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Cuentos de Tolstoi
De alguna manera, existe una ley del progreso, real y verdadera, según la cual aumenta nuestro grado de sencillez junto con nuestro grado de civilización pues, cuanto más estudiamos y examinamos los fenómenos que nos rodean, más tienden ellos a unificarse con el poder que está tras ellos, y la totalidad de la existencia, así vista por primera vez, parece algo enteramente nuevo en el color y la forma, algo fresco y sorprendente. Y todos los grandes escritores de nuestra época representan de una u otra manera este intento de restablecer la comunicación con lo elemental, o, como a veces se ha dicho, de manera más ruda y falaz, de regresar a la naturaleza. Algunos creen que el regreso a la naturaleza consiste en no beber vino; otros creen que consiste en beber mucho más de lo que les conviene; algunos creen que el regreso a la naturaleza se alcanza golpeando las espadas contra las rejas de los arados; otros creen que se logra convirtiendo rejas de arado en bayonetas muy poco eficaces del Ministerio de Guerra Británico.
Es natural, de acuerdo con los partidarios de la agresiva política exterior, que un hombre mate a la gente con pólvora y a sí mismo con ginebra. Es natural, de acuerdo con los revolucionarios humanitarios, matar a la gente con dinamita y a sí mismo con un régimen vegetariano. Quizás sería un sentimiento demasiado filisteo sugerir que la afirmación de esa gente de que obedecen la voz de la naturaleza es interesante cuando consideramos que exigen enormes volúmenes de argumentos paradójicos para persuadir a los demás, o a ellos mismos, de la verdad de sus conclusiones. Pero sin duda los gigantes de nuestro tiempo se parecen en que se aproximan por caminos muy distintos a este concepto del regreso a la sencillez. Ibsen regresa a la naturaleza por el exterior anguloso del hecho; Maeterlinck, por las eternas tendencias de la fábula. Whitman regresa a la naturaleza viendo cuánto puede aceptar; Tolstoi, viendo cuánto puede rechazar.
Ahora bien, este deseo heroico de regresar a la naturaleza es, por supuesto, y en ciertos aspectos, semejante al heroico deseo de un gatito de agarrarse la cola. Una cola es siempre un objeto simple y hermoso, de curva rítmica y suave textura; mas evidentemente una de las menores aunque características cualidades de una cola es que cuelgue por detrás. Resulta imposible negar que, de alguna manera, perdería su carácter si estuviera pegada a otra parte de la anatomía. Ahora bien, la naturaleza es como un cola, en el sentido de que es de importancia vital (si va a cumplir su verdadero deber) que esté siempre por detrás. Es una locura imaginar que podemos ver la naturaleza, especialmente la nuestra, cara a cara; hasta es blasfemia.
Es como la conducta de aquel gato, en un absurdo cuento de hadas, que se dispone a viajar con la firme convicción de que encontrará su cola en cualquier árbol, como una rama en la pradera donde termina el mundo. Y el efecto de los viajes de los filósofos en la búsqueda de la naturaleza, cuando se los observa desde afuera, es muy parecido a los giros del gatito que persigue su cola, en los que exhibe mucho entusiasmo pero poca dignidad, muchos gritos y poca cola.
La grandeza de la naturaleza reside en que es omnipotente e invisible, en que tal vez nos está rigiendo cuando creemos que menos atención nos presta. «Eres un Dios que se oculta», dijeron los poetas hebreos. Con todo respeto, puede decirse que el espíritu de la naturaleza se esconde detrás del hombre.
Esta consideración es la que presta cierto aire fútil aun a todas las sencilleces inspiradas y a las atronantes verdades de Tolstoi. Tenemos la sensación de que un hombre no puede convertirse en un ser sencillo simplemente por hacerle la guerra a lo complejo; realmente, en nuestros momentos de mayor sentido común, tenemos la sensación de que un hombre no puede convertirse en absoluto en un ser sencillo. Una sencillez consciente de sí misma puede, muy bien, ser más adornada en su interior que el mismo lujo. Realmente, buena parte del boato y la pompa de la historia del mundo fue sencillo en el sentido más verdadero. Nació de una sensibilidad casi infantil; fue la labor de hombres que tenían ojos para maravillarse y de hombres que tenían capacidad de oír.
