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Lamentos rabelesianos

En la actualidad, ha surgido la idea extraordinaria de que hay algo compasivo, sincero o generoso en negar nuestro credo. Resulta evidente que la verdad es precisamente lo contrario. Negarse a definir un credo no solamente carece de caridad, sino que es claramente mezquino. Es luchar sin bandera o sin declaración de guerra. Le niega al enemigo la concesión decente de la batalla; el derecho a conocer la política por aplicar y a tratar con el cuartel general. La «liberalidad» moderna posee una cualidad que sólo puede tildarse de vil: trata de ganar sin manifestarse, ni siquiera después de haber vencido. Desea verse victoriosa sin revelar siquiera el nombre del vencedor. Todos los hombres en sus cabales tienen doctrinas intelectuales y teorías combativas; y si no las ponen sobre la mesa, sólo es atribuible a su deseo de tener la ventaja de una teoría combativa que no puede ser combatida.

En cuestiones de convicción, sólo existe otra cosa además del dogma, y es el prejuicio. Si existe algo en la vida de ustedes por lo cual están dispuestos a celebrar mitines, y a debatir con ahínco, a escribir cartas a los periódicos, pero para lo cual no encuentran los términos sencillos de una profesión de fe, entonces ese algo es lo que con propiedad puede definirse como prejuicio, por más novedoso o avanzado que parezca. Pero, en verdad, creo que, cuando esta época pueda contemplarse en perspectiva, los hombres dirán que la característica principal del fin del siglo XIX y comienzos del XX fue el desarrollo de vastos y victoriosos prejuicios.

Simplemente, dejo algunos ejemplos para aclarar lo que quiero decir. Así, por ejemplo, es un credo lógico y valiente el que declara, como el musulmán y algunos puritanos modernos, que está mal, muy mal, beber licores fermentados. Pero el mundo no adoptó este credo tan claro y jamás lo adoptará. Lo único que ha hecho es desparramar por todas partes un prejuicio, vago pero fuerte, contra ciertas formas de beber, en particular las adoptadas por los pobres. No hemos considerado pecaminoso beber cerveza, pero hemos logrado que sea levemente deshonroso ir a las tabernas. En otras palabras, hemos hecho levemente deshonroso, si se bebe cerveza, ser pobre o ser sociable. Lo que quiero decir es que cualquiera que quiera despreciarme puede reírse de mí diciendo que soy un bebedor de cerveza, pero no se comprometerá a declarar que aquello que ha despreciado está mal. Puede lastimarme, al apelar a un prejuicio; pero yo no puedo herirlo porque él no apela a un credo. No me mostrará nada de sí para que yo hiera. Quiere, de una u otra manera, evitar decir que el licor es malo, y sin embargo, quiere decir que yo estoy haciendo un mal porque bebo licor. Esto no es latitudinarismo, es sólo ordinaria y común cobardía humana.

Existe un gran número de ejemplos que podría darles. Por ejemplo, la opinión elegante no declara, en realidad (como lo hacen, según creo, ciertas religiones orientales), que las abluciones y la limpieza corporal son cosas fundamentales, que están hasta por encima de la moral común. Pero, en cambio, sí se ha creado la sensación popular de que gana más puntos en contra de una personalidad, o de una nación, decir que es sucia, que decir que es avara, o tímida, o falta de castidad. No se predica ningún credo nuevo sobre la limpieza, pero al tema está unida una gran parcialidad y un fuerte énfasis sentimental, y se lo hace más importante que otras cosas. Por supuesto, a la limpieza se atribuye actualmente tal importancia, sólo porque es algo muy fácil para los ricos y muy difícil para los pobres. Mi único interés aquí, sin embargo, es señalar el método por el cual se le ha dado tal importancia; nunca por la explicación o definición de su importancia como en un credo; siempre asumiendo esa importancia como un prejuicio.

