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De Meredith a Rupert Brooke

El siglo XVIII recibió el nombre de Edad de la Razón, aunque el típico hombre del siglo XVIII que lo inventó probablemente lo pensó como una descripción profética y optimista del siglo XIX o del siglo XX. Con toda seguridad, si Thomas Paine hubiera previsto el verdadero siglo XIX, lo hubiera llamado la Edad del Romanticismo. Si hubiera previsto el verdadero siglo XX, lo hubiera llamado la Edad de la Tontería o la Edad de la Sinrazón, en especial en lo que respecta a los departamentos originalmente identificados con el racionalismo, tales como el departamento de ciencias. Él habría considerado contradictorio a Einstein, y a Epstein como una enfermedad que ataca el bronce y el mármol. Por lo tanto, no es totalmente erróneo medir la evolución moderna, para bien o para mal, partiendo de una línea de referencia de racionalización sencilla o autoevidente, que se encuentra en el siglo XVIII.

Si existe algo falso, será falso decir que el mundo ha aumentado en claridad, inteligibilidad y lógica. Si existe algo cierto, será cierto decir que en el mundo ha aumentado el asombro, especialmente en las esferas científicas que se suponen deben estar regidas por la ley o explicadas por la razón. La simplificación de los racionalistas más antiguos puede haber sido, como en realidad lo fue, una supersimplificación. Pero simplificó y satisfizo; sobre todo, los dejó a ellos mismos satisfechos. No estaría muy alejado de la verdad al decir que no sólo los llenó de satisfacción sino de autosatisfacción. Y como las divisiones históricas nunca tienen los límites bien definidos, esta autosatisfacción racionalista descendió, en parte, hasta sus hijos; en muchos aspectos, ha ocupado el siglo XIX y, en el caso de algunas personas un tanto anticuadas, ha llegado hasta nuestro propio siglo.

A pesar de todo, el siglo XIX fue muy distinto; y la era victoriana completamente distinta, diferenciándose del siglo XVIII sobre todo en que ciertas olas de imaginación especialmente moderna, o hipótesis de gusto y fantasía colorearon y nublaron más y más la vieja claridad del racionalismo y del humanismo. Esas ideas nuevas eran desconocidas en la Edad de la Razón y hasta en la Edad de la Revolución. Esos sentimientos jamás habían perturbado las generalizaciones de Jefferson y los jacobinos, así como tampoco habían perturbado las doctrinas de Johnson y los jacobnos. Estos sentimientos dan color a todo lo que concierne a la época victoriana, y es necesario comprenderlos antes de intentar examinarlos.

Por lo general, es difícil ilustrar esta verdad sin verse envuelto en una discusión sobre religión. Pero existe otro ejemplo prominente que no comprende directamente ningún interés por la religión. Me refiero al enorme interés de la raza. Con eso alcanzaría para señalar el siglo XIX como algo completamente distinto del XVIII. Con eso alcanzaría para distinguir el estado de ánimo victoriano del georgiano.

En el siglo XVIII, los reaccionarios y los revolucionarios heredaron el antiguo hábito religioso y filosófico de legislar para la humanidad. Un hombre como Johnson pensaba en los hombres de todas partes bajo ciertas condiciones religiosas, aunque creía que eran más felices bajo condiciones de subordinación. Un hombre como Jefferson pensaba en los hombres de todas partes bajo ciertas condiciones morales, aunque creía que eran más felices en una condición de igualdad. Un hombre como Gibbon podía dudar de los dos sistemas morales de Johnson y de Jefferson. Pero a Gibbon jamás se le ocurrió explicar la decadencia y la caída del Imperio Romano exaltando a los teutones como tales contra los latinos como tales, o viceversa. Gibbon tenía prejuicios religiosos o, si lo prefieren, prejuicios irreligiosos. Pero la idea de tener prejuicios raciales en una lucha entre un vándalo brutal o un visigodo de la misma calaña y algún joven oficial bizantino le habría parecido tan disparatada como tomar partido entre lenguas chinas o tribus zulúes. Del mismo modo, los conservadores del siglo XVIII eran tradicionalistas pero no tenían espíritu de tribu.

