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Dios y mercancías

Se ha notado a menudo, y en general es bastante cierto, que el bolcheviquismo está conectado necesariamente con el ateísmo. Tal vez no se comprenda tanto que el ateísmo está actualmente bajo una creciente necesidad de conectarse con el bolcheviquismo. Pues esta teoría es, por lo menos, positiva en parte, aun cuando sea destructiva en grado sumo. Y la historia de la noción, totalmente negativa, de un ataque abstracto a la religión ha sido, a este respecto, más bien una historia curiosa. Tomada en conjunto es, sin duda, cómica al mismo tiempo que melancólica. Aquellos que en los tiempos modernos han tratado de destruir la religión popular o la fe tradicional siempre han sentido la necesidad de ofrecer algo sólido como sustituto. Lo extraño de esto es que han ofrecido alrededor de una docena de cosas distintas, algunas de ellas enteramente contradictorias; las promesas variaron y sólo permaneció invariable la amenaza negativa.

Precisamente antes de la Revolución Francesa, los primeros filósofos del siglo XVIII dieron por sentado que la libertad no sólo era algo bueno, sino el único origen de todo lo bueno. El hombre que viviera de acuerdo con la naturaleza, el Hombre Natural, o el Buen Salvaje, se sentiría inmediatamente libre y feliz en cuanto no fuera jamás a la iglesia y tuviera a bien negarle el saludo al sacerdote, en la calle. Estos filósofos pronto descubrieron que es bastante más difícil ser un animal feliz que un hombre feliz, y esto se los habría podido decir el cura de la parroquia desde el principio. En verdad, el hombre no puede ser un animal por la misma razón que no puede ser un ángel: porque es un hombre. Pero durante algún tiempo los filósofos que no creían en Dios, a quien consideraban un mito, se las arreglaron para creen en la naturaleza, sin darse cuenta de que es una metáfora. Y aseguraban, a quienes incitaban a quemar iglesias, que inmediatamente después serían inmensamente felices en sus campos y jardines.

Más tarde, después de la revolución política, vino la revolución industrial; y con ella se atribuyó una importancia nueva y enorme a la ciencia. El ateo amable volvió al pueblo, le sonrió, tosió suavemente y explicó que seguía siendo necesario incendiar iglesias, pero que se había cometido un pequeño error en cuanto al sustituto de la Iglesia. Se fundó la segunda filosofía atea, basada no ya en el hecho de que la naturaleza es bondadosa, sino en el hecho de que la naturaleza es cruel; y ya no se decía que los campos eran libres y hermosos, sino que los hombres de ciencia y los industriales eran tan enérgicos que pronto cubrirían todos los campos con fábricas y depósitos.

Ya tenían al nuevo sustituto de Dios: era el gas de carbón, y el privilegio de hacer girar ruedas para explotar esas sustancias. Se aseveró, positivamente, que la libertad económica, la libertad de comprar y vender, de emplear y explotar, haría gozar a la gente de una felicidad tal, que pronto olvidaría todos los sueños de los campos del Paraíso; o, para el caso, de los campos de la Tierra. Y de alguna manera esto también desilusionaba un poco.

Habían caído dos paraísos terrenos. El primero, el paraíso natural de Rousseau. El segundo, el económico de Ricardo. Los hombres no adquirían la perfección gracias a la libertad de amar y vivir; los hombres no adquirían la perfección gracias a la libertad de comprar y vender. Evidentemente, era ya tiempo de que los ateos encontraran el tercer ideal inevitable e inmediato. Y lo encontraron en el comunismo. Y no les preocupa que sea completamente distinto de aquel ideal primero y totalmente contrario al segundo. Todo lo que quieren es un supuesto mejoramiento de la humanidad, que será un soborno para privar a la humanidad de la divinidad.

Lean entre líneas un centenar de libros nuevos —esbozos de ciencia popular y publicaciones educacionales de historia y filosofía— y verán que el único sentimiento fundamental en ellos es el odio a la religión. Lo único positivo es lo negativo. Pero se ven obligados a idealizar al bolcheviquismo más y más, simplemente porque es lo único que les queda todavía lo suficientemente nuevo como para ofrecerlo a modo de esperanza, mientras todas y cada una de las esperanzas revolucionarias que ellos mismos, a su tiempo, han ofrecido, se han convertido en algo completamente desesperanzado.

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