El rey Salomón trajo mercaderes
porque así lo deseaba,
con pauos reales, monos y marfil,
de Tharsis a Tiro.
Pero este proceder no era parte de la sabiduría de Salomón sino de su tontería... estuve a punto de decir «de su inocencia». Tenemos la sensación de que Tolstoi no se sentiría satisfecho con satirizar y denunciar a «Salomón en toda su gloria». Con lógica violenta e irrecusable, iría un paso más adelante. Se pasaría días y noches en las praderas descabezando las corolas desvergonzadamente rojas de los lirios del valle. Cualquier colección de los cuentos de Tolstoi está pensada para atraer la atención sobre este aspecto ético y ascético de la obra de Tolstoi. En un sentido, el más profundo, la obra de Tolstoi es, naturalmente, un llamado genuino y noble a la sencillez. Ya se explotó bastante la estrecha idea de que un artista no puede enseñar. Pero lo cierto es que un artista enseña mucho más a través del fondo y del decorado de sus obras, por su paisaje, sus vestidos, sus modismos y su técnica, por ese lugar de la obra, en suma, del cual, probablemente, no se da cuenta, que por los aforismos elaborados y pomposos que afectuosamente imagina en sus opiniones.
La verdadera distinción entre la ética del arte superior y la del arte elaborado y didáctico reside en el simple hecho de que la mala fábula tiene una moraleja mientras que la buena es una moraleja. Y la verdadera moral de Tolsoi surge constantemente en sus cuentos, la gran moral que yace en el corazón de toda su obra, de la cual probablemente no tiene conciencia, y a la cual es muy probable que desaprobaría con vehemencia. La curiosa luz blanca y fría de la mañana que brilla en todos los cuentos, la sencillez folclórica con que se habla «de un hombre y de una mujer» sin ninguna identificación, el amor —podríamos decir la lujuria— por las cualidades de las materias brutas, la dureza de la madera y la suavidad del barro, la creencia inculcada en cierta benevolencia antigua que se sienta junto a todas la cunas de la raza humana; estas influencias son verdaderamente morales. Cuando junto a ellas ubicamos la tontería atronadora y destructora del Tolstoi didáctico, que clama por una obscena pureza, que lanza alaridos por una paz inhumana, que con una cuchilla de carnicero pica la vida humana hasta dejarla convertida en pequeños pecados, que mira con desprecio a los hombres, a las mujeres y a los niños por respeto a la humanidad, que combina en un caos de contradicciones a un puritano afeminado y a un pedante incivilizado, entonces, en verdad, no sabemos dónde está Tolstoi. No sabemos qué hacer con ese pequeño moralista ruidoso que habita un rincón de un hombre grande y bueno.
En todo caso, es difícil conciliar al Tolstoi artista con el Tolstoi reformador venenoso. Es difícil creer que un hombre que pinta con líneas tan nobles la dignidad de la vida diaria de la humanidad contemple como un mal ese acto divino de la procreación por el cual esa dignidad se renueva de generación en generación. Es difícil creer que un hombre que ha pintado con una honestidad tan terrible el vacío conmovedor de la vida de los pobres pueda escatimarles cada uno de los enternecedores placeres que puedan derivan de cortejar a una mujer, o del tabaco. Es difícil creer que un poeta en prosa, que ha mostrado con tal poder la cualidad del hombre nacido en la Tierra, el parentesco esencial de un ser humano con el paisaje en que vive, pueda negar una virtud tan elemental como es la que une a un hombre con sus propios antepasados y con su propia tierra. Es difícil creer que un hombre que describe con tal mordacidad la insolencia detestable de la opresión, no hubiera dejado al opresor tendido de un puñetazo, de haber podido hacerlo.
No obstante, todo esto surge de la búsqueda de una sencillez falsa, de la intención de ser, si así puedo decirlo, más natural de lo que es ser natural. No solamente sería más humano de nuestra parte, más humilde, contentarnos con ser complejos. El parentesco más auténtico con la humanidad estaría en el proceder como siempre ha procedido la humanidad, en aceptar de buen grado, como buen deportista, el estado al cual estamos llamados, la estrella de nuestra felicidad y las fortunas de la tierra que nos vio nacer.
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