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Sueño de una noche de verano

La más grande comedia de Shakespeare es también, desde cierto punto de vista, su más grande obra de teatro. Nadie sostendría que ocupa este lugar en lo que se refiere al estudio psicológico, si por estudio psicológico se entiende el estudio de los caracteres individuales de una obra de teatro. Nadie sostendría que Puck es un carácter en el sentido en que lo es Falstaff, ni el crítico quedaría asombrado ante la psicología de Peaseblossom. Pero de alguna manera, la obra es, tal vez, un triunfo psicológico mayor que Hamlet. Podría ponerse en tela de juicio si hay otra obra literaria en el mundo en que se haya presentado con tanta intensidad una atmósfera social y espiritual. En Hamlet hay una atmósfera, por ejemplo, un tanto lóbrega y hasta melodramática, pero está subordinada al gran personaje y, moralmente, es inferior a él; la oscuridad es sólo el telón de fondo para la solitaria estrella del intelecto.

Pero el Sueño de una noche de verano es un estudio psicológico, no de un hombre solitario, sino de un espíritu que une a la humanidad. Los seis hombres pueden reunirse a conversar en un bar, antes o después, pero la noche, el vino, grandes historias o alguna discusión rica y variada pueden hacer que todos sean uno, si bien no completamente con cada uno de ellos, por lo menos con ese séptimo hombre invisible que es la armonía de los seis. Ese séptimo es el héroe de Sueño de una noche de verano.

Por lo tanto, un estudio de la obra desde el punto de vista literario o filosófico debe fundarse en la comprensión seria de lo que es esa atmósfera. En una conferencia sobre Como gustéis, Bernard Shaw hizo una sugerencia que es un admirable ejemplo de su ingenio y al mismo tiempo de su limitación más interesante. Al sostener que Shakespeare consideraba el optimismo y la alegría de la comedia sólo como un medio para ganarse la vida, sugirió que el título Como gustéis era una insultante proclama al público para despreciar sus gustos y el mismo trabajo del dramaturgo. Si Bernard Shaw hubiera concebido que Shakespeare insistiera en que Ben Jonson usara ropa interior Jaeger, o que se uniera al Blue Ribbon Army, o que distribuyera panfletos en pro del no pago de impuestos, jamás hubiera podido concebir algo que se oponga más violentamente al espíritu de la comedia isabelina que el despectivo y pedante modernismo de tal insulto. Shakespeare pudo hacer que el detallista y culto Hamlet, moviéndose en su propio mundo melancólico y mental, advirtiera a los comediantes contra un exceso de indulgencia con el populacho. Pero el verdadero significado, el verdadero espíritu de las grandes comedias es el de la caótica y tumultuosa comunión entre el público y la obra; una comunión tan caótica que escenas enteras de tontería y violencia casi nos llevan a pensar que alguno de los pícaros de la platea ha subido al escenario. El título Como gustéis es, por supuesto, una expresión de completa indiferencia, pero no la amarga indiferencia que Bernard Shaw, con gran fantasía, parece descubrir; es la indiferencia inagotable y deforme de un hombre feliz. Y la simple prueba de esto es que hay gran cantidad de esos títulos genialmente insultantes distribuidos en toda la comedia isabelina. ¿Es Como gustéis un título que exige explicaciones oscuras e irónicas en una línea de comedia que llamó a sus obras Lo que queráis, Un mundo loco, Mis amos, Si no es buena, el Diablo está en ella, El Diablo es un asno, El regocijo de un día jocoso y Sueño de una noche de verano? Cada uno de esos títulos se arroja a la cabeza del público, como un gran señor borracho arrojaría su bolsa a un sirviente. ¿Puede sostener Bernard Shaw que Si no es buena, el Diablo está en ella era lo contrario de Como gustéis y que era, en cambio, una solemne invocación a los poderes sobrenaturales para que atestiguaran el cuidado y la perfección de la obra maestra de la literatura? Una explicación es tan isabelina como la otra.

