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Una mirada a España

No puedo realizar este vistazo desde mi opinión personal; ha de ser una mirada no partidista, sino desde la fe. También hay que advertir que este repaso no puede ser omnicompresivo de todo lo que nos sucede y que elijo los temas por su relación con esa fe, sin apoyar a nadie en especial y sin animadversión a personas o grupos. Aprendí, hace mucho tiempo, a no ser antinada ni antinadie. Ojalá sepa reflejarlo en estas líneas que sólo desean hacer pensar un poco. Señalaré igualmente que no trato de ofrecer soluciones técnicas cristianas a las cuestiones que se plantean, sino una óptica cristiana, tras la que pueden caber soluciones diversas. Es más, seguramente será mejor así, pues, como afirmaba Julián Marías, «donde todo el mundo piensa igual, casi nadie piensa demasiado».

Voy a comenzar por el espinoso y terrible problema del terrorismo. La Iglesia lo ha condenado mil veces y en todos los tonos. En su catecismo, afirma «que es una de las formas más brutales de violencia que actualmente perturba a la comunidad internacional, pues siembra odio, muerte, deseo de venganza y de represalia»; es decir no sólo el acto destructor es terrible, sino también las secuelas posteriores, que de tantas maneras nos inquietan y dividen. Por eso, indica el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia que la lucha contra el terrorismo presupone el deber moral de contribuir a crear las condiciones para que no nazca ni se desarrolle, tema harto difícil, sobre todo cuando ya ha nacido o esas condiciones parecieran inviables, ilegales o contrarias a un patrimonio histórico, que la mayoría se resiste a perder. En cualquier caso, la condena es tajante: «el terrorismo se debe condenar de la manera más absoluta. Manifiesta un desprecio total de la vida humana y ninguna motivación puede justificarlo, en cuanto el hombre es siempre fin y nunca medio». Aspecto difícil, pero que requiere de todos los medios legales para poder erradicarlo, y frente al que existe un deber y un derecho a defenderse dentro de la ley. Una anotación final: es una blasfemia brutal promoverlo en nombre de Dios. Y es una ignominia utilizarlo para fines políticos, económicos o de gloria personal.

La inmigración tiene dos caras: la acogida fraterna a quienes nos necesitan —y seguramente necesitamos— y el posible descontrol de entrada en los países receptores, que puede ser causa de grandes males sociales: abusos laborales, marginación, inseguridad, paro, pérdida de identidad cultural o religiosa, falta de integración en el país que acoge, etc. Desde el primer punto de vista, ha dicho la Iglesia que la capacidad propulsora de una sociedad orientada al bien común y proyectada hacia el futuro se mide también y, sobre todo, a partir de la perspectiva de trabajo que puede ofrecer. Ahí está la clave para evitar flujos migratorios desarraigados: es necesario ayudar al desarrollo de esos países con educación y medios técnicos, evitando la corrupción. La regulación de los flujos migratorios según criterios de equidad y equilibrio, sin explotar vilmente al inmigrante, sin demagógicas rentas políticas, es necesaria para salvar la dignidad de las personas.

El duro tema de la inmigración enlaza con el del paro o con el del trabajo basura. Seré breve: hace falta mucha magnanimidad, mucha generosidad, mucho corazón para que no se enriquezcan unos pocos en detrimento de unos muchos, teniendo todos igual dignidad. Es cierto que los políticos de los diversos gobiernos —sin partidismos— han de velar para que sea respetada esa dignidad. Baste recordar un marco exigente en el que Juan Pablo II encuadraba el derecho al trabajo. Y no es banal el encuadre porque es un todo del que si se extrae una fibra, arruina el tejido: el derecho a la vida no nacida, el derecho a formar una familia (heterosexual, estable, unida) que favorezca el desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y libertad, buscando la verdad y el bien; el derecho a participar en el trabajo, valorar los bienes y recabar el sustento propio y familiar; libertad para educar a los hijos, particularmente en materia religiosa, etc. Todos estos derechos tienen como epicentro la familia y el trabajo. Gracias a Dios, en nuestro país baja el paro, pero ¿es en este marco natural?

La solidaridad entre los diversos pueblos de España. Me atrevo a decir que es anticristiano el abismo que se está creando al tirar de la manta cada uno por su lado. Y lo peor no es que la manta se rompa, lo más desastroso es que se machaca la caridad y el respeto, la admiración mutua; se cambia el generoso deseo de ayudar y servir por el egoísmo de pensar sólo en lo propio. ¡Ah si lo propio fuera el bien común generosamente contemplado!