No tengo espacio para explayarme con otros ejemplos, pero el lector puede, fácilmente, presentarse los casos, y emplear esta prueba general: que en la mitad de los movimientos más típicos de los últimos treinta años nadie puede decir cuándo o cómo comenzaron realmente. Ni en el bárbaro crepúsculo de la Edad Media, o en sus bosques enmarañados, o en la confusión reinante en esa época, surgieron jamás con tal silencio y secreto esas fuerzas enormes, como ocurre hoy. Nadie conoce ni puede nombrar el verdadero comienzo del imperialismo, o de la popularidad de la familia real (algo muy reciente, pero imposible de rastrear), o el hecho de que tantas mentalidades den por sentada la filosofía materialista o la imposición práctica de la abstinencia de bebidas alcohólicas como una disciplina del ministerio público del no conformismo. Estas cosas surgen de la noche y son informes, aun cuando conforman todo lo demás.

Pero las discusiones sobre el tema del censor y otros problemas teatrales han puesto frente al público un ejemplo supremo de lo que quiero manifestar. Se nos ha solicitado cien veces la solución a ese problema de combinar en el arte la verdad con la modestia sexual; y el resultado de considerarlo ha sido que nos encontramos enfrentados con un cambio profundo y sumamente importante en la opinión pública a este respecto; un cambio que se ha ido desarrollando durante los últimos veinte años, quizás desde el advenimiento de los puritanos; pero un cambio que es, de todos modos, de mayor importancia para la salud de la ética y que ha ocurrido en el mismo poderoso silencio que el crecimiento de un árbol. A este cambio entre la moral de la nueva Inglaterra y la de la vieja Inglaterra quiero referirme aquí. El tema es difícil, y hasta sentimental y doloroso; y creo que no habrá daño en que comience con algunos de los principios humanos generales del problema, aunque sean tan antiguos y evidentes como el alfabeto.

Entre los hombres normales no hay, realmente, muchas opiniones diferentes cuando se trata de los primeros principios de la decencia en la expresión. Todos los hombres sanos, antiguos y modernos, occidentales y orientales, sostienen que en el sexo hay una furia que no podemos correr el riesgo de inflamar; y que, si el instinto debe continuar moderado y sano, debemos asignarle cierto misterio. Pero existen personas que sostienen que pueden hablar de este tema tan fría y abiertamente como de cualquier otro; son aquellos que sostienen que caminarían desnudos por la calle. Pero estas personas no sólo están locas; son, en el más enfático sentido del mundo, absolutamente estúpidas. No piensan; sólo señalan (como los niños) y dicen ¿por qué? Hasta los niños lo hacen sólo cuando están cansados; pero precisamente esta clase de cansancio es lo que en ésta, nuestra época, pasa no sólo por ser pensamiento, sino por ser pensamiento atrevido e inquieto.

La pregunta ¿por qué no podemos discutir los problemas del sexo fría y racionalmente en cualquier parte? es ociosa y nada inteligente. Es como preguntar: ¿Por qué no camina un hombre con las manos, igual que lo hace con los pies? Es una tontería. Si un hombre caminara sistemáticamente con las manos, éstas serían pies. Y si el amor y la lujuria fuesen cosas de las que pudiéramos hablar todos, sin emoción posible, no serían ni amor ni lujuria, sino otra cosa: una función mecánica o algún deber natural y abstracto que puede existir o no, entre los animales o los ángeles, pero que no tiene nada que ver con la sexualidad de que estamos hablando. Todas las ideas de asir o de gesticular, que nos da el significado de la palabra «mano», dependen del hecho de que las manos son extremidades libres usadas, no para caminar, sino para agitar. Y todo lo que queremos decir cuando hablamos de «sexo» está involucrado en el hecho de que no es una cosa inocente o inconsciente, sino un estímulo emotivo, especial y violento, espiritual y físico al mismo tiempo. Un hombre que nos pide que no sintamos emoción ante el sexo nos pide que no sintamos emoción ante la emoción. Ha olvidado el asunto del que está hablando. Ha perdido el tema de conversación. De él puede decirse, en el estricto sentido de las palabras, que no sabe de qué está hablando.

