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La nueva vía
El poeta Tennyson, como verdadero victoriano, debe de haber escrito muchos de sus poemas en el tren, dado que viajar en tren era el invento y la principal institución de su época. En verdad, él mismo confiesa haber escrito el poema de lady Godiva mientras esperaba el tren; y a juzgar por la cuidada construcción del verso libre, el tren debe de haber llegado con mucho retraso. Pero Tennyson tiene otros versos que parecen haber sido escritos mientras dormía en el tren. Tienen esa peculiar mezcla de barullo y retintín conocida por quienes duermen en los trenes y solamente sienten el ritmo metálico de las ruedas, confundido con los sueños más informes y sin sentido. En un momento semejante, de profundo adormecimiento, lord Tennyson compuso los trozos más progresistas y proféticos de Locksley Hall; y esto puede probarse claramente, por el hecho convincente, y aun condenable, de que uno de los versos dice realmente:
Que el gran mundo gire para siempre bajo las
repicantes vías del cambio.
Les resultará interesante a los psicólogos el curioso cambio de situación de las palabras y el desorden de las ideas, característico de las frases creadas en sueños. Para la inteligencia común y despierta, las palabras pueden parecer sin sentido. Las vías no cambian; no repiquetean necesariamente; ni siquiera repican los cambios. Pero así como alguien dormido en un vagón de ferrocarril murmurará, en el momento de despertar, alguna frase que traicione un secreto que probablemente habría guardado estando despierto —como que está viajando en primera clase con un pasaje de tercera, o que bajo el asiento está escondido el cadáver de un acreedor—, de igual modo, Tennyson, en este verso extraordinario, traicionó realmente el secreto, hasta el crimen, diría yo, de su propio mundo intelectual y de gran parte del mundo que vino luego.
Pues el inconveniente que tiene eso que se da a sí mismo el nombre de mentalidad moderna son simplemente las vías; y nuestro hábito de sentirnos contentos en las vías, porque nos han dicho que son la vías del cambio. Y como digo, es un hecho revelador el que aun el poeta moderno, cuando desea describir el cambio, hasta cuando quiere glorificarlo, sigue describiéndolo instintivamente como una vía. Ésta es una marca que ha quedado en la mayor parte del mundo moderno, desde los comienzos de la época mecánica e industrial. Pero tuvo su forma primera y más clara en esta idea fija de viajar en tren. Debe notarse con especial cuidado que, al hablar de mentalidad moderna, decimos que está en una vía y no en un surco. Surco era un término usado comúnmente para referirse a un carro; en los tiempos en que no poníamos el carro delante del caballo.
Cuando un ser viviente marchaba adelante de nosotros, había algo de duda y de aventura o de vacilación en las huellas que hacía, aun convirtiéndose en vías para otros. Había extrañas curvas en el rumbo de quien enganchaba su coche a un caballo y aun no había abandonado el caballo por los caballos de fuerza. A veces, había huellas fantásticas y salvajes, si enganchaba su carro a una estrella. Pero, más allá de tales figuras o fantasías, la peculiaridad esencial de la vía es que no puede haber nada nuevo en ella, salvo que pueda llevarnos a nuevos lugares o, posiblemente, hacernos pasar por nuevos lugares, a un promedio de velocidad enteramente nuevo. Eso es lo más importante que quiero significar cuando hago referencia a las nuevas vías: su única forma de progreso es ir cada vez más rápidamente a lo largo de una línea, en una dirección. No sienten la curiosidad de detenerse, ni el valor de volver atrás.
Para ser más claros, tomemos el caso del ferrocarril. A menudo, se ha presentado una historia de la locomotora de vapor en todas las etapas de su desarrollo, la evolución del tren moderno desde los primeros ridículos modelos de Puffing Billy. Pero la locomotora no produjo otra cosa que locomotoras cada vez más veloces; y el punto fundamental es que nadie esperaba que se pudiera hacer. Nadie, ni en las fantasías más locas, se preguntó si se desarrollaría en alguna otra dirección, salvo la de sus propias vías. Por ejemplo, nadie sugirió jamás que podría desarrollar su propio tipo de arquitectura, para que la construcción de vagones fuera como la construcción de templos o de edificios públicos. Sin embargo, muy bien pudo haber cuatro o cinco escuelas de arquitectura para el diseño de trenes, como existe para el diseño de templos. Sería una linda fantasía que el estilo arquitectónico del tren variara de acuerdo con el país que cruza o visita.
