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Una hermosa forma de morir

Como el resto de personas, las que nos consideramos cristianas y profesamos la fe en Dios, nos interpelamos, también, por el qué de la muerte, por cómo se ha de afrontar y, sobre todo, sobre todo, sobre el por qué de ese paso al otro lado del Reino. Eso, a muchas personas les puede producir angustia no exenta de razón. Eso, a los cristianos, nos debe producir algo muy distinto. Y me explico.

Quizá recordamos aquella significativa expresión que dice que el cristiano no vive para morir sino que muere para vivir. Por lo tanto, el hecho mismo de afrontar el fin de esta vida pasajera, nuestro paso por este valle que, gracias a la providencia, no es sólo uno de lágrimas sino más bien de gozo, ha de hacerse de una forma particular y muy nuestra, como nuestro es el espíritu que nos mora y que nos conforta ante la visión de tal momento.

Como he dicho antes, en realidad, morimos para vivir. Esto, a primera vista, puede parecer tan sólo una manifestación de voluntarismo, un querer que así sea, un desear que suceda eso. Sin embargo, si nos atenemos a la doctrina impartida y enseñada por nuestro hermano Jesucristo que nos dice que tiene muchas estancias preparadas en la casa de su Padre, eso nos debería de aliviar ante tamaño misterio.

Sin embargo, frente a la fe que nos muestra cuál es el camino que debemos seguir y cómo debemos afrontar ese momento crucial para nuestra vida espiritual, ante ese asidero que es el creer, se le enfrenta, porque se sitúa contra aquella, una visión del mundo triste, un pensamiento débil y light, que enturbia la razón que encierra ese bienestar del espíritu que nos deja listo el corazón para ofrecerlo a Quien se lo merece.

Ese razonar, digamos, postmoderno, tiene su apoyo teórico y práctico en la denominada eutanasia, que, traducido del griego, viene a significar «buena muerte». También se vende como un progreso de la humanidad, como un efecto benéfico de la técnica aunque, es evidente que no lo es sino, al contrario, expresión de lo que Juan Pablo II Magno dijera, y dice, en su Encíclica Evangelium Vitae, una «cultura de muerte» (EV, 12). En apoyo de lo dicho antes, también dice, en la misma Encíclica y en el mismo punto, que «esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia». Creo que está bastante claro.

Muchos ejemplos tenemos hoy día, o ayer, de la aplicación de esto. En Holanda, por ejemplo, conocida es la permisividad con que la Ley acoge la posibilidad de, digamos, pasar a la otra vida de forma rápida y segura sin alterar, en lo más mínimo, el funcionamiento del estado del bienestar ni la concepción moral o ética del mismo. Pero también, aquí, en España, esto parece que se va a llevar a cabo en Cataluña, si no de esa forma tan extrema, en principio, sí en la aprobación, según el nuevo Estatuto de Autonomía, de una forma de eutanasia, de la aceptación de esto para determinados supuestos que, al fin y al cabo, podría acabar en lo mismo. También es conocido el caso que relató la película «Mar adentro», de Alejandro Amenábar, en la que Javier Bardem daba «muerte», digamos así, a Ramón Sampedro, que con tanta aceptación fue acogida por la progresía y con tanta alarma por el resto. Abundando en ello, ya en la antigua Grecia y Roma esto no era mal visto, aunque ya sabemos de los comportamientos paganos de aquellos pueblos. Y eso quizá guste a según qué espíritus...

Sin embargo, como muy dice la Declaración de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española «La Eutanasia es inmoral y antisocial» presentada el 19 de febrero de 1998, en su apartado I, d) «el aprecio por toda vida humana fue un verdadero progreso introducido por el cristianismo». Y en eso estamos, al menos, quienes creemos en eso.

En fin, que es fácil adivinar que esta tendencia puede llegar a extenderse en España aplicando aquella teoría, que casi nunca falla, que dice que siempre copiamos, sobre todo, lo malo.

Sin embargo, ante estos embates, cada vez más frecuentes, de esa forma de ver las cosas que facilita, ante el dolor y la enfermedad, digamos, «una muerte suave y llevadera» sin tener en cuenta la inmoralidad intrínsecamente perversa que conlleva esto, podemos oponer, con más facilidad de la que se piensa, la parte de espíritu que conforma nuestra persona. Dice la Declaración citada supra, en su apartado IV, b), que «el dolor, cuando es asumido con fe y esperanza no destruye al ser humano, sino que contribuye también a engrandecerlo». Y esto es porque de la enfermedad, del dolor, los cristianos no valoramos esa enfermedad y ese dolor por lo que son pues, efectivamente, son un mal físico, sino por el bien que se puede obtener de ellos, aunque esto sea, es verdad, difícil de entender y, mucho más, de seguir.

Es más, si tenemos en cuenta que la eutanasia viene en aplicación a aquellas personas que son, al fin y al cabo, los débiles de la sociedad (por enfermedad, por así decirlo) bien podemos decir, totalmente de acuerdo con a Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española de 27 de abril de 2001 denominada «La Familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad» que «una sociedad que desprecia a los débiles y atenta contra sus vidas está bien lejos del verdadero humanismo» (Capítulo 3, 107) y esto, por lo dicho antes, es la manifestación más palmaria de esa «cultura de muerte» antes citada y establecida, esta expresión, por Juan Pablo II Magno. Ese materialismo, ese «tener» que prevalece sobre el «ser» es lo que facilita ese comportamiento donde, en primer lugar, se encuentra el individuo y su deseo hedonista por sobre todas las cosas y, en último, la consideración de la dignidad de su persona como bien a despreciar. Y esto, además de ser equivocado es torticero y terrible pues trae, como consecuencia, que llegue a considerarse como bueno, en este caso la eutanasia, lo que no es, sino, expresión de un proceder vacío de esperanza.

Ante esto, yo creo que una hermosa forma de morir es hacerlo reconociendo que cualquier sufrimiento que hayamos pasado, y éste es, sin quizá, el más misterioso, se ilumina por la fuerza de la fe y nos permite, a los que sabemos que es así, ver, en este final, un mejor principio.

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