Y si los hombres jamás dudaron de que debe haber decoro en esas cosas, tampoco han dudado de que ese decoro puede ser llevado demasiado lejos, que el coraje, la risa y la verdad sana pueden ser sacrificados en aras de los convencionalismos.

Hasta aquí, me permito decir, la humanidad se manifiesta unánime. Comenzamos a encontrar la diferencia entre las distintas civilizaciones y las distintas religiones de los hombres en la discusión de qué cosas deben suprimirse y cuáles permitirse, en la selección de los tipos de candor más inocuos entre los más dañosos. Y precisamente aquí quiero referirme a una diferencia como la que acabo de nombrar. Entre otras sociedades y épocas, nuestra sociedad y nuestra época han hecho su elección al respecto. Hemos dicho, inspirados sólidamente por un sentimiento general, que se permitirá una clase de expresión y la otra se hará imposible. Hemos elegido, y creo que hemos elegido mal.

Antes de profundizar en este tema tan arduo, hay que establecer una cosa por lo menos. El mal del exceso en este asunto, en realidad, consiste en tres males separados. La impropiedad verbal y el exceso pueden surgir por tres motivos distintos, tres estados de ánimo completamente diferentes, que realmente tienen muy poco que ver los unos con los otros. Es necesario distinguir bien estos tres límites antes de continuar. La discusión común, popular, del problema siempre las mezcla. Brevemente, puede establecerse de esta manera: la impropiedad surge de un espíritu verdaderamente vicioso, del amor al énfasis o del amor al análisis.

Del primero podemos desprendernos brevemente y con alivio. Existe lo que llamamos pornografía, como sistema de deliberados estimulantes eróticos. Es algo que no debemos discutir con nuestro intelecto, sino pisar con los tacos de nuestros zapatos. Pero lo que debemos destacar para nuestro propósito es que esta forma de exceso está separada de las otras dos por el hecho de que el motivo de ella debe de ser malo. Si un hombre trata de excitar un instinto sexual que ya es demasiado fuerte y lo hace en la forma más indecente, entonces debe de ser un malvado. O bien cobra dinero para degradar a sus semejantes, o bien actúa impulsado por el místico prurito del hombre perverso que trata de hacer perversos a los demás, y que es el secreto más extraño del Infierno.

Pero cuando llegamos a los motivos de énfasis y análisis, es importante observar que en ambos casos el motivo puede ser hermoso, aun cuando el resultado sea desastroso. El motivo de impropiedad que surge del énfasis puede ilustrarse perfectamente con el hábito de jurar. Jurar es, naturalmente, el argumento posible, más fuerte, desde el punto de vista religioso de la vida. Un hombre no puede afirmar nada de este mundo de una manera satisfactoria sin salirse de él. Las cosas comúnmente llamadas fábulas son tan verdaderas, que ellas solas pueden dar una ratificación final hasta a las cosas que por lo común llamamos hechos. Un hombre de Balham ni siquiera puede llamar bueno a su perro sin llamar en su ayuda a los ángeles o a los demonios. El balhamita, como el romano, si no puede inclinar a los dioses, moverá al Aqueronte. Pero jamás piensa en mover a Balham. La religión es su única fuente para propósitos de verdadero énfasis. Y a menudo, cuando ataca a la religión por instinto, el modo de atacarla es decir que es una maldita mentira.

La manera más natural de hablar es un modo de hablar sobrenatural. Y en verdad ésta puede considerarse una buena prueba para todas las modas y filosofías modernas que pretenden ser religiosas. Los nuevos credos fundados en la evolución o en la ética impersonal siempre proclaman que ellos también pueden producir santidad; y que ningún cristiano tiene derecho, por la caridad cristiana, a negar esa posibilidad. Pero, si el asunto es saber si las cosas en cuestión son religiosas en el sentido en que lo es el cristianismo o el credo musulmán, entonces tendría yo que sugerir una prueba distinta. No preguntaría si pueden producir santidad, sino si pueden producir profanidad. ¿Puede uno echar ternos por la ética? ¿Puede uno blasfemar la evolución?