La Estación de Ferrocarril de Pennsylvania, en Nueva York, es una noble y seria muestra de arquitectura y, en realidad, es una especie de saludo a la gran ciudad de Filadelfia, hacia la cual están dirigidos los portales. Muy bien pudo suceder que lo que se hizo por la estación se hubiera hecho por la locomotora de vapor; y que el diseño y el color del vehículo cambiara de acuerdo con el lugar hacia dónde se dirigía: a las antiguas ciudades francesas o a las llanuras de los pieles rojas; a las nieves de Alaska o a los naranjales de Florida. En realidad, me parece que hubiera habido mucho más simbolismo poético, en cien formas distintas, probablemente guardado por ritos y dedicado a los dioses o santos patronos, si la locomotora de vapor hubiera sido inventada por los antiguos griegos o por los cristianos de la Edad Media y no por los filisteos de la época victoriana. Pero aquí lo que importa es que nadie pensó jamás en tales cosas; y realmente a nadie se le ocurrió comprobar el progreso del tren por medio de tales pruebas. Hubo una sola prueba del tren, y fue la prueba de las vías; de la suavidad de la vía; de la rectitud de la vía; de la rapidez con que viajaba a lo largo de la vía. Algo había en el tono general del hecho que impedía siquiera la mera fantasía de andar en otro rumbo; o de preguntarse, aunque fuera en vano, si alguna vez podría llevar un castillo, como los elefantes, o un mascarón, como los barcos.
Ahora bien, a pesar de las más violentas pretensiones de independencia, sigue pareciéndome que la vida intelectual de hoy está simbolizada por el tren, o el carril, o la vía. Son enormes la bulla y la vivacidad con que se hace referencia a ciertas modas o direcciones fijas del pensamiento; así como es enorme la velocidad que se logra en las vías fijas del ferrocarril. Pero, si comenzamos a pensar realmente en salirnos de la vía, veremos que lo que es cierto respecto del tren lo es igualmente respecto de la verdad. Veremos que es más difícil saltar de la vía cuando el tren marcha velozmente que cuando lo hace con lentitud. Veremos que la rapidez es rigidez; que el mismo hecho de que algún movimiento artístico, social o político marcha cada vez con más velocidad, significa que menos gente tiene el valor de salirse de él, o moverse en su contra. Y al final tal vez nadie dará el salto para lograr la libertad intelectual, así como nadie saltará de un tren que marcha a ochenta millas por hora.
A mi entender, ésta es la principal característica de lo que llamamos pensamiento progresista en el mundo moderno. Está limitado en el más exacto sentido de la palabra. Tiene una sola dimensión. Va en un solo sentido. Está limitado por su progreso. Está limitado por su velocidad.
He dicho que no siente la curiosidad de detenerse. Si los habitantes de los trenes fueran realmente viajeros que exploran un país extraño para hacer descubrimientos, siempre se detendrían en pequeñas estaciones. Por ejemplo, siempre se detendrían a considerar la curiosa naturaleza de sus propios términos convencionales; lo que nunca hacen, de ninguna manera. Consideran sus reclamos solamente como artificios o instrumentos para permitirles llegar a donde van; jamás se les ocurre pensar de dónde viene el reclamo. Sin embargo, esto es exactamente lo que harían si estuviesen pensando, realmente, en el sentido más completo. Por supuesto, al referirnos a estas modas intelectuales, debemos pensar que grandes masas, probablemente toda la humanidad, jamás viaja en tren. Permanecen en sus pueblos, y son mucho mejores y más felices; pero no se los considera los conductores intelectuales del momento. De lo que me quejo es de que los conductores intelectuales solamente pueden conducir por una senda estrecha, conocida de otro modo como «las repicantes vías del cambio».
Tomemos, en este asunto de las frases hechas, el ejemplo de la controversia acerca del arte avanzado y el arte futurista. No me propongo considerar el arte, sino la controversia, para ilustrar lo que se ha dicho acerca de lo aconsejable de detenerse y de la estupidez del tren sin estaciones.
Aunque, por supuesto, las verdaderas masas no se han convertido ni a Picasso ni a Epstein, a pesar de todo, los términos de la controversia, los únicos marbetes del argumento conocidos por los periódicos, los únicos sofismas conocidos y casi populares fuera del simple ultraje popular, están del lado de las nuevas escuelas. Quiero decir que los hombres modernos no tienen profundo conocimiento de los argumentos racionales en favor de la tradición, pero sí conocen, y casi hasta el cansancio, los argumentos racionales en favor del cambio. Cualquiera sea el lado que está en lo cierto en el tema del arte (que evidentemente depende, en gran medida, del artista en particular), todo el mundo moderno está verbalmente preparado para considerar que el nuevo artista está en lo cierto, y que el antiguo está equivocado. Toda la filosofía progresista lo ha preparado para eso; pero esa filosofía es, a menudo, más una fraseología que una filosofía.