Ahora bien, en la razón que existe para sostener ese error moderno y pedante, residen todo el secreto y la dificultad de una obra como Sueño de una noche de verano. El sentimiento que flota en esa obra, hasta donde puede resumirse, se encierra en una frase. Es el misticismo de la felicidad. Es decir, es el concepto de que, como el hombre vive en una zona fronteriza, por decirlo así, puede encontrarse en la atmósfera espiritual o sobrenatural, no sólo al estar triste y meditabundo, sino por ser feliz hasta la extravagancia.

El alma puede separarse del cuerpo en una agonía de dolor o en un trance de éxtasis; pero también puede separarse del cuerpo en un paroxismo de carcajadas. Sabemos que la tristeza puede ir más allá de sí misma; de ese modo, según Shakespeare, el placer puede ir más allá de sí mismo y convertirse en algo peligroso y desconocido. Y la razón por la cual la escuela moderna y destructiva, de la que Bernard Shaw es un ejemplo, no logra asir esa naturaleza puramente exuberante de las comedias, es simplemente porque su actitud lógica y destructiva ha hecho imposible la experiencia misma de esta exuberancia preternatural. No podemos entender Como gustéis si la consideramos siempre tal como la comprendemos. No podemos tener el Sueño de una noche de verano, si nuestro único objetivo en la vida es mantenernos despiertos con el café amargo de la crítica. La única cuestión que se considera en Sueño de una noche de verano, y que se considera noblemente y con justicia, es si la vida en vigilia o la de la visión es la verdadera vida, el sine qua non del hombre. Pero resulta difícil ver qué superioridad, para el propósito de juzgar, poseen los hombres cuyo orgullo consiste en no vivir, en absoluto, la vida de la visión. Por lo menos, puede ponerse en tela de juicio si los isabelinos no conocían más ambos mundos que el intelectual moderno; no es absolutamente imposible que Shakespeare tuviera no sólo visiones más claras de las hadas, sino que también hubiera disparado con mucha más precisión a un ciervo y acumulado mucho más dinero por sus representaciones que un miembro de la Sociedad Teatral.

En lo que respecta a la poesía pura y a la plenitud de palabras, Shakespeare jamás alcanzó las alturas a que llega en esta obra. Pero, a pesar de este hecho, el supremo mérito literario de Sueño de una noche de verano es el del diseño. La asombrosa simetría, la asombrosa belleza artística y moral de ese diseño pueden señalarse brevemente. El argumento se inicia en el mundo cuerdo y común, con la agradable seriedad de amantes y amigos muy jóvenes. Luego, mientras las figuras avanzan en ese mundo enmarañado de jóvenes preocupaciones y felicidad robada, comienza a caer sobre ellos un cambio que los deja perplejos. Pierden el camino y el juicio porque están en el corazón del país de las hadas. Sus palabras, sus apetitos, sus mismas figuras, se hacen cada vez más borrosas y fantásticas, como sueños dentro de los sueños, en la niebla sobrenatural de Puck. Después, los vapores del sueño comienzan a aclararse, y los personajes y los espectadores se despiertan juntos ante el ruido de cuernos y perros y ante una mañana limpia y vigorosa. Teseo, la encarnación de un racionalismo feliz y generoso, expone, con palabras trilladas y soberbias el aspecto cuerdo de esas experiencias psíquicas, señalando con un escepticismo reverente y simpático que todas esas hadas y todos esos encantamientos no son sino las emanaciones, las inconscientes obras maestras del hombre mismo. Toda la compañía prorrumpe en una espléndida carcajada humana. Hay prisa por celebrar banquetes y representaciones teatrales privadas y, por encima de todo, se mueve una de esas conversaciones frívolas e inspiradas en las que cada dicho ingenioso parece morir para dar nacimiento a otro. Si, en su peregrinación, el hijo de un hombre se siente cómodo bebiendo junto al fuego, se siente cómodo también en la casa de Teseo. Todos los sueños están olvidados, como un sueño melancólico, recordado toda la mañana, puede olvidarse en la seguridad humana de otra fiesta nocturna triunfal; y de ese modo termina naturalmente la obra. Comenzó en la Tierra y termina en la Tierra. De ese modo, acabar con todo el sueño de una noche de verano en un eclipse de luz de Sol es un efecto genial. Pero la marca de esta comedia, como ya lo dije, es que el genio va más allá de sí mismo, y se agrega un toque que la hace colosal. Teseo y su séquito se retiran en un final estrepitoso, lleno de humor, de sabiduría y de cosas reubicadas, y el silencio invade la casa. Entonces se oye un débil ruido de piececitos y durante un momento parece que los geniecillos se asoman dentro de la casa, preguntándose cuál es la realidad. «Supongamos que nosotros somos la realidad y ellos las sombras». Si ese final se representara como es debido, cualquier hombre moderno se sentiría conmovido hasta la médula si tuviera que regresar a su casa caminando por un sendero en el campo.

