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La pantomima

Maurice Baring, el Maestro de Títeres de la Función de Títeres del Recuerdo, incluyó en una reedición un tema que siempre he amado y que perdí durante algún tiempo: una «arlequinada» al estilo de Drury Lane, reescrita al modo de las obras místicas de Maeterlinck. Probablemente fue escrita cuando Maeterlinck estaba muy de moda y cuando ya hacía mucho tiempo que la gente decía que la arlequinada estaba completamente fuera de moda. En cierto modo, sería difícil establecer cuál de los dos está más fuera de moda en la actualidad. Pero, a juzgar por la crítica y los comentarios del momento, hay muchos que recuerdan a Pantalón y a Arlequín, y que apenas recuerdan a Peleas y Melisande.

Resulta extraño comprobar hasta qué punto el mundo ha guardado silencio respecto de Maeterlinck; aunque quizás sea más grandioso para los discípulos que quedan de tan elocuente admirador del silencio. Sea cual fuere la causa, no es, precisamente, porque su obra carezca de una calidad imaginativa única. Personalmente, me inclino a pensar que ha compartido el destino de muchas tentativas modernas de refundir el misticismo en algo menos real que este mundo, y no en algo más real que él. Pero el tema solamente interesa aquí en relación con esta pequeña burla literaria sobre la pantomima, que siempre me pareció una de las más encantadoras fantasías de Baring. Por supuesto, es una muy buena parodia de Maeterlinck; también, en cierto sentido, es una muy buena parodia de la pantomima, y esto último es lo que se logró con mayor sutileza. Toda persona sana desea burlarse de algo serio; pero generalmente es casi imposible burlarse de algo cómico. Pero, en este caso, la idea de burla o de parodia no debe confundirse de ninguna manera con una idea de hostilidad, o de sátira.

La parodia no consiste sólo en contrastes; sino que puede decirse más bien que se trata de un contraste superficial que cubre una armonía sustancial. Puede existir el tipo de parodia amarga, y tiene el derecho de existir; pero se pone en duda si, en esta forma particular, lo más amargo es lo mejor. Este tipo de parodista parodiará, por supuesto, la clase de estilo que le disgusta. Pero el otro parodiará la clase de estilo que le agrada. Recuerdo que, en mi juventud, cuando Swinburne era nuestro champaña (un poco, quizás demasiado, burbujeante), escribí tantas parodias conscientes de Swinburne como copias inconscientes. En este tipo de pantomima, la paradoja tiene una especie de moraleja. Pues sé que la verdadera razón por la cual retorno con alegría a la pequeña arlequinada maeterlinckiana de Baring es porque la atmósfera de la arlequinada en realidad me resultó, si no exactamente maeterlinckiana, por lo menos, en cierto sentido misterioso, mística. No necesito detenerme en los puntos de la parodia que fueron ingeniosamente considerados, tanto contrastes como coincidencias. El vigilante repite a intervalos, como el repique de una campana tocando a muerto (una campana perdida y vagabunda que no pertenece a ninguna iglesia, y que en su garganta hueca pronuncia un horrible agnosticismo): «No estaba en mi ronda». Pantalón, uno de los viejos temblorosos de Maeterlinck, no murmura acerca de campos verdes sino de salchichas grises y fantasmales, como de cosas que jamás encontrará y que está seguro de no haber encontrado nunca.

Pero lo que quiero destacar aquí es que, a pesar del contraste cómico entre la hilaridad de la pantomima y la desesperanza de la atmósfera maeterlinckiana, hay algo que al menos para mí funde las dos en una especie de unidad mística; de modo que la casa de la arlequinada es aun aquí como mi propia casa. Pues estoy completamente seguro, como un hecho psicológico, de que hasta en mi niñez consideré los porrazos de la pantomima, con sus atizadores y sus salchichas, una parte absolutamente poética; y tan dentro de las fronteras del país de las hadas como el palacio de la Reina de las Hadas. Aquel atizador rojo jamás brilló sobre un yunque terreno ni junto a un fuego terreno; aquellas jarras bullangueras jamás se llenaron hasta el borde de crema terrena. El vigilante tenía toda la razón en las dos escenas y en los dos sentidos. No estaba en su ronda. Era un vigilante apartado y perdido: un vigilante a quien las hadas habían robado; un policía vagando muy lejos del lugar de sus tareas, si es que las tenía. El chiste estaba en el accidente muy victoriano de que el uniforme de un vigilante londinense parecía muy trivial y cómico al mismo tiempo; y, sin embargo, aunque era cómico, no resultaba trivial. Pues no era engreído sino que estaba embrujado; y el uniforme azul tenía los reflejos de una luna azul. Con todo, al reflexionar, se ve qué distinto habría parecido el drama si hubiera sido cualquier clase de gendarme extranjero, con sombrero de tres picos y espada.