El idioma que acude con rapidez a la mente de todos es el idioma de la innovación; pero es un lenguaje más ejercitado que examinado. Por ejemplo, es probable que mucha más gente tenga conocimiento de los poemas de W. B. Yeats que de los poemas de Edith Sitwell. Pero mucha, mucha más gente comprende lo que quiere decir la señorita Sitwell cuando dice sencillamente que la critican en su época como criticaron a Keats en la suya, y no lo que dice el señor Yeats cuando manifiesta que nada completamente nuevo puede ser usado en poesía, o que la inocencia nace solamente del rito y la costumbre. Pues el primero es un argumento conocido por todos los progresistas y reformadores modernos; y el segundo expresa palabras profundas de un hombre que en verdad piensa por sí mismo. Estoy de acuerdo con que, en muchas otras cosas, especialmente en los mejores ejemplos de su poesía, la señorita Sitwell también puede pensar por sí misma. Sólo digo que este argumento en particular («Se rieron de Juan el Bautista, y se ríen de mí»; «no creyeron en Galileo, no creen en mí»), este argumento en particular forma parte de la reconocida bolsa de trucos de reformadores y revolucionarios; integra el mismo viejo aparato del Nuevo Movimiento.
Si aplicamos esto, por ejemplo, a las discusiones sobre pintura o escultura, hallaremos la misma situación; que cualquiera que sea el lado que esté en lo cierto, todo el aparato de la charla moderna favorece a la idea de que lo nuevo siempre está bien. Existe una selección distinta de frases hechas, pero que no son examinadas muy seguido. Por ejemplo, si cualquier filisteo protesta débilmente porque han esculpido a Helena de Troya con una cabeza que tiene la forma exacta de la Gran Pirámide, o a Titania con una figura que sigue las líneas ampulosas y sencillas del hipopótamo del zoológico, o tal vez porque a su propia hija predilecta la presentan en público en la conmovedora situación de tener la nariz y los párpados cortados, en cuanto se oye tal crítica, sea cierta o no, la respuesta llega con la precisión de un reloj; es una frase que quiere decir que algunos pretenden que el arte sea «lindo-lindo». Ahora bien, el primer acto de cualquier mentalidad independiente será criticar dicha crítica. Y especialmente sentir curiosidad ante la extraña forma que asume. ¿Por qué dice todo el mundo «lindo-lindo»? ¿Por qué no decir que a ciertas personas no les gusta lo que es «feo-feo» o quizás lo que es «detestable-detestable»? ¿Qué significa esta horrible repetición, como si fuera un decimal periódico?
Si tienen la clase de curiosidad independiente que se detiene en las estaciones junto al camino, si, finalmente, no tienen sólo prisa por llegar a la elegante estación terminal, muy bien pueden detenerse frente a una frase como ésta, y con beneficio. Percibirán que la frase es, realmente, un intento casi patético de repetir la exclamación admirativa de un niño. Y con ello bastaría para destruir el argumento. Pues un niño posee un sentido muy sano para admirar lo que realmente es admirable; y de ninguna manera un gusto vulgar y con suave capa de barniz por lo que es convencionalmente bello. El niño no llamará «lindo-lindo» al jabonoso retrato de una muchacha que hace su debut en sociedad, ni a un grupo lleno de muebles de la familia real; es más probable que lo manifieste respecto del relampagueo rojo del fuego de una hoguera 0 de los fuertes colores de una gran flor del jardín o de algo realmente elemental y esencial; de algo que a su manera está tan «muerto» (como dirían nuestros queridos amigos) como la Gran Pirámide o el gran paquidermo. Si a menudo ellos también se complacen frente a cosas que son verdaderamente «lindas», en el sentido en que lo es una niña llena de gracia por Greuze o una nube de pimpollos rosados en primavera, es simplemente porque existe un lugar muy legítimo en el arte para lo que es lindo; y no se le pone fin murmurando dos veces la misma palabra y llamándolo «lindo-lindo». De todos modos, los modernos más arrogantes cometen un gran disparate al achacar puerilidad a la defensa de ciertas cosas que sólo pueden defenderse al ser pueriles en el más alto sentido. Cezanne mismo dijo: «Estoy tratando de recordar la visión directa de un niño».