Es un tema ya tratado, por supuesto, aunque en la crítica moderna resulta más o menos indispensable comentar otro punto de perfección artística: la forma extraordinariamente humana y exacta en que la obra se apodera de la atmósfera del sueño. La persecución, el barullo y la frustración de los incidentes y los personajes son bien conocidos por todos los que han soñado que caen en un precipicio o que pierden trenes. Mientras sigue clara y correctamente la narración necesaria al drama, el autor se las arregla para incluir cada una de las particularidades principales del sueño exasperante. Aquí está la persecución del hombre que no podemos alcanzar, la huida del hombre que no podemos ver; allá, el perpetuo regreso al mismo lugar; más allá, la alteración enloquecida de todos los objetos de nuestro deseo, la sustitución de un rostro por otro, la colocación de un alma en el cuerpo que no le corresponde, las fantásticas deslealtades de la noche, todo eso que es tan evidente como importante. Quizás, valga la pena destacar que en esta confusión de comedia hay otra característica esencial de los sueños. Generalmente, en la descripción de un sueño podemos decir que aparece una completa discordancia de incidentes, combinada con una curiosa unidad de humor; todo cambia, menos el que sueña. Puede comenzar con cualquier cosa y terminar con cualquier cosa; pero si el que sueña está triste al terminar, por consecuencia, estaba triste al comenzar; si está alegre en un comienzo, estará alegre aunque caigan las estrellas. Sueño de una noche de verano ha llevado esta sutileza tan difícil a un grado singularísimo, casi desesperante. Los sucesos en el bosque del delirio son en sí mismos, contemplados a la luz del día, no sólo como melancólicos sino también como crueles e ignominiosos. Pero, sin embargo, al dejar en libertad una atmósfera tan mágica como la niebla de Puck, Shakespeare logra que todo el asunto sea misterioso y alegre, al mismo tiempo que es claramente trágico, y misteriosamente caritativo, al mismo tiempo que es, en sí mismo, cínico. De alguna manera, consigue quitar a la tragedia y a la traición toda su agudeza, del mismo modo que un dolor de muelas o el peligro de muerte frente a un tigre o un precipicio pierden su agudeza en un sueño agradable. La creación de un sentimiento tolerante como éste, un sentimiento que no es sólo independiente de los sucesos, sino que se opone a ellos, es un triunfo del arte mucho más grande que la creación del personaje de Otelo.

