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Henry James

Un artista, que es a la vez individualista y completo, atrae una clase de elogio que es una especie de menosprecio; y hasta aquellos que exageran su valor, lo rebajan. La tendencia es insistir siempre en su arte; pero por arte a menudo se intenta decir simplemente estructura. Porque unos pocos colores pueden arreglarse armoniosamente en un cuadro, se implica que no hay demasiados colores en la paleta. Y como un estudio de Henry James a menudo fue, por sus tonos, algo así como un nocturno en gris y plata, hasta sus panegiristas han conseguido interpretar que en su obra hay algo débil y sutil.

Antes de penetrar en lo que fue realmente peculiar en el tono de su obra, es necesario corregir, y hasta contradecir, esta tenue impresión por todo lo que tenía en común con otros escritores. Porque Henry James fue un gran hombre de letras; y la grandeza misma es algo que existió en genios absolutamente distintos de él. Puede resultar sorprendente y hasta cómico compararlo con Dickens o con Shakespeare; pero lo que lo hace grande es lo que los hizo grandes a los otros, y lo que sólo puede hacer grande, en el mayor sentido, a un hombre de letras: la ideas, el poder de generar y de dar vida a una incesante producción de ideas. Está equivocado quien afirma que lo que importa es la calidad y no la cantidad. La mayoría de los hombres han hecho algún chiste bueno en su vida; pero hacer chistes como los hacía Dickens es ser un gran hombre. Muchos poetas olvidados han dejado caer un poema lírico con alguna imagen verdaderamente perfecta; pero cuando abrimos cualquier obra dramática de Shakespeare, buena o mala, en cualquier página, importante o no, con la seguridad de encontrar alguna imagen que por lo menos atrae a la vista y probablemente enriquece la memoria, estamos poniendo nuestra fe en un gran hombre. Cuando pensamos en la pierna de palo de Mr. Todgers, o en la nariz de Mr. Fledgby, o en los grillos de Mr. Pecksniff, o en el cuarto con cama doble de Mr. Swiveller, elegimos al azar en un verdadero acopio de lo que con justicia es dado en llamar grandes muestras de genio.

Y por más grande que parezca la distancia, es verdad, en el mismo sentido, que tomamos al azar de un tesoro de muestras únicas de ingenio cuando pensamos en cualquiera de las innumerables ideas nuevas de Henry James:, el hombre que dejó de existir cuando quedó sólo la misteriosa unidad que atravesaba todos los libros de un escritor, como «el dibujo de una alfombra»; las perlas que se consideraban falsas por motivos de honor y legítimas por motivos de venta; la súbita calma sobrenatural creada como un jardín en los cielos al destrozarse la mente en el momento más activo; la esposa que no quiso justificarse ante su marido porque toda la vida de él estaba en su caballerosidad; y así sucesivamente podríamos citar mil más. Una idea así, aunque puede ser tan delicada como una atmósfera, igualmente es tan precisa como un retruécano. No puede ser una coincidencia; es siempre una creación.

Se lo atacó por dar demasiada importancia a las cosas pequeñas; pero la mayoría de quienes lo atacaban daban demasiada importancia a las grandes naderías. Lo que importa al referirnos a él no es si las cosas de que se ocupó eran tan pequeñas como algunos parecen pensar, o tan grandes como podría hacerlas; si era un ligero tinte vulgar o una tenacidad oculta por el vicio; si eran los inquietos diez minutos del visitante que llega demasiado temprano o los inquietos diez años de un amante para quien el amor ha llegado demasiado tarde. Lo importante es que las cosas eran cosas; que las habríamos perdido si él no nos la hubiera dado; que la simple perfección de la prosa no habría sido sustituto para ellas. En suma, que nunca escribió sobre la nada. Cada idea pequeña tenía eso tan serio llamado valor, como una joya o como lo que es más pequeño y más valioso que una joya, una semilla.

Su grandeza es lo más grande de él, por lo tanto, y es de la misma clase que la de otros hombres creadores. Pero cuando se ha tenido en cuenta este aspecto tan importante y algo descuidado, es posible considerarlo como un escritor peculiar y melindroso. En verdad, su obra es de una clase a la que resulta difícil hacer justicia en medio de los latidos de las directas energías públicas que nos afectan a la mayoría de los que tenemos espíritu público. Necesitaríamos estar despreocupados en esos grandes y vagos espacios de jardines y grandes casas abandonadas que sirven de fondo a tantos de sus dramas espirituales, para que lleguen a agradarnos los finos matices de toda una ciencia de las sombras; y para apreciar lentamente los numerosos colores de lo que al principio parece monocromo.

