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Primer encuentro
Aquella misma tarde, después de una cena más bien rápida y desganada, me retiré a mi cuarto a despachar un poco de correspondencia.
Después de media hora me puse a recitar la última parte de la «Liturgia de las horas». Hice devotamente la señal de la Cruz y comencé:
Jesús, luz de luz, —sol sin ocaso,—tu iluminas las tinieblas,—en la noche del mundo,—En Ti, Santo Señor — buscamos descanso-de la fatiga humana, —al fin del día...
Noté esta vez, que cuanto más iba adelante, más crecía en mí el deseo de retrasar aquella oración habitual. Sentidos y gustos nuevos fluían de aquellas palabras antiguas y simples.
Al final, besé el breviario y lo puse aparte. ¿Y ahora qué hago? Algunas veces apunto notas rapidísimas en mi diario; intenté hacerlo pero pronto se me pasaron las ganas.
Volteándome, mi mirada se encontró con la imagen de la Virgen, ante la cual aquella tarde había ido a orar. Tuve deseos de entretenerme con Ella y, cogido el rosario del bolsillo, me hice la señal de la cruz. Las Ave María me venían dulcísimos como una íntima toma de contacto con Ella. No había terminado aún la primera decena, y ya me encontraba sentado y con la pluma en la mano. ¿Cosa extraña? ¿Para hacer qué? Un bloque de papel estaba allí sobre la mesa: ¿Comenzar a escribir algo sobre aquella diablura? No pensaba en esto en absoluto. No tenía nada concreto en mi cabeza y la fantasía no parecía ayudarme.
Para hacer cualquier cosa, tomé el bloque de papel y escribí en lo alto: «Entrevista con Satanás». ¿No? corregí. Mejor decir: «con el Maligno». Este segundo apelativo es menos común y de un sentido más inmediato. Y permanecí con la pluma en el aire.
En aquel mismo instante advertí a lo largo de la columna vertebral una imprevista sacudida de frío que inmediatamente me envolvió todo entero.
Al lado de la escribanía, a la izquierda, la ventana estaba completamente abierta, instintivamente me levanté para cerrarla. Advertí sin embargo que de fuera venía un aire caliente. Era la tarde de una jornada calurosa de septiembre.
Mientras me tocaba las mejillas, la frente, mirando si tenía síntomas de fiebre, una hoja más bien fría me atravesó y tuve un extraño asalto de miedo. Me senté, permanecí un rato sobre mí mismo, después intenté acostarme en la cama. No logré moverme. Me sentía clavado a la escribanía, no porque alguien me hiciese violencia desde fuera, sino por un sentido de inercia total: una especie de pegamento.
Invoqué mentalmente a la Virgen que me miraba a unos metros de distancia de la pared y tuve una caricia imprevista de paz.
Mientras en mi interior daba gracias a la Madre Celestial, la silla, la escribanía, casi toda la habitación sufrió un sobresalto misterioso.
—Has pedido entrevistarme, aquí estoy
Era una voz lóbrega, áspera, metálica. Una voz que no supe precisar de qué punto venía, pero que desencadenó en mí un largo y muy fuerte escalofrío de miedo. Permanecí algunos minutos sin respiración, después tomé fuerzas.
—Pero ¿quién eres tú? .
—No seas estúpido; ¡soy yo!
No había pensado nunca de poder pasar con mi entrevista del plano de la fantasía al de un tú a tú con el Maligno.
En un ángulo de la escribanía había un rosario e instintivamente lo cogí como si fuese un arma de defensa.
—¡Tira fuera esa tontería, si quieres hablar conmigo!
—¿Tontería?...
—¡Excrementos de cabra colocados juntos!
—¡Si para ti es una tontería, yo lo beso y para tu desprecio lo enrollo entorno a mi muñeca, como defensa. Veo que te da miedo, bellaco!
—¡Eso para mí es una guillotina!...
—Mejor aún, y gracias por habérmelo dicho
He intentado muchas veces explicarme como percibí aquella voz tan cercana, que no venía de ningún punto preciso de la habitación, ni salía de mi interior. Sin embargo, lo comprendía claramente, siempre en un tono amenazador y desdeñoso y cargado de una rabia especial.
—¿Cómo es que has venido? ¿Quién te envía?
—He sido obligado .
—¿Por quién? Siguió un silencio tenso.
—Vamos ¿obligado por quien?
—¡Por aquella!
Gritó esta respuesta con un desprecio y con un odio indescriptibles.
—¿Quién es ella? . Sin embargo, había comprendido.
—¡No diré jamás su nombre!
—¿Te quema tanto?
—¡La odio infinitamente!.
Porque es la criatura más alta y más santa...
Masticándose las palabras con rabia: ¡El la ha querido así para mi desprecio, para que fuese mi más aplastante humillación!
Permanecí atolondrado. ¿Cómo es posible? ¿Eres el padre de la mentira y dices una verdad tan grande? ¿No te das cuenta que ésta es una alabanza inmensa?
Mi pregunta quedó sin respuesta. Por esta vez esto fue todo.
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