Hasta un hombre tan cercano como Metternich, mientras está atento contra el ateísmo francés o la ortodoxia rusa, que pueden perturbar el Imperio Austríaco, jamás se habría preocupado por el hecho de que el Imperio Austríaco contenía una mezcla de teutones y eslavos. El surgimiento de este romance de la raza o, como dirán algunos, de esta ciencia de la raza, fue una de las revoluciones precisas y decisivas del siglo XIX, y especialmente de la época victoriana.

Será apropiado destacar de qué manera esas nubes colosales de la imaginación o de la teoría histórica colorearon o destiñeron la muerta luz del día que un racionalismo anterior pensó haber hecho amanecer en el mundo. En el caso de la literatura victoriana, tal vez la mejor prueba será notar cómo afectó hasta a los victorianos que se podía suponer que iban a escapar de sus efectos. A Carlyle no sólo lo afectó; casi podríamos decir que lo formó. De todos modos, lo inspiró y lo contaminó al mismo tiempo que lo abrumó y lo hizo abrumador. Toda su historia y su filosofía están plagadas de esta única idea: que todo lo que es bueno en nuestra civilización no viene de la civilización más antigua, sino de otra cosa más antigua aún que puede llamarse barbarie benevolente. Toda luz y todo fuego, toda ley y toda libertad, se supone que derivaron de una especie de energía étnica llamada germánica en sus orígenes y que luego se llamó teutónica, con más prudencia. Y ahora, con casi un exceso de precaución, nórdica. Es difícil discutir los méritos de esta teoría racial de la civilización europea, en contra de la antigua teoría romana, sin atrincherarse en temas polémicos.

Personalmente, diría que, cuando ciertos estados europeos rompieron con la tradición católica, establecieron ciertas teologías puritanas propias que no podían durar o que, por lo menos, no han durado. De todas maneras, resulta curioso que en cada uno de estos estados, el lugar tanto de la nueva como de la antigua religión haya sido ocupado, en realidad, por un orgullo nacional rígido y hasta estrecho. El prusiano está más orgulloso de ser prusiano que de ser protestante, en el sentido de luterano. El orangista está más orgulloso de ser lo que él llama un hombre de Ulster que de ser calvinista, en el sentido de estudiar la estricta teología de Calvino. Y hasta en Inglaterra, donde la atmósfera era más sutil y los elementos estaban más mezclados, se ha desarrollado el mismo tipo de intensa autoestima insular; y se ha dicho, con bastante acierto, que el patriotismo es la religión de los ingleses. De todas maneras, para continuar con el mismo ejemplo, un inglés está, normalmente, más orgulloso de ser inglés que de ser anglicano. Por lo tanto, no deja de ser natural que, cuando estas tierras, que eran los volcanes extinguidos del gran incendio puritano, buscaron un lazo de asociación más moderno y general, lo encontraron en esa especie de orgullo de raza, que es la extensión del orgullo de tribu.

Es correcto decir que en la idea de raza hay mucho para estimular la imaginación y propender a la producción literaria. El ideal de raza, como el ideal religioso, tiene sus propios símbolos, profecías, oráculos y lugares sagrados. Lo que pierde en misticismo lo gana en misterio. El acertijo de la herencia, el lazo de sangre, el destino cruel que en cien leyendas persigue a casas y familias, son cosas lo suficientemente cercanas a nuestra propia naturaleza para prestar veracidad al sentido de hermandad nacional o internacional.

Muchos pueden haber sentido con absoluta sinceridad que el ideal de raza era tan religioso como la religión. Pero sin duda no era tan racional como la religión. En su mejor aspecto, comprendía una especie de noble prejuicio; y su romanticismo nublaba los viejos juicios generales de los hombres como tales, ya fueran dogmáticos o democráticos. Carlyle fue el más romántico de todos estos románticos escritores victorianos y a esto debió, en gran parte, su predominio en la romántica época victoriana. Pero sus paladines populares, como Froude y Kingsley, fueron aún más románticos; aunque en el caso de este último, el romanticismo era genuino, mientras en el caso de Froude (no puedo evitar pensar así) la palabra romanticismo es, a veces, un eufemismo.