Es difícil aproximarse a una figura tan grande como Bottom el Tejedor desde un punto de vista crítico. Es más grande y misterioso que Hamlet, porque el interés de hombres tales como Bottom reside en un rico subconsciente y el de Hamlet en una conciencia rica pero comparativamente superficial. Y es particularmente difícil en nuestra época, en la que el simple intelecto es como una bruja montada en su escoba. Somos víctimas de una curiosa confusión según la cual ser grande se supone que tiene algo que ver con ser inteligente, como si hubiera la más mínima razón para suponer que Aquiles era inteligente; como si, por el contrario, no hubiera una gran evidencia de que era casi un tonto. La grandeza es una cierta cualidad de tamaño en la personalidad, de inmutabilidad, de fuerte sabor, de expresión fácil y natural del individuo, cualidad que es indescriptible pero perfectamente conocida y evidente. Un hombre así es firme como un árbol y único como un rinoceronte, y con toda facilidad puede ser tan estúpido como cualquiera de los dos. Con la misma amplitud que el gran poeta se eleva sobre el pequeño poeta, el gran tonto se eleva sobre el pequeño tonto. Todos hemos conocido campesinos como Bottom el Tejedor, hombres cuyos rostros tendrían la expresión vacante de la idiotez si tratásemos de explicarles diez días seguidos el significado de la deuda nacional, pero que, sin embargo, son grandes hombres, emparentados con Sigurd y Hércules, héroes del despertar de la Tierra, porque sus palabras son sus propias palabras, sus recuerdos sus propios recuerdos, y su vanidad tan grande y tan simple como una gran colina.

Todos nosotros hemos conocido gente de nuestro círculo de amigos a quienes los intelectuales podrían muy bien describir como sin cerebro, pero cuya presencia en un cuarto es como un fuego crepitando en la chimenea, cambiándolo todo, luces, sombras y aire mismo; cuyas entradas y salidas son en cierto modo extraños sucesos de buen tono; cuyos puntos de vista, al ser expresados, persiguen y persuaden la mente y casi la intimidad; cuyo absurdo manifiesto se pega a la imaginad in como la belleza del primer amor, y cuyas tonterías se cuentan como las leyendas de un paladín. Éstos son los grandes hombres, hay millares de ellos en el mundo, aunque tal vez muy pocos en el Parlamento. No es en los fríos vestíbulos de la inteligencia, donde las celebridades parecen tener importancia, en los que debemos buscar a los grandes. Un salón de intelectuales es solamente un campo de entrenamiento para una facultad y está emparentado con cualquier asalto de esgrima o un pentágono de tiro. Es en nuestros propios hogares y en nuestro propio círculo, en las viejas enfermeras, en los caballeros con pasatiempos, en las solteronas charlatanas y en los enormes mayordomos incomparables, donde podemos sentir la presencia de esa sangre de los dioses. Y esta criatura tan difícil de describir, tan fácil de recordar, el augusto y memorable tonto, jamás ha sido pintado con tanta suntuosidad como en el Bottom de Sueño de una noche de verano.

Bottom luce la marca de su verdadera grandeza en que, como el santo y el héroe genuino, sólo se diferencia de la humanidad porque, por así decirlo, es más humano que la humanidad. No es cierto, como sugieren los ociosos materialistas de nuestra época, que, comparado con la mayoría, el héroe aparece frío y deshumanizado; es la mayoría la que aparece fría y deshumanizada en presencia de la grandeza.

Bottom, como Don Quijote, y el Tío Tobby, el señor Richard Swiveller y el resto de los Titanes, tiene una debilidad enorme e insondable, su tontería es en gran escala y cuando sopla su propia trompeta es como la trompeta de la Resurrección.

