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El verdadero Dr. Johnson

Es posible que en Inglaterra aún quede gente que no adora al Dr. Johnson. Esas personas deben ser eliminadas, si es posible, por la persuasión. Un breve y sencillo intento para persuadirlas debe privar sobre cuestiones más sutiles en toda discusión sobre el gran hombre. Ahora bien, esta antigua y superficial incomprensión de Johnson (ya casi desaparecida) se expresa en dos principales ideas populares: que era pedante y brusco. En ocasiones, fue brusco; nunca, pedante. Probablemente fue el hombre menos pedante que jamás existió; con toda seguridad, ustedes o yo somos mucho más pedantes que el Dr. Johnson. Pues pedantería significa adoración de palabras muertas; y sus palabras, largas o cortas, siempre estuvieron vivas. Jugaba con las palabras largas y las cortas; las ponía unas junto a otras con arte improvisado pero infalible.

Estoy alejado de los libros y cito de memoria, pero creo que un escocés, ofendido por las burlas de Johnson contra su país, dijo: «¿Recuerda que Dios hizo a Escocia?» Johnson le replicó de inmediato: «Caballero, debe recordar que la hizo para los escoceses». Luego, al cabo de una pausa, dijo meditando gravemente: «Las comparaciones son odiosas, pero Dios hizo el Infierno».

Ahora bien, la vaga opinión popular sobre Johnson se concentra con insistencia en palabras largas como «comparaciones» y «odiosas», y mantiene la impresión de que era pedante. Será igualmente fácil concentrarse en palabras como «Infierno» y daría la impresión de que es vulgar. El único modo verdadero de probar la cuestión es contemplar toda la frase y preguntarse si existe una sola palabra, larga o corta, fuera de lugar.

Johnson fue todo lo contrario de un pedante, pues usó palabras largas sólo donde tendrían efecto. Generalmente se redujo a eso: hablaba pomposamente cuando Boswell hablaba con frivolidad, y frívolamente cuando Boswell hablaba con pompa, lo que me parece una regla muy sensata. Cuando Boswell lo enfrentó con los hechos brutales de una torre solitaria y un niño, él le respondió con lejana dignidad: «Caballero, no me gustaría mucho mi compañía». Pero cuando Boswell justificó a cierto obispo o vicario reincidente con ese elaborado picadillo de sofistería y caridad que sigue usándose para justificar a los ricos, Johnson le respondió unas cuantas palabras cortas, tan cristianas y tan sensatas que no me permitirían reproducirlas aquí.

El cargo de rudeza que se le hace es mucho más exacto; pero a ese respecto todavía sobrevive cierta impresión que exige una gran enmienda. Tomado en conjunto con la acusación de pedantería, ha creado la imagen de un maestro de mal genio, de una persona superior que se cree por encima de las buenas maneras. Ahora bien, Johnson fue, a veces, insolente, pero jamás superior. No fue un déspota, sino, precisamente, lo contrario. Era su sentido de la democracia del debate lo que lo hacía gritón e inescrupuloso, como una multitud. Precisamente porque pensaba que el otro era tan inteligente como él mismo, en casos extremos buscó la manera de derrotarlo a gritos. Todo el mundo conoce la brillante descripción que de él hizo uno de sus mejores amigos: «Si su pistola no dispara, aporrea con la culata». Pero pocos se dan cuenta de que éste es el accionar de un buen hombre, simple y heroico, que lucha contra una fuerza superior.

Johnson fue un hombre impulsivamente animal y de carácter irregular, pero intelectualmente fue humilde. Siempre se, presentó en cualquier conflicto con la idea de que el otro era tan bueno como él y de que él mismo podría resultar vencido. Sus alaridos y sus puñetazos contra la mesa eran expresiones de una modestia fundamental. Podemos sentir este elemento, creo yo, en todo lo que dijo, hasta en aquellas horribles últimas palabras en su lecho de muerte, cuando habló de Burke, el único hombre que lo había emocionado y atraído: «Si lo viera ahora, moriría».

Su destino respecto de esto ha sido extraño. Se lo llamó el pedante por excelencia porque fue la única persona absolutamente no pedante de una época pedante. Lo llamaron tirano de la conversación porque fue el único hombre de su categoría mental que se mostró dispuesto a discutir con sus inferiores. Por otra parte, se dice a menudo que tradujo el inglés al «johnsonés». Pero debe recordarse que fue el único hombre de su época que pudo traducir, de nuevo, el «johnsonés» al inglés. Medio centenar de críticos de aquella época pudieron decir de una obra de teatro: «No posee suficiente vitalidad para preservarla de la putrefacción», pero sólo Johnson pudo haber dicho también: «No tiene bastante ingenio para evitar que se ponga agria».

En el siglo XVIII hubo gran cantidad de grandes hombres que mantuvieron un club o una corte de mantenidos, donde todo ocurría de acuerdo con su gusto. No necesito probarlo; el más grande escritor satírico de aquella época ha hecho inmortal la imagen:

Como Cotón dio leyes a su pequeño senado,

y prestó atención a su propio aplauso.

Pero Johnson fue cualquier cosa menos atento con quienes lo aplaudían; Johnson fue furiosamente sordo con quienes lo contradecían. Lejos de ser un rey solemne y condescendiente como Ático, fue una especie de miembro irlandés de su propio Parlamento. Todos éstos no son más que ejemplos incidentales y fragmentados; el timbre del hombre fue de realidad y honor; jamás pensó estar equivocado sin estar listo a pedir disculpas.

Sabemos bastante acerca de las descortesías del Dr. Johnson, tanto como para llenar un libro. Me gustaría que compilaran otro libro con las disculpas del Dr. Johnson. No existe mejor prueba de caballerosidad e integridad de un hombre que cómo se comporta cuando está equivocado; y Johnson se comportaba muy bien. Comprendía (lo que no comprenden tantas personas intachablemente corteses) que una disculpa fría es un segundo insulto. Comprendía que la parte herida no quiere que la compensen porque la han agraviado; quiere que la curen porque la han lastimado. Boswell una vez se le quejó en privado, explicando que no le importaban las asperezas mientras estaban solos, pero que no le gustaba que lo hicieran pedazos delante de otros. Agregó una ociosa figura literaria, cierto símil tan trivial que no puedo siquiera recordarlo. «Caballero —dijo Johnson—, ése es uno de los símiles más felices que he escuchado». No perdía tiempo en retirar esa palabra con reserva y aquélla con explicaciones. Al descubrir que había provocado dolor, hacía cuanto estaba de su parte para proporcionar placer. Si había ignorado que podía irritar a Boswell, por lo menos sabía que podía calmarlo.

Es este gigantesco realismo en la amabilidad de Johnson, lo directo de su sentimentalismo, cuando es sentimental, lo que le da ese dominio sobre las generaciones de hombres que viven en la actualidad. No hay nada elaborado en su ética; quiere saber si un hombre es feliz o desdichado, si está diciendo la verdad o una mentira. Quizás dé la impresión de martillar el cerebro en largas noches de ruido y truenos, pero puede entrar al corazón sin golpear.

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