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Historia de dos ciudades

Historia de dos ciudades fue escrita en el último período del desarrollo literario de Dickens, y en algún aspecto se recorta absolutamente sola entre todas sus obras. Creo que es el único ejemplo por el cual un crítico, en días futuros, podrá deducir que este gran hombre de letras leyó alguna vez obras literarias.

Esta generalización puede quedar sujeta a ciertas modificaciones parciales, que se considerarán cuando veamos el curso de su vida; pero, en lo que se refiere a proporciones, que es lo esencial de la verdad, es cierto. De mil maneras distintas, que van desde la necesidad más deprimente hasta el desfile de la más lujosa pantomima, Dickens demostró haber estudiado la vida, y que podía convertir la vida en literatura. De mil maneras, que van desde la farsa más vulgar a la moralidad más teatral y melodramática, demostró que tenía en sí mismo poderes, pasiones y apetitos para llenar al mundo de historias. Pero muy pocas veces, en verdad, al disfrutar de las obras de Dickens, sentimos que en el mundo no hubo otro escritor que no fuera Dickens.

Como todos los creadores, no fija fechas históricas y se mantiene en una especie de inmortal anacronismo. A veces, recordamos con cierta sorpresa que su farsa y su tragedia hogartiana ocurrieron mucho después que Keats haya escrito La Bella Dame Sans Merci y bien entradas en la época en que Tennyson escribía los poemas de su mejor período, que fue el prerrafaelino. Dickens, en la práctica y en su vida privada, fue un gran admirador de Tennyson. Foster, su biógrafo, dice que sus gustos literarios respecto de sus contemporáneos variaron mucho, pero que nunca disminuyó ni cambió su admiración por Tennyson. Pero, honestamente, no creo que nadie pueda creer, ante la lectura de cualquier obra —desde las primeras palabras acerca de Mr. Pickwíck y de Mr. Blotton de Algate, a las últimas frases entrecortadas y dudosas que descubren la identidad de Datchery o la destrucción de Drood— que Dickens sentía algún placer ante la lectura de The Lad y of Shalott o de Sir Galahad.

En parte, es un tributo a la fuerza de Dickens reconocer que su mente estaba tan rebosante de imágenes que nunca necesitó tomar prestadas simples ideas. En cierto modo, es también una verdadera debilidad el hecho de que nunca valoró la gran cultura del pasado y por lo tanto no pudo comprender totalmente cómo se desarrollaba alrededor de él, en la cultura del presente.

Pero, para bien o para mal, es cierto que, en noventa y nueve casos de cada cien, nadie (para usar una forma popular) consiguió hacer mella en Dickens. Siguió siendo él mismo, con todas sus glorias y sus dones de una manera sólida, casi insolente. El único ejemplo, entre todos los libros de los que es autor, en el que sentimos débilmente la presencia y quizás la sombra de otro autor es en Historia de dos ciudades, y ese otro autor es Thomas Carlyle.

Como ya dije, las condiciones humanas necesarias a la vida humana normal de Dickens implicaban algunas modificaciones a esta aseveración. Dickens fue en gran medida lo que es llamado un autodidacta, lo que significa que no fue él quien enseñó, sino otros quienes le enseñaron; otros que actuaban como lo hacen verdaderamente en el mundo real, y no como posan delante de los alumnos a quienes enseñan porque les pagan. Sus relaciones domésticas desde su infancia fueron inestables, de manera que vio más libros que libros de texto; aprendió más de los volúmenes hechos jirones, abandonados en las tabernas, que de las gramáticas adustamente proporcionadas en los establecimientos educacionales. Pero es verdad que, entre los volúmenes hechos jirones en las tabernas o lugares semejantes, había algunos cuyos títulos no se han borrado completamente: títulos como Robinson Crusoe, Tom Jones, Roderick Random y Tristram Shandy. En este sentido, es verdad que él, como todo otro ser humanó capaz de escribir o siquiera leer, debió algo a lo que ya estaba escrito. Y, en realidad, los grandes clásicos cómicos, que fueron la gloria del siglo XVIII en Inglaterra, dejaron cierta huella en su mente, lo que implica un desperdicio completo en lo que respecta a todas las cosas que alguien pudo haber tratado de enseñarle en la escuela. Es evidente, sin embargo, por la misma naturaleza de la historia, que la escuela en este caso debe haber sido casi tan intermitente como la rabona.