Los demás campesinos de la obra aceptan su dirección no sólo con naturalidad, sino con exuberancia; ellos poseen en su totalidad ese desinterés primitivo y salvaje, esa abnegación estruendosa que hace que los hombres simples se complazcan en ser menos que un héroe, ese elemento incuestionable de la naturaleza humana básica que jamás ha sido expresado, fuera de esta obra, tan perfectamente como en el incomparable capítulo del comienzo de Evan Harrington en el cual las alabanzas del Gran Me¡ están cantadas con energía lírica por el mercader a quien él ha engañado. Los escépticos de dos centavos escriben sobre el egoísmo de la naturaleza humana; a grandes hombres como Shakespeare y Meredith les quedó reservada la tarea de descubrir v llevar a la vida ese desinterés rudo y subconsciente que es más antiguo que el yo. Ellos solos, con su incansable tolerancia, pueden percibir toda la devoción espiritual en el alma de un vanidoso. Y este juego entre la rica simpleza de Bottom y la simpleza de sus compañeros constituye la excelencia de las escenas de la farsa de esta obra. La sensibilidad de Bottom hacia la literatura es genuina y poderosa, mucho más genuina que la de muchos otros críticos literarios cultos. «The raging rocks, and shivering shocks shall break the rocks of prison gates, and Phibbus'car shall shine from far, and make and mar the foolish fates» muestra un excelente estilo literario, con verdadero ritmo, y si tiene una leve y casi imperceptible deficiencia en lo que se refiere al sentido, sin duda alguna es tan sensato como muchos otros parlamentos retóricos de Shakespeare puestos en boca de reyes, de amantes y aun en el espíritu de los muertos. Si a Bottom le gustaba el lenguaje afectado, ese hecho constituye sólo otro punto de simpatía entre él y su creador literario. Pero el estilo del fragmento, aunque deliberadamente recargado y ridículo, es muy literario; la aliteración hace caer ola sobre ola y todo el verso, como una onda, se eleva cada vez más alto antes de destrozarse. No hay nada mezquino en este desatino; ni en todo el reino de la literatura existe otra figura tan libre de vulgaridad. El hombre vitalmente bajo y tonto canta La madreselva y la abeja; no delira con «rocas rabiosas» ni con el «carro de Febo».

Dickens, que quizás como ningún otro moderno tenía la hospitalidad mental y la sabiduría irreflexiva de Shakespeare, percibió y expresó admirablemente esa misma verdad. Percibió, por así decirlo, que idiotas indefendibles tienen muy a menudo un verdadero sentido de las letras y del entusiasmo por ellas. Mr. Micawber amaba la elocuencia y la poesía con toda su alma inmortal; palabras y cuadros visionarios lo mantenían vivo a falta de alimento y de dinero, como podrían haber mantenido a un santo que ayuna en el desierto. Dick Swiveller no hacía sus inimitables citas de. Moore y de Byron sólo como divagaciones impertinentes. Las hacia porque amaba a una gran escuela poética. El amor sincero a los libros no tiene nada que ver con la inteligencia o la estupidez; como ningún amor sincero. Es una cualidad del carácter, un poder de disfrutar, fresco, de la fe. Una persona tonta puede deleitarse leyendo una obra maestra, tanto como puede deleitarse cortando flores. Un tonto puede enamorarse de un poeta tanto como de una mujer. Y el triunfo de Bottom reside en que ama la retórica y su propio gusto en el arte, y eso es todo lo que pueden lograr Teseo o, para el caso, Cósimo de Médici.

Vale la pena destacar como un toque de extremada fineza en el cuadro de Bottom que su gusto literario concierne casi siempre al sonido más que al sentido. Comienza el ensayo con una tumultuosa prontitud: Thisby, the flowers of odious savours sweete. Odours, odours, dice Quince, corrigiéndolo, y la palabra se acepta de acuerdo con las frías y pesadas reglas que exigen un elemento de sentido en un pasaje poético.

Pero Thisby, the flowers of odious savours sweete, la versión de Bottom, es un verso inconmensurablemente más fino y resonante. La «i» que inserta es una inspiración métrica.

Hay otro aspecto de esta gran obra de teatro que debe recordarse permanentemente. A pesar de que la mascarada del argumento es extravagante, existe una armonía estética perfecta hasta en un coup-de maître, como el nombre de Bottom, o el de la flor, llamada Amor Ocioso. En todo el asunto, sólo puede decirse que hay una discordancia accidental: el nombre de Teseo y toda la ciudad de Atenas, en la que se desarrolla la acción. La descripción que hace Shakespeare de Atenas en Sueño de una noche de verano es la mejor que él o cualquiera haya escrito en Inglaterra.

