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Los monstruos y la Edad Media

No recuerdo haber leído una relación adecuada y comprensiva de los monstruos fabulosos de que tanto se ha escrito en la Edad Media. Los estudios que he visto presentaban los mismos disparates extraños y sin sentido que asfixian todos nuestros pensamientos al respecto.

El disparate fundamental, naturalmente, es ese tan gracioso al que estudiosos como Frazer han prestado, o mejor dicho dado en prenda, su autoridad. Me refiero a esa absurda idea de que en cuestiones de imaginación los hombres tienen necesidad de copiarse unos de otros. Los poemas y las leyendas poéticas tienden a semejarse, no porque los hebreos fueran en realidad caldeos, ni porque los cristianos fueran verdaderamente paganos, sino porque todos eran realmente hombres. Porque existe, a pesar de toda la tendencia del pensamiento moderno, algo llamado hombre y la hermandad de los hombres; cualquiera que haya observado la Luna puede haberla llamado virgen y cazadora sin haber oído hablar jamás de Diana. Cualquiera que haya observado el Sol puede haberlo llamado el dios de los oráculos o de las curaciones sin haber oído hablar jamás de Apolo. Un hombre enamorado, recorriendo jardines, compara una mujer a una flor y no a una tijereta; aunque la tijereta también fue creada por Dios y es muy superior a la flor en cuanto a cultura y viajes. Al oír hablar a cierta gente, se creería que el amor a las flores ha sido impuesto por alguna larga tradición sacerdotal y que el amor a las tijeretas ha sido prohibido por algún terrorífico tabú tribal.

El segundo gran disparate es suponer que tales fábulas, aun cuando realmente fueron tomadas en préstamo de fuentes más antiguas, se utilizan con un espíritu antiguo, cansado y consuetudinario. Cuando el alma en verdad despierta, siempre debe tratar con los objetos más cercanos. Si un hombre despierta en la cama de un sueño celestial que le ordenó pintar y pintar hasta que todo esté azul, comenzaría por pintarse a sí mismo de azul, después la cama y así sucesivamente. Pero utilizaría la maquinaria que tuviera más cerca; y esto es exactamente lo que ocurre en las verdaderas revoluciones espirituales. Trabajan de acuerdo con el medio ambiente, aun cuando lo alteran.

De este modo, cuando los profesores nos dicen que los cristianos «tomaron prestada» esta o aquella fábula de los paganos, es como si dijéramos que un ladrillero «tomó prestados» los ladrillos a la arcilla o que un químico «tomó prestados» los explosivos a los elementos químicos; o que los constructores góticos de Lincoin o Beauvais «tomaron prestado» el arco ojival a las angostas celosías de los moros. Tal vez lo tomaron prestado, pero (¡por todos los santos!) lo devolvieron con creces.

Cinco o seis errores más no deben detenernos. Pues, sobre estos dos fundamentales, descansa el error principal sobre los unicornios, por ejemplo. Los monstruos míticos de que se habla en la Edad Media tenían en su mayoría, sin ninguna duda, una tradición más antigua que el cristianismo. No admito esto último porque muchas de las más eminentes autoridades dirían lo mismo. Como dijo Swinburne en su conversación con Perséfona, «He vivido lo bastante para saber una cosa», que hombres eminentes significa hombres de éxito y que los hombres de éxito en realidad odian el cristianismo.

Pero esto es algo evidente en la tradición general de vida y letras. Creo que alguien en el Antiguo Testamento dijo que el unicornio es un animal muy difícil de cazar; y en realidad aún no lo han cazado. Si nadie ha dicho todavía que en este caso «unicornio» debe significar rinoceronte, alguien lo hará muy pronto, pero no seré yo. Aunque es probablemente cierto que muchos de esos monstruos medievales tienen origen pagano, esta verdad, que se repite siempre, es mucho menos sorprendente que otra verdad que siempre se ignora.

El monstruo de las fábulas paganas era, siempre, por lo menos que yo recuerde, un emblema del mal. Es decir, un verdadero monstruo; era, como dijo Kingsley en estos hermosos y paganos hexámetros:

De formas extrañas; sin igual, que no obedecen

a los gobernantes de cabellos dorados.