Charles Dickens nació en Portsea, junto a Portsmouth, en 1812, y a la edad de dos años se lo llevaron de allí. Entonces, se convirtió en un londinense durante unos años, los de su infancia; luego, su errante familia se instaló en Chatham. Y éste fue el intento más serio que hizo de instalarse en algún lugar. Así encontramos dos hechos determinantes e importantes: uno, que su familia disponía de muy variados medios económicos, tales como los que conducen a un frecuente cambio de domicilio, y que en realidad ha convertido a la clase media más pobre en seres casi tan nómadas como los árabes; y el otro, que esos antecedentes que un niño de genio siempre sentirá y valorará (si tiene la oportunidad de hacerlo) fueron para Charles Dickens, hasta el día de su muerte, las grandes carreteras de Kent que bajan hasta Dover y los jardines, los campos de juego y las torres de la Catedral de Rochester. En cuanto a tradición, éste fue su medio circundante tradicional; así como, en cuanto a cultura, lo fue la de los grandes novelistas cómicos de Inglaterra que habían escrito cien años atrás. Era tan tradicionalista por instinto, que nunca olvidó ninguna de las influencias; uno de sus hijos recibió el nombre de pila de Henry Fielding. Y cuando logró influencias y pudo darse comodidades, instaló su hogar en Gad's Hill, en aquel gran camino de Kent donde Falstaff había hecho de glorioso bufón muchos años atrás.

La vida privada de Dickens, sin embargo, tiene poca importancia para la crítica que aquí intentamos y, en realidad, en sí misma, es en cierto modo irrelevante y accidental. La tragedia más grande que sufrió fue casi un accidente, y su fin prematuro fue una especie de derrota provocada por un exceso de triunfos. Es conocido por todos que Dickens se casó en su juventud, mientras era periodista en el Parlamento y vivía en Londres, después de haber pasado la adolescencia en Chatham, con la hija de uno de sus mecenas literarios llamado Hogarth, y que luego de un extenso proceso de desacuerdos, acerca del cual los críticos nunca se ponen de acuerdo, se separó de su esposa. Resulta bastante curioso que, a pesar de todo, mantuviera relaciones cordiales y fraternales con una de sus cuñadas. No hay necesidad de pronunciarse respecto de este asunto que los prejuicios muy dignos de la época victoriana mantuvieron en terreno privado; baste decir que los pequeños grupos que conocieron la verdad no hicieron cargos contra ninguna de las dos partes.

Aquí es importante destacar que, casi al mismo tiempo de la boda, logró su primera y quizás más triunfal entrada en la literatura. Su primer libro, llamado comúnmente Pickwick o Las aventuras de Pickwick, es el superior de sus obras, especialmente en lo que respecta a lo que aquí nos ocupa; pues es una creación puramente personal y no debe nada a ningún otro libro. Resulta cómico recordar que algunos de sus enemigos trataron de sugerir que lo debía todo al hombre que lo había ilustrado, un artista llamado Seymour, que realizaba alegres dibujos del tipo que estaba de moda en esa época. Es una insinuación falsa, en sentido literario.

Pues el asunto importante de Pickwick es que el ímpetu de su inspiración deja atrás no sólo las primeras ideas de Seymour sino también las del propio Dickens. Podríamos decir que lo importante de Pickwick es que no se mantiene en el tema; o, por lo menos, que lo importante no es Pickwick en su carácter de Presidente del Club Pickwick. Lo mejor de Pickwick no tiene nada que ver con el personaje principal, y mucho menos con los capítulos preliminares, y mucho menos aun con las primeras ilustraciones. Es un caso excepcional en el cual el relato se hace mejor a medida que se aleja del tema.

