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Leyendo el acertijo

Hace un infinito número de años, cuando yo era la mayor debilidad en la oficina de un editor, recuerdo que esa empresa publicó un libro de filosofía modernísima; una obra que explicaba, de manera elaborada y evolucionista, todo y nada; una obra de la Nueva Teología. Se titulaba El gran problema resuelto, o algo así. Cuando ese libro estuvo en la calle unos pocos días, obtuvo un éxito inesperado. Los libreros nos pedían datos sobre él, los viajantes venían a comprarlo, hasta el público común formaba una especie de nudo en la puerta y enviaba a los más audaces a hacer preguntas.

Hasta al editor esta popularidad le pareció notable; para mí (que me había zambullido en la obra cuando podía haber estado haciendo otra cosa), resultó completamente increíble.

Al cabo de poco tiempo, sin embargo, cuando habían examinado El gran problema resuelto, se resolvió el problema. Descubrimos que la gente lo compraba creyendo que era una novela policial. No los culpo por su deseo y mucho menos por su desilusión. Debe haberlos exasperado (a mí me hubiera enfurecido) abrir un libro con la esperanza de encontrar una entretenida novela, benévola, humana, sobre un hombre asesinado en un armario, y encontrarse, en cambio, un montón de filosofía aburrida, mala, sobre el progreso ascendente y la moral más pura. Prefiero leer cualquier libro de detectives antes que este libro. Prefiero pasar el tiempo tratando de descubrir por qué está muerto un hombre muerto y no pasarlo comprendiendo, lentamente, por qué un filósofo no estuvo jamás vivo.

Pero este pequeño incidente me impresionó como símbolo de lo que realmente está mal en la moderna religión popular. ¿Por qué una obra de moderna teología es menos arrebatadora, menos alarmante para el alma que un libro de tonta ficción detectivesca? ¿Por qué un libro de teología moderna arrebata y alarma menos el alma que una obra de teología antigua?

Cuando aquellos desdichados clientes compraron El gran problema resuelto, tal vez inevitablemente sintieron que su vitalidad se enfriaba y se abatía; tal vez, ninguna obra filosófica puede ser realmente tan buena como una buena novela policial. Pero, de todos modos, no era necesario que existiera semejante abismo entre ellas. La gente no debió sentir que había pagado por el libro más emocionante del mundo y que obtuvo, tan sólo, el menos emocionante. Debe haber algo que no funciona si la actividad humana más importante es también la menos emocionante. Algo debe marchar mal si todo carece de interés.

Un hombre llamado Smith sale a dar un paseo y se detiene en una librería donde ve un libro titulado El gran problema resuelto. Si Smith descubre que este libro resuelve un problema criminal, queda fascinado. Si descubre que resuelve un problema de ajedrez, se interesa. Si el tal Smith descubre que soluciona el problema del último número de Answers, se siente genuinamente excitado. Pero si Smith descubre que soluciona el problema de Smith, que explica las piedras bajo sus pies y las estrellas sobre su cabeza, que le dice de pronto por qué le gusta el ajedrez y las novelas detectivescas o cualquier otra cosa; si, como digo, Smith descubre que el libro explica a Smith... entonces nos dicen que lo encuentra aburrido. Tal vez sea un prejuicio democrático, pero no lo creo.

Creo que a Smith le gustan más los problemas de ajedrez modernos que los modernos problemas filosóficos, por la sencilla razón de que son mejores. Creo que prefiere una moderna novela de detectives a una religión moderna simplemente porque existen algunas buenas modernas novelas de detectives y ninguna buena religión moderna. En resumen, compra El gran problema resuelto como novela policial porque sabe que, en una novela policial, de un modo u otro, se resolverá el gran problema. Y no lo compra como libro de filosofía moderna porque sabe que, en un libro de moderna filosofía, no se resuelve de ningún modo el gran problema. Ese título, como título de una novela de detectives, es sensacional, pero como título de una obra metafísica es una estafa.