Esto enlaza con el nacionalismo porque algunos han podido ser causa, en parte, de la citada insolidaridad. La unidad —natural— de toda la familia humana no encuentra todavía realización, al verse obstaculizada por ideologías materialistas y nacionalistas que niegan los valores propios de la persona considerada integralmente, en todas sus dimensiones, material y espiritual, individual y comunitaria. En particular, es moralmente inaceptable cualquier teoría o comportamiento inspirados en el racismo y en la discriminación racial. Así se lee en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia. Es muy fácil que, incluso antes de llegar a ese extremo, algún tipo de nacionalismo provoque tal exaltación de los valores propios —que lo son de veras— hasta límites que mueven al orgullo altanero, al desprecio o ignorancia buscada de otros, que constituye un auténtico atentado a algo tan cristiano como la unidad y la solidaridad de los hijos de Dios, radicalmente iguales y unidos del modo más elevado en la comunión de los Santos. Es obvio que la Iglesia admite el nacionalismo como una opción política legítima. Recientemente la Conferencia Episcopal Española ha dado unas indicaciones, tales como el reconocimiento de la libertad de los ciudadanos para buscar el ordenamiento jurídico que deseen, a la vez que les llama a la máxima responsabilidad, rectitud y respeto a la verdad de los hechos, de la historia, del bien común de la población directa o indirectamente afectada, sin dejarse llevar por impulsos egoístas o reivindicaciones ideológicas, etc. Recuerda que la misión de la Iglesia consiste en «exhortar a la renovación moral y a una profunda solidaridad de todos los ciudadanos, de manera que se aseguren las condiciones para la reconciliación y la superación de las injusticias, las divisiones y enfrentamientos». A este respecto, y en otra perspectiva, el mismo documento hace una llamada para que no se dilapiden los bienes conseguidos por la reconciliación entre los españoles que supuso la Constitución de 1978. Para un cristiano, la caridad, el amor verdadero, que excluye odios, rencores e incomprensiones, está por encima de todo. No podemos utilizar a los que murieron para despertar disensiones entre sus hijos y nietos. Eso no es humano, es horrible.

Vienen a mi memoria aquellas palabras de Juan Pablo II pronunciadas hace casi veinticinco años en Santiago de Compostela: «desde Santiago, te lanzo a ti, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes». En su último viaje a nuestro país, recordaba otra frase pronunciada en Santiago: «la fe cristiana y católica constituye la identidad del pueblo español». Para añadir seguidamente: «¡No rompáis vuestras raíces cristianas! Sólo así seréis capaces de aportar al mundo y a Europa la riqueza cultural de vuestra historia». Era el 4 de mayo de 2003.

Quizá se puede pensar que unas y otras expresiones tratan de resucitar la cristiandad. Nada más lejos del pensamiento del anterior Papa que reiteró muchísimas veces —también en el discurso de Santiago— las conocidísimas palabras evangélicas de dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, para recordar de maneras diversas la legítima autonomía del orden temporal. Precisamente, esa autonomía está tan distante de cualquier fundamentalismo religioso como del fundamentalismo laicista. El primero sería una teocracia, pero el otro sería una ateocracia. El laicismo que se quiere imponer en España es —según los obispos de nuestro país— «la voluntad de prescindir de Dios en la visión y la valoración del mundo, en la imagen que el hombre tiene de sí mismo, del origen y término de su existencia, de las normas y los objetivos de sus actividades personales y sociales», lo que «provoca alteraciones profundas en la vida de las personas».