Igual ocurre con todas las frases trilladas que circulan, con el propósito de defender cualquier excentricidad, aun antes de que exista. Así todo el mundo conoce muy bien la frase que dice que el arte no es fotografía y que sólo se requiere la fotografía para ser realista. Todo el mundo conoce la frase. Si se trata de decir la verdad, nada es menos realista que la fotografía. Desde el comienzo se aparta de toda realidad, al igual que las esculturas de mármol se apartan de la realidad, porque carecen de color, porque divorcian la gran unión óptica del color y la forma. Lo que reproduce más o menos artísticamente es la luz y la sombra, y la luz, a veces, falsifica la forma, y siempre falsifica el color. Si queremos la forma verdadera, debe ser dibujada de manera más o menos abstracta; y cuando así la dibujan Leonardo o Miguel Ángel, no podemos dejarla de lado por fotográfica ni por «linda-linda».
El artista debe de tener sus propias razones para dibujar piernas como si fueran almohadones o salchichas; pero eso no convierte las fuertes líneas arrebatadoras, de huesos sesgados y músculos apretados de cualquier gran dibujante florentino, en una obtusa reproducción mecánica, valiosa sólo como la vulgar instantánea de un hecho trivial. Esas líneas son fuertes y hermosas, como son hermosas las líneas de una cascada y de un remolino. En realidad, son exactamente como las hermosas líneas abstractas que cualquier artista moderno querría inventar, si pudiera.
De todo lo que se dice de las nuevas escuelas de arte, he tomado solamente esto para ilustrar lo que quiero significar cuando digo que el mundo lleva tal prisa en ser novedoso que ni siquiera se detiene junto a las verdades de la nueva escuela, y mucho menos de la antigua. Del millón de hombres y de mujeres que han escuchado esas dos frases, ¿cuántos han escuchado alguna frase de la fraseología y la filosofía contrarias? Me refiero a cualquiera que ofrezca una defensa filosófica de la otra filosofía. De todos aquellos a quienes han dicho (quizás innecesariamente) que Epstein no pretende ser lindo, ¿cuántos han oído la defensa de la civilización, en la que esta misma fuerza se muestra en que es capaz de exaltar, equilibrar y proteger lo que es lindo? La misma solidez ciclópea de los cimientos de la ciudad queda probada mejor que nada ante el hecho de que ningún terremoto puede sacudir la estatuilla de mármol sobre el pedestal, o la pastora china del estante.
¿Cuántos han considerado el argumento más antiguo de una cultura que es lo suficientemente atlética para ser elegante? O, para tomar otro ejemplo, ¿cuántos han comprendido los argumentos científicos y psicológicos en favor de la antigüedad? De todos aquellos que recuerdan que les dijeron que admiraran una pintura moderna, simplemente porque se parece menos a la vida que una fotografía, o que les dijeron que admiraran la poesía moderna, sólo porque es más prosaica que la jerga vulgar, sin otra razón; de todos aquellos, ¿cuántos recuerdan siquiera la sensata observación, hecha hace tiempo por Oliver Wendell Holmes, de que los grandes poetas latinos aumentan su grandeza al ser citados innumerables veces, que las palabras se unen con el tiempo, como las piezas estacionadas de un violín? No quiero decir que la verdad está sólo en la tradición; sólo digo que la publicidad está de parte de la innovación. Hasta el surgimiento reciente del grupo humanista en América, casi nadie, ni aun entre las clases cultas, poseía el vocabulario para la defensa de la tradición. Las mismas palabras en uso, la misma estructura de la frase, el tono común de toda la prensa pública, me impidieron utilizar los argumentos verdaderos y razonables contra la simple novedad.
Lo curioso es que Inglaterra posee, aun más que América, un vocabulario humanista en uso. Aquí también la ética periodística ha sido segada y simplificada en demasía hasta quedar reducida a unas pocas ideas toscas, de actividad comercial o continua reforma. Me interpretarán completamente mal si suponen que solicito pasajes de regreso a Atenas y al Edén; porque no quiero ir por tren barato a Utopía. Quiero ir a donde me plazca. Quiero detenerme donde me plazca. Quiero conocer el ancho y el largo del mundo; y apartarme de las vías para vagar por las antiguas llanuras de la libertad.
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