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Dependencia

El tratamiento de la dependencia requiere personas próximas, que tengan con los demás auténtica empatía

Uno de los aspectos menos ficticios y más humanos que perviven en la actual configuración de las fiestas navideñas es la memoria de los necesitados, de los pobres y enfermos. Todos recordamos aquellos cuentos de Navidad en los cuales una familia indigente pasa estos días en un desván frío, sin nada que llevarse a la boca. De pronto, se abre la puerta y aparece el Niño Jesús, que todo lo llena de luz, alegría y calor. La vigencia de estas narraciones no ha sido cancelada por el consumismo. «¿Cómo no darse cuenta —nos preguntaba estos días Benedicto XVI— de que, precisamente desde el fondo de esta humanidad placentera y desesperada, surge una desgarradora petición de ayuda?»

A pesar de tantos progresos, precisaba el Papa, el ser humano sigue marcado por «una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte». En la actual época postmoderna son aún más insidiosas las amenazas para la integridad moral y personal.

Recientemente hemos celebrado que los partidos políticos hayan salido por un momento de sus propios laberintos, cada vez más triviales, y hayan llegado al acuerdo parlamentario de aprobar la Ley de Dependencia, dirigida a la atención de las personas mayores y discapacitadas, impedidas de valerse por sí mismas. Aunque aún con insuficiente financiación y una organización problemática, debida a la multiplicación de las burocracias territoriales, el Estado de Bienestar se dispone a atender necesidades perentorias de los ciudadanos más necesitados de ayuda.

Lo más positivo de la nueva ley consiste en que, como en los planteamientos más avanzados, se recurre a la iniciativa familiar y social para atender a personas cuya situación precaria presenta un carácter doméstico y, por así decirlo, íntimo. Se abre la posibilidad de subvencionar a los cuidadores de la propia familia y de conceder ayudas a personas libremente contratadas por parte de quienes las necesitan como apoyo.

Este sesgo, tan interesante, no ha pasado inadvertido para algunos sociólogos oficiales, que se han quejado de una presunta privatización del sistema de atención a la dependencia. Querrían a toda costa mantener el monopolio de la Seguridad Social, extendido ahora a tareas cuya finura no cuadra en absoluto con el trazo grueso de los procedimientos llevados a cabo por las administraciones públicas. Son ciegos a uno de los fenómenos más patentes en las sociedades del capitalismo tardío: la quiebra de los aparatos del bienestar público. No hay más que volver la mirada a países tan destacados como Alemania y Francia para apreciar hasta qué punto ha resultado gravoso, y a la larga ineficaz, un entramado capilar con el que se pretende que el Estado cuide de nosotros hasta que la muerte nos separe. Y, sobre todo, no advierten los estatistas radicales que la calidad de vida a la que aspiramos no se puede lograr por la única vía de prestaciones anónimas pasivamente recibidas por los ciudadanos. La calidad tiene siempre un sentido cualitativo y diversificado. Los protagonistas natos de la calidad de vida son aquellos que activamente deben procurar alcanzar niveles de dignidad personal que no pueden ser técnicamente articulados ni burocráticamente transferidos.

Se trata de permitir que emerjan de la base social comunidades de cuidado, en las que sea posible ejercitar lo que MacIntyre llama virtudes de la dependencia reconocida: el respeto, el pudor, la ternura, la misericordia y la generosidad. En definitiva, saber ayudar y dejarse ayudar. La dependencia no es vergonzosa para nadie, ya que todos dependemos de los demás, y de que en algún momento de nuestras vidas somos estrictamente dependientes, como sucede en la infancia, en la vejez y en la enfermedad. El tratamiento de la dependencia requiere personas próximas, capaces de adivinar las necesidades de los demás, que tengan con él o con ella auténtica empatía.

El tratamiento gélido y oficializado de la dependencia se prestaría a multiplicar los atropellos que ya está sufriendo, dolorosamente, la ciudadanía de este país. Me refiero a fenómenos gravísimos como el aborto y la eutanasia: atentados evidentes contra los derechos humanos que se perpetran todos los días cerca de nosotros. La calidad de vida es humanidad, humanismo, totalmente incompatible con esa caricatura cruel según la cual la dependencia se transforma en disponer del otro, hasta su pura y simple liquidación.

La situación de debilidad y dependencia hace resplandecer más claramente la dignidad en el rostro de cada persona. Los cristianos viejos pedían a Dios que les librara de la muerte repentina y de las manos de los poderosos. Todos necesitamos, en los momentos clave de la existencia, una presencia amistosa y cercana que nos acompañe y nos aliente; no que abuse de nosotros y nos despache por el camino más rápido. Al menos esta vez, los políticos españoles lo han percibido así. Que sirva de precedente.

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