Ahora bien, mi interés en el tema reside en lo siguiente: sé que muchos dirán que esta sensación de encanto es un efecto de la distancia, como el color de las montañas azules o las nubes rojas; y que en este aspecto romántico es sólo una función de títeres del recuerdo. Dirán que lo vi de este modo místico a través de los velos entrelazado del tiempo, de las brumas de Maeterlinck, de los chistes de Baring y, sobre todo, de esa profunda y delicada melancolía con que se recuerda el pasado remoto. Pero estoy seguro de que no es así. Aparte del hecho de que el recuerdo de las alegrías de la niñez no me pone melancólico (tal vez sea un poquito de teología), y además del hecho de que intuyo que el mismo Baring recuerda las cosas del mismo modo que yo, estoy seguro de que lo recuerdo como una realidad que fue real entonces y lo es ahora. Podrían persuadirme de que el sabor de la melcocha era una ilusión que sólo me llegó más tarde, o que creo que entonces me gustaban las castañas asadas porque me gustan ahora, tanto como convencerme de que aun siendo niño no tenía la abrumadora impresión de que este mundo de la farsa era fantástico, no sólo en el sentido de ser cómico, sino también en el sentido de ser místico.

Aunque en su superficie la escena parece estar construida enteramente de objetos que a propósito se hacen prosaicos, tuve la inmediata certeza íntima de que todos eran poéticos. El cielo encima de aquellas chimeneas temblorosas no era el cielo que está encima de las chimeneas callejeras; sus estrellas podían ser estrellas extrañas, pues había estado mirando por otra esquina del cosmos. Vagar por las calles de aquella ciudad extraña hubiera sido una experiencia tan poco terrena como vagar por la Selva Azul alrededor del palacio de zafiro de Barba Azul, o por la huerta de naranjas de oro de los jardines del Preste Juan. No verbalmente sino vívidamente supe entonces, igual que lo sé ahora, que hay algo misterioso y tal vez más que mortal en el poder y la llamada de la imaginación. Creo que ni siquiera los escritores modernos que han escrito los más encantadores y fantásticos estudios de la niñez han comprendido bien esta experiencia temprana; y no tengo la presunción de creer que pueda tener éxito científicamente donde creo que ellos, de modo vago, han fallado. Pero a menudo he imaginado que valdría la pena poner por escrito algunos pensamientos o dudas acerca de esta impresión difícil y distante.

Para comenzar, las frases comunes usadas con respecto a las fantasías infantiles frecuentemente me han dado la impresión de no dar en el blanco, y de ser, de manera sutil, completamente desorientadoras. Por ejemplo, existe la frase popular «hacer creer». Parece implicar que a la mente se le hace creer algo o que al principio hace algo y después se obliga a creerlo, o a creer algo respecto de ello. No me parece que exista la menor sombra de falsedad en la claridad cristalina y la rectitud de la visión infantil de un palacio de hadas, o de un policía del país de las hadas. En un sentido, el niño cree mucho más que eso y, en otro sentido, mucho menos. No creo que el niño se deje engañar; o que por un momento se engañe a sí mismo. Creo que de inmediato establece su derecho directo y divino a disfrutar de la belleza; que se introduce en su propio y legítimo reino de la imaginación, sin retóricas ni preguntas, como surgen después de las falsas moralidades y filosofías, tocando la naturaleza de la mentira y de la verdad. En otras palabras, creo que el niño lleva en la cabeza una definición correcta y completa de la función del arte y su plena naturaleza; con el agregado de que es completamente incapaz de decir, siquiera a sí mismo, una sola palabra sobre el asunto. Ojalá que muchos otros profesores y estetas tuvieran la misma limitación. De todos modos, el niño no se dice: «Ésta es una calle verdadera, por la cual mamá podrá ir de compras». No se dice: «Ésta es una copia exacta y realista de una calle verdadera, para que la admiren por su corrección técnica». Tampoco dice: «Ésta es una calle irreal, y yo estoy engañando y atontando mi poderosa mente con algo que es pura ilusión». Ni dice: «Esto es una mentira y la niñera dice que no se deben decir mentiras». Si dice algo, dice sólo lo que dijeron aquellos que vieron el resplandor blanco de la Transfiguración: «Bueno es estarnos aquí. »