Rebeldes en vano, braman hasta que mueren por la espada

de algún héroe.

A veces, una vez muerto, el monstruo podía usarse para matar a otros monstruos, como Perseo usó a la Gorgona para matar al Dragón del océano. Pero es un simple accidente material. Imagino que, del mismo modo, si pudiera colocar la cabeza de un profesor de folclore en un extremo de una pica, a la manera de la Revolución Francesa, serviría a la perfección como garrote para golpear las cabezas menos duras de otros profesores de folclore. Asimismo, la Hidra, que desarrollaba dos cabezas por cada tina que le corlaban, podría haber sido usada como emblema de la evolución que se ramifica y del avance de una población creciente. Pero, en verdad, nunca se alabó a la Hidra. La mataron con alivio general. El Minotauro pudo haber sido alabado por los modernos como un lugar de encuentro de hombres y animales; la Quimera podría ser admirada por los modernos como un ejemplo del principio de que tres cabezas son mejor que una. Digo que la Quimera y la Hidra podrían haber sido admiradas por los modernos. Pero los antiguos no las admiraban. Entre los paganos, el animal grotesco, fabuloso, era algo que debía matarse. A veces lo mataba a uno, como la Esfinge. Pero nunca se la amaba.

El hecho de la reaparición de animales tan espantosos después de que Europa se convirtió al cristianismo es lo que jamás vi descrito con propiedad. En una de las leyendas más antiguas de san Jorge y el Dragón, san Jorge no mataba al Dragón, sino que lo guardaba cautivo y lo rociaba con agua bendita. A veces, algo semejante ocurría en ese departamento de la mente humana que crea imágenes violentas y nada naturales. Tomemos al Grifo, por ejemplo. En nuestra época, el Grifo, como la mayoría de los símbolos medievales, ha sido convertido en algo insignificante y ridículo, digno de un baile de máscaras; en veinte dibujos de Punch, por ejemplo, vemos al Grifo y a la tortuga que sostienen el escudo cívico de Londres. Para el «ciudadano» moderno, el arreglo es excelente. El Grifo, que lo come, no existe; la tortuga, a la que él come, sí existe. Pero el Grifo no sólo no fue siempre trivial, sino que tampoco fue siempre malo. Era la reunión mística de dos animales considerados sagrados: el león de san Marcos, el león de la generosidad, el valor, la victoria; y el águila de san Juan, el águila de la verdad, de la aspiración, de la libertad intelectual. De ese modo, el Grifo se usó a menudo corno símbolo de Cristo, pues combinaba el águila y el león del mismo modo misterioso e íntegro en que Cristo combinaba lo divino y lo humano. Pero, aunque se pensara que el Grifo era bueno, no por eso se lo temía menos. Tal vez más.

Pero el caso más notable es el del Unicornio, que. yo tenía la intención de hacer figurar de manera prominente en este artículo, pero que parece haber evadido mis pensamientos de manera milagrosa y hasta este momento he omitido. El Unicornio es una criatura terrible y, aunque parece vivir vagamente en África, no me sorprendería verlo caminar por uno de los cuatro caminos que conducen a Beaconsfield; el monstruo, más blanco que los caminos, y el cuerno, más alto que la aguja de la iglesia. Pues todos estos animales místicos eran imaginados enormemente grandes, así como incalculablemente feroces y libres. El pataleo del horrible Unicornio sacudía el infinito desierto en que vivía; y la alas del gigantesco Grifo subían por sobre nuestras cabezas hasta el Paraíso, con el trueno de mil querubines. Y, sin embargo, subsiste el hecho de que, si le preguntáramos a un hombre de la Edad Media qué quería significar el Grifo, hubiera respondido «la castidad».

Cuando hayamos comprendido este hecho, comprenderemos muchas otras cosas pero, por encima de todo, la civilización de la que descendemos. El cristianismo no concibió las virtudes cristianas como algo suave, tímido y respetable. Las concibió como algo amplio, desafiante y hasta destructivo, que despreciaba el yugo de esta vida, vivía en el desierto y buscaba su alimento en Dios. Mientras no hayamos comprendido esto, nadie comprenderá realmente ni siquiera el cartel «El Unicornio y el león» sobre alguna panadería.

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