Pero, como he dicho, la manera en que la fábula racial penetró en la cultura victoriana se ve mejor, no en casos obvios como el de Carlyle, sino en casos mucho más remotos como el de Matthew Arnold o Meredith. Comencemos con el segundo. George Meredith, en un sentido, era un intelectual totalmente internacional, un humanista liberal, un hijo legítimo de la Revolución Francesa, a la que celebró en odas magníficas. Pero ilustra el efecto indirecto de la manía racial, que consiste en que el otro lado, a menudo, aceptaba la distinción. No sólo el teutón hablaba de ser teutón, sino que también el celta hablaba de ser celta. En gran medida, la opinión social de Meredith se ve modificada, y para mi gusto un tanto falsificada, por su insistencia en colocar al sajón contra el celta, cuando en realidad tiene que colocar al inglés contra el irlandés o el galés. A menudo satiriza, precisamente, lo que el teutón alaba en el inglés; y, a menudo, se trata de algo que el inglés no posee.

Igualmente en el otro autor: Matthew Arnold se erigió de manera especial y suprema en el apóstol de la cultura cosmopolita; hizo mucho bien al insistir en la antigua verdad de que Inglaterra forma parte de Europa. Llegó a su máximo cuando despreció el desprecio que se sentía por los franceses, los irlandeses y los italianos. Pero no logró tratarlos simplemente como franceses, irlandeses o italianos. Se vio afectado por la moda universal de la etnología y le preocuparon las generalizaciones raciales. Cuando, con un relativo sentido común, se refería al modo insensato en como se trataba a Irlanda, pensaba demasiado en eso como en Estudios Celtas y muy poco como Estudios Irlandeses. También trató de explicar los defectos ingleses como «nuestra esencia germana» y gastó en la antropología lo que debió dedicar al estudio de la humanidad.

Podemos tomar un tercer ejemplo. William Morris era, por una parte, comunista y casi estaba obligado a ser internacionalista; por otra parte, le interesaba la Edad Media y llamaba la atención sobre ese belleza antigua común a todos los europeos, sin distinción. Sin embargo, lo trababa un torpe deseo de ser sajón, de tratar la lengua inglesa como si fuera solamente el idioma rudimentario de los anglos; y provocó en su admirador, Stevenson, una intensa irritación al escribir «cabe» cuando sólo significaba «cerca».

Mencioné esta particular moda victoriana, la teoría racial de la historia, como algo importantísimo y prominente, porque por lo general no se la menciona. Estamos tan acostumbrados, al leer estudios modernos de cosas recientes o antiguas, a crearnos la impresión de un mundo en permanente adelanto, llamado con la típica expresión victoriana «los pensamientos de los hombres ampliados por el proceso de los soles», que a menudo olvidamos los muchos períodos en que el mundo se contrajo en una estrechez y exclusividad nuevas, o los pensamientos de los hombres se encogieron y estrecharon visiblemente bajo alguna nueva influencia de separación o distinción. Esto es verdad cuando se aplica al tribalismo y al imperialismo que se desarrolló en el siglo XIX, originado en una fábula de las razas, si se lo compara con las primeras generalizaciones revolucionarias sobre la raza humana.

El hecho es claro, por ejemplo, en la historia del primer experimento revolucionario: la república americana. En la época de Jefferson, muchos dueños de esclavos no aprobaban la esclavitud; muchos de quienes aprobaban la esclavitud no la aprobaban especialmente como esclavitud de negros. La idea del negro como algo particularmente peligroso y pestilente no es un prejuicio antiguo, sino una moda reciente y en alto grado antropológica. Es pariente de todo lo que vino después de Darwin y después de que Huxley hiciera popular un tipo casi pesimista de evolución. Los actuales sureños muestran mucha más hostilidad a los negros que cuando tenían esclavos. Así como en América surgió recientemente la teoría antropológica de que el negro es sólo un mono, así surgió recientemente en Europa la idea antropológica de que el polaco es sólo un eslava o de que el irlandés es sólo un celta. Todos se sintieron tan orgullosos de descubrir estos grupos más grandes que no lograron notar que en realidad son grupos más libres. Pertenecen a lo que los victorianos más eminentes llamaron con veracidad los cuentos de hadas de la ciencia. No tenían ni la precisión propia de la definición doctrinaria ni el espíritu práctico propio de la experiencia cotidiana.