Me gusta la laicidad que huye del clericalismo, del que no se apoya en la Iglesia para defender posturas políticas, económicas, artísticas, etc.; del que es libre y da la cara con responsabilidad personal para sacar adelante la sociedad civil; que, a la vez no esconde su fe, que ama todo lo bueno de este mundo, etc. Entiendo bien la laicidad que supone una nítida diferenciación entre Iglesia y Estado, sin que eso suponga negar la necesidad de alguna cooperación mutua porque actúan sobre las mismas personas. No puedo querer ese laicismo, cuyo objetivo es echar a Dios de la vida pública y de la vía pública. Cuando esto sucede, el único culpable no es el gobierno de turno. Hay más factores, que también citan los obispos, y en los que todos tenemos nuestra parte, como el desmedido afán de poder o riquezas; el deterioro de la vida familiar por el exceso de ocupación en la búsqueda del tener con olvido del ser; la banalización del sexo y de la fidelidad; la obnubilación por la técnica y la ciencia que conduce a la ignorancia ética de pensar que todo lo factible es moral. Y el mismo relativismo de tantos católicos poco formados o débiles en su fe, que les hace incoherentes y desedificantes. Esos y otros factores conducen a una pérdida de valores que dañan la propia sociedad civil. En estas circunstancias, los obispos han pedido que los católicos puedan vivir sus convicciones sin que nadie imponga a nadie sus puntos de vista por procedimientos desleales e injustos. Pienso que está hablando de libertad verdadera.

Esa libertad tiene muchos campos: desde la educación, de la que no puede ser titular el Estado, sino los padres de familia, hasta la enseñanza digna de la asignatura de religión, pasando por el respeto a Dios y a los que creen en Él. No es de recibo que medios públicos de comunicación o de enseñanza se burlen del hecho religioso impunemente. Al menos por pura corrección humana, deberían adoptar una actitud más elegante.

Desde luego, en un sistema democrático se legisla a través de la mayoría requerida. Pero habría que hacer trabajar más a la razón —ordinatio rationis, dijeron los clásicos de la ley— para evitar leyes salvajes que la conculcan. Al menos por sus efectos, podría verse lo poco razonable de algunas de ellas que atentan contra el reconocido no matarás, contra la fidelidad matrimonial o contra el mismo instituto del matrimonio, por citar algunos ejemplos reales. Algo tenemos que pensar para que una democracia no desmorone a la sociedad por la mitad más uno, o haga que, por esa misma mayoría, se maltrate a las personas. Además, al final esa democracia descarrila, porque la razón es tozuda.

En esta mirada —que tiene también muchas luces de progreso, aunque no aluda ahora a ellas—, me quiero detener en el mundo católico, donde —también lo han dicho nuestros obispos— caben varias posturas entre los católicos: la desesperanza del que se lamenta sin buscar remedio: Dios, la oración, los sacramentos, el trabajo, la acción política leal, sin desprecios altaneros con la excusa de que esta actividad pringa. Otra actitud sería el enfrentamiento: si el desaliento no es cristiano, la confrontación lo es menos. No hay que olvidar que la democracia moderna nació en el seno de una cultura cristiana. Y no es preciso el choque, sino que serán las ofertas valientes, razonables, dialogadas, estudiadas, las que la devuelvan al servicio del hombre. Además, la grandeza de la democracia está en la convivencia de personas y grupos con modos diversos de entender las cosas. Tampoco sería cristiano el sometimiento del que esconde o disimula su identidad.

Como católicos españoles hemos de mirar España, en primer lugar, con el bagaje que tenemos: Jesucristo. No, no vamos a poner a Cristo a ningún lado de la política, pero la identidad del cristiano es ser otro Cristo. Y desde esa perspectiva ha de mirar y vivir su mundo, al que ama. Ahora bien, ese católico necesita digerir la ciencia de la fe —ha de estar formado—, necesita la práctica dominical con la presencia de Jesús en la Eucaristía, requiere la asidua recepción del sacramento de la penitencia, puesto que es pecador y ha de recibir sin conciencia de pecado mortal al Señor sacramentado. Ha de conocer y vivir las exigencias de los Mandamientos, verdadera hoja de ruta de la vida humana feliz. Porque la fuerza de la oración y los sacramentos, la fe creída, ha de mostrarse en la vida diaria: laboral, familiar, social, lúdica, etc. Esto no es un programa político sino de vida cristiana honda y seria, capaz de amar y difundir todo lo que de bueno, todo lo que de bello, todo lo que de verdadero tiene nuestra sociedad. Son esos cristianos íntegros quienes pueden aportar humanidad y valores a una sociedad civil y política que se tambalea. Seguramente no convergirán sus soluciones, pero procederán de la razón sanada por la fe, y estarán en condiciones de aportar valores regeneradores a este mundo nuestro. Este puede ser el programa frente a los principios disgregadores de la convivencia en España, frente al hombre desleído en el pensamiento débil. Y será «obra de cristianos convertidos y convencidos, maduros en su fe».

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