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Acerca del patriotismo

Hace muy poco, alguien me criticó por ciertas observaciones que hice con respecto al desgobierno de Inglaterra en Irlanda. La crítica, como muchas otras, era en el sentido de que aquéllas son sólo cosas desdichadas y remotas, batallas de otros tiempos; que la generación actual no es la responsable de ellas; que no existe, como decía el crítico, ningún medio por el cual él o yo hubiéramos podido prevenirlas o socorrerlas; que si hay alguien a quien culpar, ya ha desaparecido hace tiempo; y que nosotros no tenemos la culpa. En su protesta, me parece, había cierta sugerencia de que un inglés no es patriota cuando hace resurgir tales cadáveres para relacionarlos con el crimen.

Ahora bien, lo extraño es esto: que creo que soy yo el que se eleva para defender el principio del patriotismo; y creo que es él quien lo niega. En verdad, soy uno de los pocos que quedan, de mi clase y profesión, que aún cree en el patriotismo; así como me cuento entre los pocos que todavía creen en la democracia. Ambas ideas fueron exageradas de una manera extravagante y, lo que es peor, errónea o completamente arrevesada, durante el siglo XIX. Pero la reacción actual contra ellas es muy fuerte, en especial entre los intelectuales. Pero creo firmemente que el patriotismo descansa en una verdad psicológica: una simpatía social hacia aquellos de nuestra propia clase, por la cual en ellos vemos nuestros propios actos potenciales, y comprendemos su historia desde dentro. Pero si en realidad existe eso que llamamos una nación, esa verdad es una espada de dos filos y debemos divulgarla en ambos sentidos.

Por lo tanto, ésta es mi respuesta a mi crítico. Es muy cierto que no fui yo, G. K. Chesterton, quien tiró la barba a un caudillo irlandés, a modo de saludo; fue Juan Plantagenet, más tarde rey Juan; yo no estuve presente. No fui yo, sino un caballero literato mucho más distinguido, llamado Edmund Spencer, quien llegó a la conclusión de que lo mejor sería exterminar a los irlandeses como a víboras; tampoco pidió mi opinión en un asunto de tamaña importancia. Jamás atravesé a una dama irlandesa con una pica, por divertirme, después del sitio de Drogheda, como hicieron los soldados puritanos de Oliver Cromwell, aquellos que temían a Dios. Nadie podrá encontrar ningún rasgo de mi letra que contribuya al proyecto original de las Leyes Penales; y es un completo error suponer que me llamaron al Consejo Privado cuando se decidió la alevosa ruptura del Tratado de Limerick. Y jamás en mi vida cubrí de alquitrán a un rebelde irlandés; y no infligí, ni siquiera ordené una sola de las mil flagelaciones del '98. Si eso es lo se quiere decir, no es difícil probar que es la absoluta verdad.

Pero es igualmente cierto que no fui con Chaucer hasta Canterbury ni le di ninguna idea inteligente para los mejores pasajes de sus The Canterbury Tales. Es igualmente cierto que en el grupo reunido en La Sirena había un claro grande y lamentable; que ni una palabra de los pasajes más poéticos de Shakespeare fue contribución mía; que no le susurré de «mares numerosos»; que perdí completamente la oportunidad de sugerir que Hamlet quedaría terminada efectivamente con la tormentosa entrada de Fortinbrás. Más aún, viejo y enfermo como estoy, sería en vano fingir que perdí una pierna en la batalla de Trafalgar o que soy lo bastante viejo para haber visto (como me hubiera gustado ver), iluminada por las estrellas sobre la cubierta de la muerte, la frágil figura y el rostro fantástico del más noble marino de la historia.

Sin embargo, me propongo seguir enorgulleciéndome de Chaucer, de Shakespeare y de Nelson; sentir que los poetas en verdad amaron el idioma que yo amo, y que el marino sintió algo de lo que nosotros también sentimos por el mar. Pero, si aceptamos este mítico ser colectivo, este yo mayor, debemos aceptarlo de una vez por todas. Si nos jactamos de lo mejor, debemos arrepentirnos de lo peor. De otro modo, el patriotismo será una pobre cosa.

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