Algunos de sus mejores cuentos fueron de fantasmas; y es necesario estar solo para encontrar un fantasma. Y, sin embargo, hasta la frase usada indica sus propias limitaciones, pues nadie comprendió con más prontitud que Henry James la grandeza de esta época horrible en la que tenemos que pensar en multitud hasta en los fantasmas. Siempre fue un místico en lo más íntimo, y los muertos le eran muy cercanos. Y él, con más magnificencia que cualquier otro, quizás, se remontó hasta esa hora en la que los muertos estaban vivos y muy cerca de todos nosotros. Una pureza y un desinterés únicos sirvieron siempre a su pluma, y tuvo la recompensa al lograr la proporción moral. Nunca dejó de ver las cosas pequeñas ni cayó en el error más moderno y culto de dejar de ver las grandes. No tuvo dificultad en ajustar su sutileza a la estupenda simplicidad de una guerra por la justicia; su cerebro, como un martillo de Nasmyth, no había olvidado, en un largo curso de golpeteo, cómo caer y hacerse pedazos.

Solamente aquellos que lo han leído superficialmente pueden sorprenderse de que sienta el prodigio del insulto prusiano a la humanidad; o tal vez se sorprendan los que han leído sólo sus piezas más superficiales. De ninguna manera presenta las costumbres como algo más que ética; aunque puede presentar las costumbres como algo más de lo que muchos piensan de ellas.

En un relato como The Turn of the Screw (Otra vuelta de tuerca), asume el carácter de detective divino. La mujer que indaga el secreto impuro del muchacho y la joven depravados está resuelta a perdonar y, por lo tanto, es incapaz de olvidar. Es una especie de inquisidora; y su moral es del antiguo tipo concienzudo y teológico. Es un requerimiento a arrepentirse y morir, más que una vaga capacidad de arrepentirse y morir. Y cuando al final parece diferirse la salvación del alma del muchacho por la aparición en la ventana de su genio malo, «el rostro blanco de los condenados», tal vez éste sea el único lugar en toda la literatura moderna en que esa palabra, «condenado», no es una broma. Y es muy significativo que hombres creyentes y no creyentes hayan recurrido universalmente a tal fraseología para encontrar términos para la ferocidad escarnecedora de los actuales enemigos del cristianismo. Sinceros ateos de cabellos canos se sorprenden juzgando a los prusianos según este paradójico principio: puede existir el Paraíso, debe existir el Infierno. Y las naciones no pueden encontrar más que el idioma de la demonología para describir cierto veneno de orgullo, que no es menos una tiranía porque es también una tentación.

Si algún hombre estuvo a favor de la civilización, ése fue Henry James. Siempre sostuvo esa vida ordenada en la que es posible tolerar y comprender. Todo su mundo está creado por la comprensión, por toda una trama de simpatías. Es un mundo radiotelegráfico para el alma; de hermandad psicológica de los hombres cuyas comunicaciones no pueden cortarse. A veces, esa simpatía es casi más terrible que la antipatía; y su mismas delicadezas producen una especie de promiscuidad de mentes. El silencio se convierte en una revelación desgarrante. El horrible valor de la vida humana sobrecarga los espacios breves o los discursos cortos. Minuto a minuto expresa discurso, instante a instante demuestra conocimiento. Sólo cuando hemos comprendido cuán perfecto es el equilibrio de ese arte, podemos comprender también sus riesgos y saber que cualquier cosa externa que no puede realizarlo, necesariamente debe destruirlo.

Fue común referirse al origen americano de Henry James como a algo casi antagónico con la gracia y la rareza de su arte. Pero tengo casi la seguridad de que con ese criterio se desdeña algo que es muy serio y muy sutil en ese arte. En la tradición americana, existe un elemento de idealismo que se tipifica muy bien en la sincera y a veces exagerada deferencia que se profesa a las mujeres. Esta especie de pureza en las percepciones, tan marcada en él, creo que la debe originalmente a algo que no es la vida europea, más madura y sazonada, en la que más tarde Henry James encontró sus placeres más hondos. La civilización más antigua le dio las cosas prodigiosas que él deseaba; pero el prodigio era de él. Su modo de proceder en la vida privada estaba más allá de la simple cortesía, como podrá atestiguar cualquiera que lo haya visto; era algo que sólo puede llamarse veneración impersonal. A pesar de su modernismo, algunos de sus cuentos de amor poseen una dignidad que podría vestirse con los ropajes de cualquier tiempo antiguo. Debieron desarrollarse en jardines de altas terrazas, entre damas gentiles y sus señores, que eran mucho más que caballeros. Como dice Yeats en alguna parte:

Han existido enamorados cuyo pensado amor debió

componerse de tal alta cortesía

que suspiraban y citaban, con miradas ocultas,

palabras de viejos y hermosos libros.

Los libros de Henry James serán siempre hermosos, y creo que son lo bastante jóvenes para ser viejos.

Ahora en...

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