Muchos hombres ahora sostienen que la simple adoración de una moral o una bondad abstracta es centro y única necesidad de la religión. Conozco a muchos de ellos; sé que sus vidas son nobles, y sus intelectos, justos. Pero (lo digo con respeto y cierta vacilación) ¿no serán sus juramentos un tanto suaves? No quiero decir que tendrían que echar ternos, nadie debiera hacerlo; quiero decir que, si llega el momento de maldecir, podemos ver, en tal actitud, la vasta diferencia de realidad entre la nueva religión falsa que habla de la santidad interior y una antigua religión práctica que adoró la verdadera santidad exterior.

Pueden ver la diferencia en la debilidad de los juramentos, considerados como literatura. El hombre de las Iglesias cristianas decía (en ocasiones): «¡Oh, Dios mío!» El hombre de las sociedades éticas dice (presumiblemente): «¡Oh, caramba!»

Afirmo que es generalmente cierto que todo el circulo de este universo físico no contiene nada bastante fuerte para los propósitos de un hombre que en verdad quiere decir lo que dice; ni siquiera cuando se refiere a un perrito. Sin embargo, hay una excepción a esta regla general. Hay algo que pertenece a este mundo y que, sin embargo, es tan feroz y alarmante, tan pleno de amenaza y de éxtasis, que por momentos parece compartir el carácter del milagro. Es lo que llamamos sexo; y el hombre del perrito de Balham, de tiempo en tiempo, lo llamará por su horrendo nombre. Los hombres acostumbraban jurar por sus cabezas; en cierto modo, aún juran por sus cuerpos. El sexo es lo bastante real como para que se jure por él.

Para tomar sólo una vulgar prueba democrática, la gente escribe acerca de él en las paredes, lo mismo que de religión. Nadie escribió jamás en las paredes acerca de la ética. Sobre todo, el idioma del sexo puede usarse como una especie de violenta invocación; como un modo de reforzar las palabras comunes con las palabras más fuertes. Aquí no me detendré a preguntar la razón de esto, ni me detendré a preguntar si decir «maldito» y otras cosas imposibles de imprimir tiene algo que ver con el hecho de que el sexo es la gran tarea del cuerpo, y la salvación, la gran tarea del alma. Baste decir que cualquiera puede leer lo que quiero decir y cualquiera puede oírlo. Puede leerlo mejor que en ninguna otra parte en las obras de Aristófanes o de Rabelais. Puede oírlo, mejor que en ninguna otra parte, en las calles de la ciudad.

Pero, aunque puede oírlo en la calle, no puede contarlo en ninguno de los libros y los periódicos que se venden en la calle. No existe ninguna ley contra las ideas indecentes; pero existe una ley práctica y eficaz contra las palabras indecentes. Lentamente, en el curso del siglo XVIII, se abandonó palabra tras palabra hasta que en la época victoriana se insistió en que no debían usarse frases vulgares ni siquiera en defensa de la vulgaridad. Yo mismo me encuentro bajo la limitación de este prejuicio. Me veo obligado a demostrar mi caso con muchas páginas porque tengo que hablar como se habla en una revista respetable. Podría probar mi caso en diez minutos si pudiera hablar como dos respetables maridos lo hacen en un ómnibus.

