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Segundo encuentro

Pasaron algunos días sin que sucediese nada nuevo. No sabía qué pensar. No tenía la valentía de invocar la vuelta de un tan singular interlocutor. Aquel primer encuentro había dejado en suspenso más de una pregunta. Pero fue cortado en lo mejor. Aquella última respuesta, sin embargo, tan inesperada, me dejó una alegría grande.

Una mañana, apenas había terminado de celebrar la Misa, tuve un deseo insólito de ir rápidamente a casa. Mi empujaba el extraño indicio de algo no acostumbrado.

—Aquel mensajero debe estar ya aquí, —pensé. Correcto, he aquí los acostumbrados escalofríos de frió helado. No me había equivocado.

Me senté, invoqué mentalmente a la Virgen y esperé.

Estoy aquí. ¿Qué más quieres preguntarme? .

—Parece que aquel ser tenebroso hubiese sido puesto a mi disposición.

—Antes que nada, debo agradecerte el alto elogio que la última vez hiciste a la Virgen. Me impresionó mucho tu respuesta. Y todavía no logro explicarme como se te haya podido escapar.

Es ella que me obliga a hablar así, ¿lo quieres comprender? Ella me obliga. Lo hace para contentarte y para humillarme. Pero tú, — recuérdalo— me las pagarás. Tú no lograrás comprender jamás qué tortura es para mí tenerla que obedecer obligándome a decir ciertas verdades. Yo odio la verdad, porque la verdad es El, ¿comprendes?.. Tu permaneces horrorizado ante los tormentos a los que tantos subalternos míos someten a sus condenados políticos, recurriendo a la píldora de la verdad, al lavado de cerebro —todos son inventos míos, para que lo sepas— para llevarles a la autocrítica y a sacarles sus confesiones preestablecidas. Peor es el suplicio al que soy sometido por aquella para llevarme a escupirte en la cara ciertas verdades. Por eso, te repito que me las pagarás..

—Gracias también por esto que me dices; pero si Ella está conmigo, tú no me das miedo.

Te he dicho que me las pagarás.

—De acuerdo. Pero continúa hablándome de Ella.

Es mi más implacable enemiga .

—Lo creo: Es la Mujer destinada a darnos a Jesús, nuestro Redentor, el reparador de todas tus maldades, especialmente por habernos regalado el pecado y la muerte. Y Ella, por virtud de su Hijo, para tu humillación, ha vencido todo esto.

Un largo silencio de espera.

—Comprendo que no tengas mucho deseo de hablar de María. Eres infinitamente soberbio y el recuerdo de Ella es demasiado humillante para ti. Dijiste bien, es tu humillación más grande. Pero, en nombre de Ella, responde. ¿Creíste haber obtenido una victoria plena arrebatándonos a nuestra madre Eva? ¿Ni siquiera sospechaste que Dios te habría vencido con María? Una Madre infinitamente más grande que la que nos arrebataste y con la cual nos mandaste a la ruina. Dios nos ha dado a María y la ha hecho Madre suya.

¿Pero por qué te obstinas tanto en hablarme de aquella? ¡Déjalo ya!

—Precisamente porque te fastidia tanto....

Es una terrible desbaratadora de mis planes. Es una devastadora de mi reino. No me deja conseguir una victoria y ya me prepara una derrota. Me la encuentro siempre entre los pies. Siempre ocupada en atravesarse en mi camino, a suscitare fanáticos que la ayudan a arrebatarme almas. Allí donde más clamorosas son mis conquistas, en un silencio capilar ella multiplica las suyas. Pero ahora ha llegado el tiempo en que obtendré sobre ella victorias jamás vistas...

—¡Efímeras como las demás!

***

Aún un breve silencio. ¡No serán efímeras!.. Esta vez será una victoria total. Creía estar al seguro en una fortaleza inalcanzable. ¡Ahora os he abierto una brecha que será peor que la primera!....

—¿Qué brecha? Pienso que corres demasiado. Estás muy seguro de ti mismo .

Tengo de mi parte también a los teólogos. Los mis presuntuosísimos doctores. Si fuese capaz de amar, serían mis amigos más queridos. Vuestros cultivadores del dogma van abandonando una tras otra vuestras posiciones. Los he inducido a avergonzarse de ciertas fórmulas ridículas. A avergonzarse antes que nada de creer en mi existencia y en mi trabajo en medio a vosotros: Cosa para mí comodísima.

—¿Y con esto, crees?

De este modo, las fábulas de la Inmaculada Concepción, de la Maternidad Divina, de la siempre Virgen, de la omnipotente llena de gracia están siendo desmoronadas como miserables necedades. Dentro de pocos años quedará solo el recuerdo —vergonzante recuerdo— de tan estúpidas leyendas. Mucho he debido esperar pero ahora ha llegado finalmente mi tiempo. ¡Definitivamente ha llegado mi hora! ¡Si supieras lo bien que trabajan mis aliados: curas, frailes, doctores!.... ¿Dónde están ahora los fanáticos de su culto, sus calenturientos simpatizantes?

