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La educación moral

El elemento decisivo se encuentra en la disposición de ánimo hacia la realización de los valores más altos

Toda educación posee una dimensión moral esencial, pues no hay educación sin formación de la persona, y, por lo tanto, sin una idea acerca de los fines morales de la humanidad y una determinación del ideal de la vida. En cierto modo, el título de este artículo entraña una redundancia. Toda la vida escolar es moral. Por eso carece de sentido la existencia de una asignatura específica de Educación moral (otra cosa cabe decir de la Ética filosófica). Pero no cabe ignorar las enormes dificultades que debe superar toda genuina educación (moral).

Los valores más elevados son precisamente los más difíciles de captar y, por lo tanto, de realizar. En nuestro tiempo, se ha elevado a los altares morales al pluralismo, cuando se trata más bien de un ideal político derivado de la libertad. En los debates morales actuales (si es que existen verdaderamente) disputan concepciones diferentes acerca de la realidad, del mundo y de la vida, pero no cabe situarlas al mismo nivel, ya la situación entre ellas es de una intensa desigualdad jerárquica. Y lo malo es que, dadas las condiciones imperantes, lo inferior tiende a prevalecer sobre lo superior, entre otras razones, por la ya dicha de que los valores superiores son más difíciles de percibir. El relativismo y el subjetivismo terminan el trabajo. De hecho, se impone una inversión de los valores, mediante la que los más altos tienden a considerarse inferiores, y los más bajos se convierten en superiores.

El mundo del valor va de cabeza. Así, se imponen como fundamentales y superiores ideales como la autenticidad, la autonomía o la autorrealización, que son, aunque necesarios y estimables, insuficientes y meramente formales. Bajo la expresión «ética mínima» se presenta como superior y fundamental lo que es, de suyo, básico, y precisamente por ello, inferior. Casi todos perciben la relevancia de las virtudes más bajas, como la solidaridad, la justicia o el bienestar, mientras la mayoría se encuentra ciega para la percepción de las más sublimes, como la humildad, la castidad, el perdón o el amor al enemigo. Del mismo modo, tiende a considerarse, en el caso de que se hagan estas consideraciones, que el elemento fundamental constitutivo de la moralidad se encuentra en las consecuencias que produce la acción, y más concretamente, en que ella incremente el placer o bienestar del mayor número. Por el contrario, el elemento decisivo se encuentra en la disposición de ánimo hacia la realización de los valores más altos. Para aumentar el espejismo y el error morales, se da el hecho de que los valores inferiores son, desde luego, valores (positivos), con lo que quien está ciego para percibir los más altos no puede ni siquiera entender los reparos que les oponen sus adversarios, ya que lo que ellos defienden es, aunque inferior e insuficiente, desde luego positivo y bueno. Pero esta ignorancia o ceguera moral es siempre culpable, pues procede de una actitud profunda de la persona que no se adhiere a la acogida de los valores más altos. El hombre siempre es responsable de los errores morales que comete. Puede no serlo de una acción concreta, pero sí de la ceguera moral que se encuentra en su base.

Existen, pues, varias y poderosas razones que explican el inevitable fracaso del Estado como educador moral, que se pueden condensar en dos. La primera es que el Estado, por su propia naturaleza, sólo es apto para la promoción y defensa de los valores más básicos y, por ello mismo, inferiores. Acaso sorprenda a la mayoría que se incluya a la justicia entre los valores inferiores; sin embargo, es estrictamente así. Para mostrarlo, baste con mencionar el hecho de que el amor supera y rebasa la justicia, y, por lo tanto, es superior a ella. La segunda razón es que, dado que el poder político descansa en la opinión dominante, sólo puede imponer los valores mediocres imperantes; nunca servirá, pues, como instrumento de perfeccionamiento moral de los ciudadanos. Aún cabría apelar a una tercera razón: la moral no es susceptible de imposición mediante la fuerza coactiva del Estado.

La verdadera fuente de la educación moral se encuentra, como ha destacado Dietrich von Hildebrand, en los modelos ejemplares y en la autoridad moral. Pero nuestro tiempo es especialmente ciego para captar el valor de la ejemplaridad, pues es hijo y siervo de la igualación. Y más aún lo es para reconocer la existencia de una autoridad moral. Es frecuente que quienes ostentan el poder político, sobre todo si poseen tendencias autoritarias o totalitarias, aspiren a rebajar o negar la existencia de cualquier autoridad moral que pueda hacerles sombra. Si lo consiguen, habrán logrado reunir en sus manos la fuerza del poder y los beneficios ilegítimos del hueco que deja la autoridad moral ausente. En realidad, aspiran a ostentar en vano la autoridad moral. El poder político y la autoridad moral se repelen. Acaso no exista criterio más seguro para medir la propensión totalitaria de un Gobierno como su tendencia a controlar y determinar la educación moral.

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