Dickens no mantuvo esta libertad límpida y perfecta en sus narraciones posteriores. Produjo mejores novelas, pero nunca un libro tan bueno. A pesar de todo, podemos decir de los libros que siguen que, fueran lo que fuesen, no eran librescos. Mostraron un Dickens interesado en temas distintos, pero nunca a los otros autores que ejercieron influencia sobre él. De esta manera, en su libro siguiente, Oliver Twist (que aparentemente se había propuesto hacer tan sombrío y espeluznante como Pickwick, resultó luminoso y alegre), en realidad protestaba contra muchos males sociales, que ya habían provocado nobles protestas de los grandes hombres de la época. El hospicio que él odiaba había sido odiado con la misma fuerza por Cobbett o por Hood, por Cartwright o por Carlyle. Pero nadie podría decir que una palabra de Oliver Twist suena como si la hubiera sugerido el estilo de Cobbett o de Carlyle.

Nicholas Nickleby y Martin Chuzzlewit lo muestran, todavía más claramente, caminando por su propia calle, que en muchos aspectos es como las angostas calles habitadas por la clase baja; lo mismo puede decirse de La tienda de antigüedades y, aunque Barnaby Rudge es una especie de experimento de la novela histórica, realmente no es mucho más histórica que La tienda de antigüedades o sus curiosidades de Wardour Street. Dombey e hijo tiene el mismo equilibro establecido de comedia perfecta y un tanto de imperfecto melodrama; y aunque David Copperfield llega más hondo y pone en libertad una fuente de inspiración mucho más fina, es todavía más impersonal que el resto. Dickens había encontrado una nueva fuente de inspiración, pero no por la lectura de los libros de otros, sino más bien por la lectura de su propio diario. Lo mismo puede decirse respecto de ese hermoso libro Grandes ilusiones; y una crítica social mucho más aguda, que aborda más los hechos contemporáneos que la cultura contemporánea, aparece en el socialismo inconsciente e inclasificable de Tiempos difíciles. Mezcla menos sus propias observaciones con simples fantasías que en su primera protesta, Oliver Twist; pero siempre son sus propias observaciones y no las de otros.

Sus otras dos novelas, Casa desolada y La pequeña Dorrit, hacen que varíe muy poco este veredicto. Sólo cuando llegamos al libro que aquí tratamos específicamente, Historia de dos ciudades, aparecido en 1859, tenemos esa particular impresión de la que hablo: que Dickens sintió la presión de una atmósfera imaginativa alejada de la energía y suficiencia explosivas que le eran propias, aquella energía de cuya furia centrífuga habían sido arrojadas todas las fantasías, menos las propias.

Este sentido de autoexpresión compacto y competente, que algunos podrían denominar vanidoso, parece admitir por vez primera, precisamente en Historia de dos ciudades, algo externo, que podríamos denominar un eco. En realidad y en cierta manera, podría llamarse el eco de un eco. Es la Revolución Francesa de Carlyle más que la Revolución Francesa de Michelet; en otros términos, no es exactamente o completamente la revolución francesa de los revolucionarios franceses. Dickens muestra cierta tendencia a descuidar, como lo hizo Carlyle, hasta qué punto los mismos revolucionarios la consideraron no un estallido de la no razón, o siquiera un estallido de la pasión, sino un estallido inevitable de la razón. Ellos mismos podrían haber dicho casi que el estallido fue una explicación. Como la explosión que se provoca en una clase de química. Carlyle, que había estudiado cuidadosamente todos los documentos y la literatura histórica de la Revolución Francesa, nunca llegó a comprenderla de un modo completo. Por lo tanto, poco se puede culpar a Dickens si él tampoco la comprendió, dado que jamás había estudiado documentos, ni historia ni literatura, y apenas había leído algunos libros aparte de los propios. Pero sí había estudiado un libro, y ése fue el de Carlyle. Y la sombra de esa nube luminosa pero espeluznante cae sobre todo el paisaje de su relato.