En religión y moral, todos sabemos lo que queremos significar por un hombre, y en la vida real todos sabemos lo que queremos significar por un irlandés. Pero no es cierto que todos sepamos lo que queremos significar por un celta. De ahí que algo grande e imaginativo —pero informe y en parte imaginario— comenzó a expandirse sobre el sentimiento popular con la expansión de la ciencia popular. Fue más sombrío y más dudoso que el humanismo del siglo XVIII y el nacionalismo del siglo XIX. No tenía bordes tan claros. En realidad, me aventurare, a decir que no era claro. Estaba mezclado con el barro y la niebla, la nube y la arcilla caóticas de los comienzos primitivos y hasta bestiales; sólo tenía vagas visiones de migraciones bárbaras, de masacres y de esclavitud. Inició todas nuestras recientes preferencias por lo prohistórico sobre lo histórico.

Debemos recordar todo esto como una influencia que oscureció la segunda mitad del siglo XIX, porque eventualmente adquirió una forma más aguda y contenciosa que comprendió no sólo el materialismo, sino también el pesimismo. Los primeros racionalistas pueden haber sido materialistas o no; pero sin duda no fueron pesimistas. Fueron, lo admito, optimistas un tanto exagerados y excesivos. Igualmente, resulta curioso que la gran tradición revolucionaria que se rebelaba contra las condiciones y las criticaba, y comenzó con la filosofía de Rousseau, debiera terminar con la filosofía de Thomas Hardy.

Valga lo dicho para un aspecto de este cambio victoriano posterior. Pero la simple mención de Hardy y los rebeldes realistas nos recordará que existía otro aspecto que, por otra parte, era muy bueno. Probablemente consistió en trasladar la atención de los males puramente políticos a los males fundamentalmente económicos. Carlyle, que perteneció al período anterior, también en esto sigue dando color y hasta controlando los destinos del período posterior. En lo que respecta a fechas, Carlyle y Macaulay cubren el mismo período. En lo relacionado con destinos, vivieron en dos siglos distintos. Macaulay fue totalmente, para bien y para mal, un hombre del siglo XVIII. Fue tan liberal como lo había sido Fox; tan patriota como Pitt; tan protestante como cualquier pastor georgiano; tan lógico como el Dr. Johnson; tan historiador como Gibbon. Carlyle, que había introducido en la historia el dudoso romance de la sangre, también introdujo en la política la muy real tragedia del pan. Tiene un lugar al comienzo de todos los mejores esfuerzos realizados por los victorianos posteriores para enfrentar los problemas del trabajo y del hambre que se habían desarrollado en las profundidades de la nueva civilización industrial. Con la gran excepción de Cobbett, que había permanecido aislado y apartado, incomprendido e insultado por todos los partidos, es justo decir que Carlyle inició en gran parte esta inquietud de conciencia puramente social que ha modificado los males del siglo XIX.

Es superfluo pesar aquí lo malo contra lo bueno, o discutir qué cantidad de cierta dignidad desinteresada —en los viejos republicanos— se perdió en su clamor práctico e impaciente por capitanes y por reyes. Es necesario solamente insistir en la realidad del contraste y del cambio. Grattan, el gran orador típico del ideal del siglo XVIII, había dicho que el irlandés podía ir en harapos, pero que no debía ir encadenado. Ruskin y los reformadores sociales trastocaron el principio, hasta que algunos socialistas extremistas, como los comunistas marxistas, ahora se inclinan por decir que un hombre debe ir encadenado para no andar en harapos.

Ruskin fue el heredero y representante de Carlyle en este desarrollo posterior a la época victoriana, que también fue el mejor. Es innecesario reaccionar contra el romanticismo hasta el extremo de un crítico reciente que, al resumir la obra de Ruskin en un libro sobre los victorianos, dijo que por lo menos su situación económica era científicamente segura, aunque no podía escribir por un poco de miel. Realmente, no podía escribir en este soberbio estilo moderno en el cual la miel figura como el precio de la creación. Cuando el crítico sugiere que no sabía escribir, significa sólo que a él no le gusta esa particular manera de hacerlo, lo que prueba, más bien, las limitaciones del crítico y no la incapacidad del escritor. Ruskin escribió prosa poética, que por el momento puede no estar de moda en una época de poesía prosaica. Pero decir que no es una buena prosa poética es, simplemente, ignorar las muchas posibilidades de una buena pluma. Es igualmente cierto que lo que hacía, lo hacía en exceso, lo que en gran parte puede aplicarse a todo ese desarrollo final tan colorido y romántico de la moda victoriana. Aun aquellos que deliberadamente trataron de corregirlo, dejando algo en el tintero, sólo lograron exagerar su misma posición incompleta.