Éste es el comienzo de toda crítica de arte sana: admiración combinada con la serenidad total de la conciencia en la aceptación de tales maravillas. La pureza del niño consiste, en gran parte, en la completa ausencia de moral, en el sentido de moral puritana, y de todas las morales modernas y confusas que han surgido de ella, científicas, groseras y equívocas, especialmente en lo que se refiere a los distintos sentidos de palabras como «realidad», «fábula» y «mentira». El problema se parece mucho al verdadero problema de las imágenes. Un niño sabe que una muñeca no es una criatura, tan claramente como un creyente sabe que la estatua de un ángel no es un ángel.

Pero ambos saben que, en los dos casos, la imagen tiene el poder de abrir y concentrar la imaginación.

Stevenson, a quien siempre consideré una fuente de inspiración y un hombre dotado de la vista que percibe los sueños de la niñez a plena luz, no estuvo, sin embargo, muy cabal en este ejemplo, tal vez porque tampoco lo estuvo en el otro. Dice demasiado a menudo que el niño tiene la cabeza en una nube confusa e indiferente a la realidad o a la fantasía. Creo que nuestra dificultad con el niño tiene, precisamente, la causa contraria. Esa dificultad surge porque el niño percibe claramente la diferencia no sólo entre la verdad y la mentira, sino entre la ficción y la mentira. Comprende los dos tipos esenciales de la verdad: la verdad del místico, que convierte un hecho en una verdad cuando esto debe ocurrir porque la alternativa es una trivialidad; y la verdad del mártir, que trata la verdad como si fuera un hecho cuando así debe ser, porque la alternativa es una mentira. En otras palabras, el niño conoce perfectamente, sin que se lo digan, la diferencia entre decir que en la pantomima vio cómo cortaban en dos al vigilante y decir que en la habitación de los niños vio cómo su hermanito rompía una jarra, cuando en realidad fue él quien la rompió. Somos nosotros quienes nos hemos confundido con esas categorías, y no podemos comprender la rapidez y la claridad con que el niño acepta lo que llamamos los convencionalismos del arte. Al mirar la calle por la cual el payaso persigue al vigilante con un atizador, jamás se le ocurrirá decir: «Es una calle verdadera». Pero mucho menos dirá: «Ésa es una calle irreal». Comprende mejor los sueños... y las visiones.

En el caso de la pantomima, existe un hecho sencillo que para mí cierra esta convicción. Sé que sabía que el decorado y el vestuario eran «artificiales» porque me encantaba profundamente que fueran artificiales. Me gustaba la idea de que las cosas estuvieran hechas de madera pintada o esmaltada a mano con oro y plata. Esas eran las vestimentas y los ornamentos del ritual; pero no eran el rito, y mucho menos la revelación. Me gustaba la caja mágica llamada escenario porque allí, por alguna razón, la luz que jamás caía sobre tierra o mar, caía sobre pintura y cartón. Pero sabía perfectamente bien que era pintura y cartón. Sería imposible que desconociera esto quien tenía su propio teatrito de juguete. En la pantomima de mi niñez, con su decorado un poco más simple, se realizaban trucos de carpintería teatral que me encantaban tanto como si yo mismo los hubiera hecho. Representaban las olas del mar por medio de varias hileras de bastidores con los bordes cortados en ondas, colocados a la altura del suelo, y los movían en dirección opuesta para dar la impresión de que las crestas se entrecruzaban y danzaban. Sabía cómo se hacía porque mi padre lo había hecho ante mis propios ojos, en el teatrito de casa. Pero me provocaba tal placer que, aun ahora, cuando pienso en ello, mi corazón salta con las olas. Sabía que no era agua, pero sabía que era el mar; y en ese relámpago de conocimiento me había adelantado a quienes saben de esa ilusión fija y congelada, pronunciada por el poeta pesimista que dijo: «El mar es un montón de agua que por casualidad está allí».

En la imaginación no hay ilusión; no, ni siquiera un instante de ilusión. Ni por una fracción de segundo creí, ni aun entonces, que alguien había cortado en dos a un hombre vivo... aunque fuera un vigilante. Si lo hubiera creído, habría sentido algo muy distinto. Lo que sentí es que estaba bien; que era algo bueno, alentador, que debía verse; que era estupendo mirar esa calle extraña donde podían verse tales cosas; en suma: en aquel entonces pude decir, con todo mi corazón, que ir a la pantomima era un espléndido regalo de Navidad.

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