de este modo. Cuando lo obligan a defender su ramillete de pelucones, con sus bibliotecas y sus privilegios, ya es característico que tome un viejo libro de esos estantes polvorientos, y cite a Burke en su tesis de que la Iglesia era sólo el Estado visto desde un punto de vista y el Estado era sólo la Iglesia vista desde otro punto de vista. Burke siempre me dio la impresión de ser el hombre con la mente más imaginativa y más irreal. Hasta al enunciar tal frase, debió saber que la Iglesia estaba llena de gente que no creía en ella y que los jefes de Estado casi habían dejado de fingir que creían. Es destacable que Burke estaba todo el tiempo discutiendo gravemente la admisión de la Iglesia de Disidentes, y todo su entusiasmo estaba dedicado, reconocidamente, a hacer a su Dios calvinista más semejante a un Diablo que antes, si ello fuera posible. Sabía que el mundo que lo rodeaba estaba lleno de tales fanáticos y tales blasfemos; y, sin embargo, podía imaginar que la verdadera condición secular de toda Inglaterra era la Iglesia de Cristo, si tan sólo se variaba levemente el punto de vista.

Mas era un tanto estrafalario sostener esto, aun en la época de Burke; y aun lo es en nuestra época. El Dean Inge admite que dos grandes calamidades podrían realmente arruinar su plan y hacer imposible la situación del anglicanismo. Pero cree que ninguna de las dos es lo bastante probable como para merecer consideración. Una es: ¿qué sucedería si una gran parte de Inglaterra abandonara verdaderamente el cristianismo? La otra: ¿qué ocurriría si Inglaterra se volcara a Roma? La respuesta a esos dos imposibles es muy sencilla. Lo segundo puede ocurrir en cualquier momento, y lo primero ya ocurrió.

Por supuesto, es posible jugar indefinidamente con la palabra «cristiano» y extender su vigencia a perpetuidad, disminuyendo a perpetuidad su significado. Cuando todos estén de acuerdo con que ser cristiano sólo significa creer en que Cristo fue un buen hombre, realmente será cierto que a muy pocas personas que no estén en manicomios se les podrá negar el nombre de cristianos. Pero, verdaderamente, sólo es una alteración en la significación de una palabra lo que nos impide decir francamente que una gran masa, posiblemente la mayor parte de nuestra gente moderna, es pagana. Muchos de ellos se burlan de la piedad familiar o de la dignidad pública que, generalmente, es aceptada por los paganos. Pero la mayoría de ellos, si es que tienen religión, tienen una religión panteísta o de ética pura que la mayoría de los grandes cristianos de la historia, católicos y protestantes, hubieran tildado instantáneamente de pagana. Si hubiésemos interrogado a Wesley, a Swedenborg, al Dr. Johnson, a Baxter o a Lutero, hubieran denominado pagana a la moderna disposición de ánimo, con mucha mayor prontitud, de ser posible, que Bossuet o Belarmino. Si es cierto que la Iglesia no es más que la religión del Estado, estamos más próximos a decir que es solamente la irreligión del Estado.

Hubo un hombre amargado y cínico (seguramente también hombre de Oxford) que dijo: «La Iglesia anglicana es nuestro último baluarte contra el cristianismo». Esto es muy injusto como descripción del Dean Inge. En lo más íntimo de sus pensamientos, tiene esta imagen de una gran academia y una tradición cultural, establecida como una necesidad nacional, pero no especialmente como una necesidad espiritual. Es tener textos religiosos... para criticar; ritual relligioso... para reformar levemente y con cierta pompa, de tiempo en tiempo; una especie de suposición de religión, en el sentido de que no podría tolerar los horrores de algo semejante a la negación rusa de la religión. Pero, desde el principio hasta el final, estaría sujeta a una prueba inequívoca. Puede coexistir con la duda; mas no puede hacerlo con la fe.

Al finalizar el artículo, el Dean Inge trata de hacer a un lado, por impertinente, el término «erastianos»; el término es una verdad demasiando evidente para no irritar. Pero, en todo caso, cae en el absurdo de menospreciar su significación. La cuestión no es si aquellos que forman una nación por ser ingleses podrían, en lo abstracto, formar una religión por ser anglicanos. La cuestión es si una Iglesia que por lo menos existe, con algunos que pertenecen a ella y algunos que no, debe estar regida por aquellos que no pertenecen a ella. El sistema erastiano existe actualmente, en el sentido perfectamente práctico, de que cualquier judío, o cualquier ateo de Hyde Park, puede dictar lo que esa Iglesia cristiana debe hacer en cualquier asunto, por más íntimo y sagrado que sea.

Bradlaugh fue miembro del Parlamento; pudo muy bien llegar a ministro de Gabinete y designar obispos. Saklatvala fue un caudillo socialista y muy bien podría ser ministro de Trabajo, con mayoría en la Cámara de los Comunes, y por una Ley del Parlamento hacer de cualquier cosa el Libro de Oraciones. Eso es la Iglesia sostenida por el Estado, como se comprende ahora universalmente; eso es lo que el Dean Inge desea y presumiblemente defiende; o debe comenzar a defender.

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