Algunos amigos míos compraron el libro cuando creyeron que resolvía el misterio de Berqueley Square, pero lo arrojaron como si fuera un ladrillo caliente cuando descubrieron que se proponía resolver únicamente el problema de la existencia. Mas, si por un instante hubieran creído que realmente resolvía el misterio de la existencia, no lo hubieran arrojado como un ladrillo caliente. Hubieran caminado diez millas sobre ladrillos calientes para conseguirlo.

Aquel libro olvidado puede considerarse como modelo de toda la nueva literatura teológica. Lo malo de ella es que no pretende establecer la paradoja de Dios, sino que se propone establecer la paradoja de Dios como verdad trillada. Podemos o no resolver el secreto divino; pero al menos no podemos permitir que desaparezca gota a gota; si alguna vez lo conocemos, será algo inconfundible, matará o curará. El judaísmo, con su oscura sublimidad, decía que, si un hombre veía a Dios, moriría. El cristianismo conjetura que (por una fatalidad catastrófica), si ve a Dios, vivirá por siempre. Pero, suceda una u otra cosa, será algo decisivo e indudable. Un hombre puede morir después de ver a Dios; pero, por lo menos, no se sentirá más o menos indispuesto, ni deberá beber una medicina o llamar al médico. Si alguno de nosotros lee alguna vez el acertijo, sabremos que la solución es la correcta.

Sin duda, en todas las religiones ha existido esta calidad drástica y oscura. La común novela de detectives tiene una profunda cualidad coincidente con el cristianismo: descubre el crimen en un lugar del cual no se sospecha. En toda buena novela detectivesca, el último será el primero, y el primero, el último. El juicio al final de cualquier cuento tonto y sensacionalista es como el Juicio al terminar el mundo: inesperado. Así como el cuento hace que el, aparentemente, inocente banquero, el aristocrático inmaculado de quien no se sospecha, sea el autor del incomprensible crimen, así el autor del cristianismo nos dijo que al final el cerrojo caería con brutalidad y que quien se exalta será humillado.

Los escritos de las grandes religiones son tan terriblemente teatrales que Bernard Shaw dijo no hace mucho que el relato de la Crucifixión en los Evangelios era demasiado dramático para ser verdad. Esto es bastante característico de la filosofía política fabiana, que nunca vivió en el corazón de ninguna política heroica. La historia de Danton y Robespierre (para citar un ejemplo), con sus «discursos», su «bravura eterna», «si hacemos esto los hombres jamás olvidarán nuestros nombres», «La sangre de Danton os ahoga», «existe un Dios», demuestra lo que dicen los hombres. Esas cosas se dijeron, y se dijeron de pronto, porque el corazón del hombre estaba elevado. Cuando un hombre llega a su máximo, se halla en un estado indescriptible; dice la verdad o muere.

No nos tocó en suerte, ni a ustedes ni a mí, vivir en una época grandiosa o de éxtasis. Los hombres hablan del ruido y de la inquietud de nuestra época, pero creo que toda esta era, en realidad, está bastante adormilada; todas las ruedas y el tránsito nos hacen dormir. Los pistones chillones y los martillos que todo lo destrozan constituyen una canción de cuna enorme y altamente tranquilizadora. Pero aun en nuestra vida tranquila creo que podemos sentir la gran realidad que está en el fondo de toda religión. Por más quietos que estén los cielos, o frescas las praderas, siempre tenemos la sensación de que, si supiéramos lo que significan, ese significado sería algo poderoso y estremecedor. Aun en torno a la maleza más débil, existe una profunda diferencia entre comprenderla y no comprenderla. Contemplamos un árbol en infinito descanso; pero sabemos en todo momento que la verdadera diferencia está entre una quietud misteriosa y un estallido explicativo. Sabemos, en todo momento, que la cuestión es si siempre seguirá siendo árbol o si de pronto se convertirá en alguna otra cosa.

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