Es suficiente, sin embargo, presentar el tema de este modo: cuando un peón usa lo que se llama lenguaje obsceno, casi siempre lo hace para expresar su justísimo disgusto ante la conducta obscena. Y en esto el obrero está de común acuerdo con los poetas o los autores más auténticamente masculinos; está de acuerdo con Rabelais, con Swift y hasta con Browning. Browning usa una metáfora obscena para expresar la obscenidad de quienes profesan simpatía por los dolores humanos sólo porque son morbosos. Pueden encontrar la frase en En la sirena. Browning usa la misma metáfora obscena para expresar la obscenidad de quienes no pueden comprender el súbito deseo de un hombre en presencia de una mujer. Encontrarán la frase en el discurso de Capponsacchi. En resumen, el uso enfático del lenguaje sexual tiene esta gran ventaja: que por lo común se lo usa exclusivamente en interés de la virtud. El cochero virtuoso puede llamar (y lo hace) «condenado» a un hombre, en un estado de furioso e inocente horror ante la idea de que alguien sea un condenado.

Pero esto no es verdad en el caso del tercer impulso a la falta de decoro. El tercer impulso es el que llamé analítico; es la mera curiosidad de la mente por saber cómo se deben considerar y clasificar las relaciones de los sexos. Esto abarca lo que hoy llamamos el teatro de problemas. Y todo aquello que asociamos con la novela realista y psicológica, y todos los millones de propuestas por cambiar la estructura de los matrimonios. Mucha gente se horrorizó ante el diálogo de The Little Eyolf aunque no contenía una sola mala palabra. Se acusó a George Moore, a Richard Le Gallienne y a la dama llamada «Victoria Cross» de ser innecesariamente atrevidos; pero ni uno de ellos se atrevió a usar palabras sacadas directamente de Bunyan o de la Biblia. La indecencia analítica goza ahora de más libertad que nunca entre hombres libres. La indecencia enfática nunca estuvo más sofocada que ahora entre los hombres libres; está más sofocada que entre los esclavos.

Aquí no me ocupo en negar que la moda moderna de analizar el sexo es, generalmente, algo bueno. En realidad, existe demasiada hipocresía en lo que respecta al sexo; no entre el pueblo inglés, sino en la literatura y el periodismo que el pueblo inglés autorizó, por alguna incomprensible razón, a hablar en su nombre. No hay hipocresía en un ómnibus inglés; pero estoy completamente de acuerdo en que hay realmente demasiada hipocresía en la primera página de un periódico inglés, o entre las tapas de un libro inglés. Admitamos que Ibsen tenía el derecho de sugerir que el matrimonio es un hecho desagradable, al mismo tiempo que agradable; admitamos eso, y también que, además del lado más caballeresco del sexo, exagerado por los poetas victorianos, existe el lado realista y científico del sexo, exagerado por los antiguos monjes. Admitiré también inmediatamente la moderna tendencia a disecar el sexo y subdividirlo, y encasillarlo en una medida justa y necesaria. Ni siquiera diré que la tendencia ha llegado demasiado lejos. Pero en cambio diré: ¿qué harán si llega, realmente, demasiado lejos?

Supongan que se levantan una mañana cualquiera y descubren que se toman muy en serio indecencias realmente ridículas. Supongan que encuentran ciertos pecados colocados en casilleros cuando en realidad deberían estar en un cajón de basura. Supongan que, al cabo de veinte años de estudios científicos, descubren que han vuelto todas las bromas puercas, con la única diferencia de que tendrán que disfrutarlas sin reírse de ellas. Supongan, en resumen, que se enfrentan al exasperante espectáculo de la gente masticando pecados en vez de escupirlos, como harían sus padres. ¿Qué harán, entonces? ¿Cómo expresarán sus sentimientos si se enfrentan a esa horrible manera de tomarse en serio el sexo... modo cuyo verdadero nombre es Culto del Falo? Ya sé lo que harán; llamarán a los fantasmas de Rabelais y de Fielding para que los libren de esa sucia idolatría; y tal vez el pueblo inglés les contestará y les hablará. Es muy común referirse al pueblo inglés en uso de la palabra; pero, si alguna vez habla, lo hará como lo hizo Rabelais y como hablan actualmente los cocheros ingleses.

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