Teseo es, evidentemente, tan sólo un terrateniente inglés, que ama la caza, que es amable con sus vasallos y hospitalario, con cierta vanidad rimbombante. Los artesanos son ingleses, que se hablan con la extraña formalidad de los pobres. Sobre todo, las hadas son inglesas; al compararlas con los hermosos espíritus patricios de la leyenda irlandesa, por ejemplo, descubrimos de pronto que, después de todo, nosotros también tenemos un folclore y una mitología, o por lo menos la teníamos en los tiempos de Shakespeare. Robin Goodfellow, que descompone la cerveza de las viejas, o les quita el banco cuando van a sentarse, no tiene nada de la mordaz belleza celta; las suyas son payasadas de un mundo invisible. Tal vez sea alguna herencia adulterada de la vida inglesa lo que hace a los fantasmas americanos tan amigos de las bromas poco dignas.

Pero esta unión del misterio con la farsa es una nota de la Edad Media inglesa. La obra es la última mirada a la «Alegre Inglaterra», ese país distante pero brillante e indudable. En verdad, sería difícil definir dónde reside la peculiar verdad de la expresión «alegre Inglaterra», aunque cierto concepto acerca de esto es necesario para comprender Sueño de una noche de verano. En ciertos casos, por lo menos, puede decirse que reside en el hecho de que el inglés de la Edad Media y del Renacimiento, a diferencia del de hoy, podía concebir algo sobrenatural y alegre. A toda la gran obra del puritanismo, la peor acusación que se le puede hacer es ésta: que retuvo y renovó una sola de las fábulas de la cristiandad, y ésta fue, precisamente, la creencia en las brujerías. Dejó de lado la superstición estimulante y sana, aprobó solamente lo morboso y peligroso. Al tratar el gran cuento de hadas nacional, los puritanos mataron a san Jorge pero preservaron cuidadosamente al dragón. Y esta tradición del siglo XVII, en lo que se refiere a la vida psíquica, sigue proyectándose como una gran sombra sobre Inglaterra y América, de modo que, si echamos una mirada a una novela sobre el ocultismo, podemos estar completamente seguros de que tratará de destinos crueles o tristes. Si esperamos encontrar en ella otra cosa, no serán seguramente espíritus como los de Alwyn para inspirar cuentos payasescos tales como Wrong Box o The Londoners. Esta imposibilidad se debe a la desaparición de la «Alegre Inglaterra» y de Robin Goodfellow. Era un país que nos parece increíble, la tierra de un alegre ocultismo en la que el campesino cambiaba bromas con su santo patrono y sólo insultaba a las hadas con muy buen humor, como podría insultar a una sirvienta perezosa.

Shakespeare es inglés en todo, especialmente en sus debilidades. Así como Londres, una de las ciudades más grandes del mundo, muestra más barrios bajos y esconde más bellezas que ninguna otra, así Shakespeare sólo, entre los cuatro gigantes de la poesía, es un escritor negligente, y nos deja descubrir sus esplendores por accidente, igual que descubrimos una vieja iglesia a la vuelta de una esquina. En nada es tan inglés como en esa noble y cosmopolita inconciencia que lo hace mirar al este con los ojos de un niño, hacia Verona y hacia Atenas. Le gustaba sobremanera hablar de las glorias de tierras extranjeras, pero hablaba de ellas con la lengua y el espíritu inextinguible de Inglaterra. Un patriotismo tardío ha caído en la costumbre de invertir este método y hablar de Inglaterra de la mañana a la noche, pero hablar de ella de un modo totalmente no inglés.

Lo fortuito, las incongruencias y una cierta ausencia mental forman parte del temperamento inglés; el hombre inconsciente, con cabeza de asno, no es un mal símbolo del pueblo. Los filósofos materialistas y los políticos mecánicos realmente han logrado con éxito darle mayor unidad. La única pregunta que cabe formular es: ¿a qué animal ha sido tan exitosamente conformado?

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