Matthew Arnold deliberadamente consiguió introducir en las letras inglesas una separación crítica y un equilibrio clásico típicamente francés. En consecuencia, lo llamaron pedante, lo que resulta injusto, aunque no impensable; mientras que a ningún francés, al leer a Saint Beuve se le ocurriría llamarlo pedante. Walter Pater deseaba crear una crítica artística aún más independiente que la de Ruskin; pero realmente se las arregló para crear la impresión de ser tan artificial como artístico. Era muy difícil ser clásico en la atmósfera victoriana posterior. En torno a este asunto, existía una inquietud romántica, de manera que hasta los árbitros competían y eran combativos. La pérdida del reposo natural, en lo referente a la lógica latina o a la claridad francesa, fue uno de los castigos sufridos por apartarse del espíritu del siglo XVIII. Otro rasgo de esto mismo fue el desarrollo de un individualismo intelectual que se expresó no solamente en ser outré, sino también oscuro. Browning y Meredith se cuentan entre los victorianos más importantes. Y a ambos los cobijó aquella nube que se ha descrito y que oscureció la época; y aunque lucía los rutilantes colores de una nube de ocaso, lo mismo se interpuso entre mucha gente y el sol.

George Meredith permaneció solo; pero lo hizo como si fuera el representante de muchos otros a quienes también les gustaba estar solos. Toda esta última etapa está llena de hombres a quienes es interesante recordar, y que sin embargo son olvidados con mucha facilidad, debido al aislamiento individualista de sus obras y hasta de los temas que trataron. Un ejemplo es Richard Jefferies, que fue «El guardabosque en casa»; T. E. Brown, al mismo tiempo misterioso y popular; William de Morgan, que con excentricidad inglesa se dedicó a la literatura como un pasatiempo durante la vejez. El peligro al agrupar es que podemos dejar de lado a muchos de estos hombres que no encajan en grupo alguno. A pesar de todo, existen otros grupos de los que se puede decir que se destacaron en el período posterior al triunfo de Tennyson y Browning en la poesía o de Dickens y Thackeray en la novela.

Primero aparece lo que se llamó el grupo prerrafaelino, que sufrió la influencia de Ruskin, comenzó con una versión ruskiana del cristianismo medieval y se oscureció en formas posteriores de estética que muy bien podríamos llamar paganismo. El más importante, y también el eslabón, fue Rossetti, quien aceptó encantado el esquema medieval, pero lo blasonó con colores más cálidos y atrevidos de los que hubieran aprobado los prerrafaelinos propiamente dichos. Con él estuvo su hermana Cristina, que fue prerrafaelina en el sentido más ortodoxo. Y de un modo muy propio, William Morris, que hizo de la forma medieval la expresión de los descontentos modernos y de los ideales sociales, y no como Cristina Rossetti, que hizo de ellos la expresión de los ideales religiosos.

La extraña transición de los prerrafaelinos desde un renacimiento del cristianismo a un renacimiento del paganismo, se completa en el poeta Swinburne, que perteneció al grupo y sin embargo tuvo muy poco en común con él. El hecho de que este grupo tuviera en un extremo a Ruskin y en el otro a Swinburne ilustra cuán desarmado puede ser un grupo, especialmente en la literatura inglesa. Swinburne pasó por tres fases; una en la que escribió la mejor poesía con el peor ánimo, pues su hermoso canto juvenil no es solamente en alabanza del paganismo sino definitivamente del pesimismo. Existe un segundo período en que su ánimo está un poco mejor y su poesía un poco peor; es el período de su entusiasmo político por la Italia Unida y Víctor Hugo, y las cualidades resonantes de la palabra «república». Desgraciadamente, existe un tercer período, en el que se imitó a sí mismo, y lo hizo muy mal. Pero lo que hay que destacar es que, en su momento, Swinburne ejerció una enorme fascinación; hechizó a la gente como una flauta mágica, hasta que todos olvidaron que había otra melodía en el mundo. Como es típico de tales encantamientos, se produjo contra su irrazonable poder una reacción violenta. Con él y con Walter Pater termina el movimiento que más tarde se convirtió en un decadente dandismo, en la obra de Oscar Wilde.