***

Parecía que se hubiese marchado. Pero estaba allí, quizás en espera de mi reacción.

—Lo sé: Has logrado reunir en torno de tantas verdades del Credo una polvareda irrespirable llena de confusión. Crees suprimir el sol sólo porque los has escondido detrás de cúmulos de nubes. Pero todo esto pasará. Bastará un soplo del Omnipotente para desbaratar todo lo que estás construyendo. Un soplo solo y Dios, en su Providencia, también de nuevo sacará bien del mal. Incluso de estas confusiones sabrá hacer brillar más espléndida la verdad.

No te hagas ilusiones.

—Sé que no me engaño. La fe me lo dice. Ni tú mismo, eterno mentiroso, crees en esta victoria final.

Tú te agitas porque sabes que Dios tiene medido el tiempo en el que, para sus designios, te deja exagerar. Tú sabes que el más poderoso es El. El tiene delante de Si la eternidad. En un instante te arrebatará de la mano tus victorias momentáneas. Eres el eterno fanfarrón ridículo. Te crees omnipotente, mejor aún quieres hacértelo creer a ti mismo, pero basta un signo de la cruz para ponerte en fuga, basta un poco de agua bendita para paralizar tu omnipotencia. La parábola del grano y de la cizaña ha sido dicha sobre todo para ti. Eres simplemente ridículo en tus bravuconadas. Eres un pobre perro atado a tu cadena. Tú no puedes nada más de lo que te permite Dios. Te lo permite para probar a sus elegidos en el tiempo, y derrotarte para toda la eternidad.

¡Qué elocuente eres! Has hecho una bella predicación para los papagayos de la parroquia. Tu reúnes palabras, yo cuento hechos.

—Te estoy solamente descubriendo tu mentira. Tu historia concluirá como empezó. Tienes la estúpida presunción de creerte semejante a Dios. Te rebelaste y Dios en aquel mismo instante, con un soplo te precipitó a ti y a los tuyos en los abismos infernales. Bastó un movimiento de su voluntad para fulminaros a todos, para transformaros de ángeles en horribles demonios.

Todavía un trozo de predicación .

—Sabes bien que no es predicación. Es un hecho tremendo. Como tremendo es el infierno en el que te precipitaste. A propósito: ¿Qué es el infierno?...

Un silencio pesado como una pesadilla.

—En nombre de Ella, responde, háblame del infierno.

Imposible decírtelo.

—Prueba .

Ni siquiera ella misma, en Fátima, supo explicarlo.

—¿Cómo?¡Aquellos pobres niños por poco no murieron de espanto!

¿Y qué vieron?... el infierno es bien distinto...Conténtate con esto.

***

También esta vez tuve la sospecha de que se hubiese ido. De manera extraña me advirtió de que se encontraba allí.

—¡Desgraciado! Eras un ángel. Dios te creó riquísimo de dones y de bellezas divinas. Tenías la inteligencia de los espíritus elegidos. Es inconcebible cómo tú y los tuyos habéis podido atreveros a un tan estúpido pecado de rebelión. ¿Como intentar apropiarse de lo que no era vuestro? ¡Responde!.

Porque quiso someternos a una prueba infinitamente humillante para nosotros, espíritus altísimos. Una prueba inimaginable, digna sólo de una revuelta.

—¿Qué prueba?.

De nuevo un silencio cargado de misterio. «Vamos, en el nombre de Ella que te ha obligado a venir, responde. ¿Qué prueba?».

Nos impuso un obsequio muy humillante e inaceptable. Nos puso frente al diseño de la creación del mundo material, de todo el cosmos, por encima del cual os creó también a vosotros los hombres con el propósito de elevaros a la misma dignidad a la que nos había elevado a nosotros, y para colmo de todo, lo que hizo desencadenar nuestra revuelta: nos puso delante de la encarnación del Hijo, hecho hombre, revestido de una naturaleza inferior a la nuestra, y nos impuso adorarle. Nuestra inteligencia se pasmó. Millones de ángeles se sometieron vilmente a Él. Muchísimos de nosotros lo vimos como una afrenta a nuestra dignidad y nos rebelamos. El castigo explotó de inmediato. Nosotros no queremos aceptar nuestra condición de criaturas, de tener necesidad de Él, de estar sometidos a Él. Nos creímos autosuficientes —y lo éramos— de nosotros mismos. En aquel rechazo nuestro gesto es de revuelta. Y en un momento nos encontramos como somos. Su condena fue sin apelación. Tampoco nos hubiéramos sometidos a su voluntad.

—¿Y no era un pecado gravísimo de rebeldía?

Un «Nooo .» lóbrego, largo, cavernoso, de helar la sangre, resonó un buen tiempo en la lejanía. Comprendí que había desaparecido, dejándose atrás un fracaso que parece el estrépito de un alud. Todo lo que era firme tembló. Salí al corredor mirando si alguien se hubiese percatado de algo. Nada. No vi a nadie.

Ahora en...

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