Es muy difícil definir o comprobar esas cosas que están en la atmósfera de la narración. Un modo breve, aunque algo torpe de expresarlo, es comparar el tono general de Dickens cuando se refiere a la sencilla noción de populacho, como en Barnaby Rudge, con el tono con que se refiere al mismo populacho en Historia de dos ciudades. La comparación, por supuesto, no es muy justa. Hasta un hombre que estuviera en tan poco contacto con la historia como él podría notar que el segundo era más histórico que el primero; que el segundo libro era un estallido de libertad, en comparación con el estallido de un fanatismo. Pero en el contraste hay mucho más que eso; tenemos la sensación de que Dickens jamás pudo tomar en serio a Gordon Rioter, aunque le gustara, como le gustaban tan a menudo sus personajes más ridículos e insostenibles, así como al lector le gusta, en cierto modo, Sim Tappertit. A Dickens no le gustaba madame Defarge, pero la tomó en serio. Si esta mujer hubiera aparecido en Barnaby Rudge, habría sido una vulgar villana; pero, como apareció en Historia de dos ciudades, es una Parca. En otras palabras, no es sólo un elemento romántico, sino también un elemento místico el que ha entrado en el relato, y aunque Dickens, en cierto modo, fue siempre romántico, jamás fue místico.

En cierto modo, la comparación implica una paradoja. Carlyle, como reaccionario, declaraba que la chusma, formada por una mayoría de hombres, estaba integrada en su mayor parte por tontos. Pero Carlyle dejaba entrever la sugerencia mística de que la tontería de los hombres era la sabiduría de Dios. Dickens, como radical, consideraba la chusma, en tanto involucraba a hombres comunes, como a un ser compuesto por ciudadanos razonables y responsables, cuyos votos eran todos valiosos y cuyos intelectos eran capaces de beneficiarse por la educación y la discusión. Pero, en la práctica, cuando Dickens vio a una masa de hombres en cualquier clase de desorden elemental, actuando de modo peligroso, o fuera de la ley, o inculta, se sintió profundamente disgustado en todos los resquicios de su muy compacta y sensible inteligencia, y odió ese mismo salvajismo que Carlyle admiraba a medias. Dickens sintió de ese modo, por ejemplo, respecto del libertinaje creciente y de la ferocidad espasmódica de los elementos más salvajes y occidentales de la república americana.

Si se hubiera enfrentado con la experiencia real, se habría sentido igualmente horrorizado por la pugna feroz y el militarismo espontáneo de la chusma de la Revolución Francesa. De todas maneras, aquel modo de sentir de Carlyle, de que había cierto simbolismo en las grandes luchas de la historia, constituye la atmósfera de este libro, o quizás de la mitad de este libro, distinta del grueso de sus otros libros.

Tal vez sea completamente imposible para cualquier buen ciudadano escribir Historia de dos ciudades. Siempre contemplará una desde dentro y la otra desde fuera. Y, en este caso, la línea de la realidad y la irrealidad relativa es bastante justa. Así, la descripción del antiguo banco londinense fue hecha por el Dickens del viejo Londres, del modo inconfundible. La historia del sacrificio de Sydney Carton, aunque genuinamente noble y emocionante, en especial si se la compara con otros melodramas del mismo autor, sigue siendo, en cierta manera, un melodrama de Londres, con el fondo de una tragedia parisina. El héroe es heroico por motivos privados, siendo así que nadie comprende o hace justicia a la Revolución Francesa si olvida que la mitad de sus conductores perdieron la cabeza por ser heroicos por razones públicas. Es fácil hacer bromas con su retórica clásica sobre Bruto, que mató a sus hijos, o sobre Timoleón, que mató a su hermano; pero no resulta tan fácil negar que si exageraban la noción de sacrificar el bien privado en aras del bien público, entre nosotros subsisten demasiado la corrupción y la cobardía que surgen de sacrificar el bien público al bien privado. Los ideales por los cuales se emprendió aquella guerra fueron insuficientes, pero enormemente justos; y resulta curioso y un tanto emocionante notar que la atmósfera exalta tanto al autor, que al final éste se vuelve hacia un ideal más justo y verdadero, que existió antes y que existe ahora, y afirma la misma justicia para la vida pública y para la privada.

No conozco nada en las obras de este genial hombre que, en el sentido más recto, sea más imaginativo que aquella extraña voz que no viene de ningún lado, aquellas grandes palabras eternas que no pone en boca de ningún personaje mortal, pronunciadas de pronto, como por una trompeta en el cielo vacío, entre el golpeteo de las agujas de tejer y el estrépito de la guillotina: «Yo soy la Resurrección y la Vida..».

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