Pero nuevos grupos ya hacían que éste pareciera antiguo. Uno de ellos fue el que podría llamarse el Grupo Aventurero o Picaresco, pero que se reconocerá más fácilmente como el Grupo de Stevenson y Henley. Para bien o para mal, reaccionaron creando una literatura sanguinaria y resonante, que en el caso de Stevenson fue no sólo la más grande sino también la más amable y equilibrada de las dos, pues resultó tan inculpable como sanguinaria. Sin embargo, hubo un doble uso, peligroso, de la palabra «sangre». Y con toda la curiosa exquisitez de los tiempos idos, el elemento más dudoso se hallará más bien en la sangre que en el derramamiento de la sangre. La sangre que salpica las páginas de La isla del tesoro sólo puede provocar respeto por las virtudes reales del coraje y de la lealtad. La sangre no derramada, la que permanece en el cuerpo, se usó para promover respeto por los vicios y la debilidades reales del orgullo y el desprecio racial. Pues un ítem importante de este grupo es el siguiente: que a través de ellos —o de algunos de ellos— llegó a alcanzar pleno poder aquella curiosa religión de la raza que describí arriba, y que se desarrolló a partir de sus fuentes teutónicas. No debe confundirse con el patriotismo o con el amor generoso por el propio país. Es el simple orgullo de pertenecer a cierta raza o estirpe, imaginaria o real.

Los franceses aman a Francia como si fuera una mujer; el nórdico se ama a sí mismo precisamente por ser nórdico. Esta debilidad hasta cierto punto desbarató el animoso intento de Henley y su escuela de críticos; me refiero a la intención de demostrar que las letras debían ser de sangre roja, contra el pesimismo de sangre verde de los decadentes. Pero, sea cual fuere su debilidad, dieron a la época un cambio y una animación nuevas, y brindaron a los pesimistas algo que, si no fue una cura, por lo menos fue un antídoto y un contrairritante.

Las primeras y mejores obras de Rudyard Kipling llegaron hasta ellos como un nuevo aliento de profecía y promesa. Sir Henry Newbolt hizo el coro con dos o tres de las mejores poesías inglesas. Se puso de moda la poesía patriótica, así como el periodismo partidario de la política exterior agresiva, en verso o no. Sólo en este punto, aquel pesimista que se contaba entre los más fuertes y viriles, el Muchacho de Shropshire, pudo acercarse por un momento a una alegría levemente blasfema. John Davidson, un escocés oscuro en rebelión oscura y hasta confusa contra todo, también se mostró dispuesto a seguir la bandera y a rebelarse contra todo, excepto el Imperio. Lo importante de todo esto no es que revivió el patriotismo, pues los poetas y los críticos más antiguos lo daban por sentado, sino el tipo especial de imperialismo tribal que surgió de aquella raíz de la raza un tanto bárbara, ya citada como romance de la ciencia, que reaccionó contra el racionalismo de la Revolución.

Afortunadamente, del mismo tronco de ideas de Stevenson y Henley surgió otra idea que también abarcó la época. Surgió sólo de Stevenson, distinguiéndolo de Henley, Newbolt, Kipling y el resto, y puede llamarse el culto a la niñez, pero especialmente al joven. Tal vez resulte demasiado grosero decir que Stevenson quería seguir jugando a los ladrones, mientras que Henley y los imperialistas querían ser ladrones. De todos modos, Stevenson se divirtió cuando hizo decir al niño que eran capitán de un barquito muy lindo, mientras que, me parece, Henley no se divirtió cuando ordenó a John Bull «¡Estalla en cólera, John!», y le aseguró a ese personaje público que, pronto, todo el mundo sería suyo. A través de la literatura realmente mágica de Stevenson, que describió en Los portadores de linternas, brilló una verdadera reiluminación del melodrama místico de la niñez. Y con esa luz, muchos lo siguieron al mismo país de las hadas, en especial sir James Barrie, que introdujo una especie de ironía en dicho país. Continuó lo que podríamos llamar el punto de vista estereoscópico de Stevenson, que consistió en mirar el mismo objeto de dos maneras distintas, con los ojos del niño y los del adulto. Pero este elemento fantástico se conectó con los más realistas de la vigorosa escuela, en especial a través de una cadena de amistades accidentales aunque, por supuesto, hubo muchos individuos brillantes que sólo pueden colocarse en este grupo o cerca de él. Así, tenemos a Joseph Conrad que, aunque polaco, estaba conectado a él por sus crónicas violentas y duras de aventuras en el mar; y John Masefield, aunque escribió largos poemas de deportes o religión rural, comenzó con emocionantes aventuras marinas de los bucaneros.

Sin embargo, ya se oía una voz nueva, y una nueva influencia equilibró o rechazó una influencia como la de Kipling; era una voz de una tierra más remota que el país de las hadas de Peter Pan. Stevenson mismo dijo que dos veces, en poesía, había escuchado una nota nueva o una voz única y conmovedora: una, cuando leyó Amor en un valle, de George Meredith; y nuevamente, cuando leyó unos versos titulados La isla del lago de Innisfree, de William Butler Yeats. No obstante, es conveniente destacar que aún reinaba esa curiosa persistencia del romance de la raza, hasta en algo tan naturalmente hostil al romance popular de la raza anglosajona.

La aparición de un nuevo núcleo cultural en Dublín, si bien debía algo a los prerrafaelinos y por lo tanto á los victorianos, era tan victoriano a este respecto en especial, que se las arregló para verse mezclado, como todo el resto, con un término etnológico: la palabra «celta». Ni siquiera sustituyó el antiguo término irlandés «gaélico». Es verdad que el mismo Yeats, el creador de la escuela y uno de los mejores poetas de los últimos tiempos, en realidad no se basó en la antropología, sino más bien en la historia y (con mucha razón) mucho más en la leyenda. Pero lo que destaca la influencia racial ya descrita es que la palabra «celta» no salió del movimiento, sino que en realidad fue un renacimiento de remotas leyendas y de un moderado paganismo de las montañas. También explica por qué hubo cierta reacción en su contra, aun en su tierra natal. Hay muchos a quienes no ha importado mucho el Crepúsculo Celta y que han vivido para ver el Amanecer Irlandés.

Más o menos para esta época, o un poco después, apareció en Inglaterra un grupo llamado de Poetas Menores; aunque uno de ellos, en verdad, fue un poeta mayor. Por esta época, se lo agrupó junto a John Davidson y sir William Watson, ambos poetas genuinos en su propio estilo; y hay cierto lirismo encantador en su contemporáneos, Norman Gale y Richard le Galienne. Otros dos escritores, autores de hermosos versos, pertenecen también a este período: Ernest Dowson y Lionel Johnson. Pero me parece justo decir que Francis Thompson, clasificado como uno de ellos, perteneció a una clase más alta. Debió algo a Coventry Patmore, uno de los victorianos más originales, y algo a Alice Meynell, una mujer que fue poeta (no poetisa), del tipo que se supone que las mujeres no son: un poeta intrínsecamente intelectual. Pero se vio libre hasta de esos dos amigos, con toda la libertad de un genio creador y productivo de manera suprema y fértil. Su imaginación fue tan creativa que llegó a ser casi abrumadora; y, en modo diferente de los victorianos analíticos, oscura por exceso de luz. Porque era católico, muchos podrían esperar que fuera gótico; pero en su exuberancia había algo que se parecía más bien a lo mejor del barroco.

La necesidad de delimitar el período por estados de ánimo nos ha llevado a hacerlo demasiado exclusivamente por poetas, que son la única crónica permanente de estados de ánimo.

No es necesario decir que en estos últimos años se han estado produciendo obras de otro tipo, que a algunos podrán parecer más sólidas; algunas lo son en realidad, en el mejor y más marcado de los sentidos. La novela, por ejemplo, había seguido otros rumbos además del romance. Se notaba la enorme influencia de Thomas Hardy, con su fuerte sentido de la verdad de la tierra, así como también de la tragedia del polvo. Había puesto a trabajar a muchos hombres en una mina de realismo. Los dos más capaces y más típicos en esta tradición fueron Arnold Bennett y John Galsworthy. Si aquí no me refiero ampliamente a hombres de genio como a H. G. Wells y a Bernard Shaw se debe a que, en cierto modo, están abriendo otro mundo, y están iluminados vivamente por la luz de la gran guerra y de los peligros sociales existentes; y todo esto marca el cierre del período. Pues sobre la vida, y por lo tanto sobre la literatura, cayó un aterrador Apocalipsis; y los emblemas más apropiados de esplendor y terror y las armas de la paz destrozadas y la juventud que va a la muerte con una canción en los labios están en los últimos poemas de Rupert Brooke.

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