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La verdadera amistad es imperecedera

Cuando, de joven, leí la Ética a Nicómaco del gran Aristóteles, me encantó el elogio que hace de la amistad al afirmar que «es lo más importante de la vida», pero no dejó de sorprenderme que redujera la verdadera amistad a las personas virtuosas. Entonces pensaba yo, ingenuamente, que las virtudes eran actitudes propias de personas especialmente comprometidas con la fe religiosa. Al descubrir, más tarde, que las virtudes -la generosidad, la fidelidad, la cordialidad, la apertura veraz y afectuosa...— son sencillamente las condiciones del encuentro auténtico, advertí que ejercitar las virtudes no es algo optativo; resulta ineludible para todo el que no renuncie a su desarrollo personal, ya que —según la mejor Antropología actual— los seres humanos somos «seres de encuentro»: vivimos como personas, nos desarrollamos y perfeccionamos como tales creando toda suerte de encuentros. Vistas así las virtudes, debemos convenir con el sabio griego que son las garantes de la verdadera amistad.

Que la amistad, bien entendida, es lo más importante de la vida lo fui comprobando a medida que tuve la fortuna de hallar buenos amigos. Entonces pude sentir, personalmente, la excelencia de la lealtad. Si, en un momento determinado, te ves acosado por diversos frentes adversos, y una, dos, tres personas cierran filas en torno a ti para blindarte con su confianza, su decisión a defenderte, su afecto inquebrantable..., te haces cargo de lo que es la lealtad. El que es leal es tenaz, fuerte en la adversidad, seguro de sus sentimientos, independiente de criterio ante las insidias de los adversarios. Al vivir, en ciertos momentos de la vida, este tipo de lealtad, hice mío el dicho de Horacio: «Mientras esté en mi sano juicio, nada será para mí comparable a un dulce amigo». Y comprendí la sentencia del Eclesiástico (6, 14): «Un amigo fiel es una fuerte protección; quien lo encuentra encuentra un tesoro».

El entusiasmo ante la grandeza de la verdadera amistad sufre un rudo golpe cuando uno hace la experiencia de que, a mayor amistad, mayor es el dolor ante la pérdida definitiva de un buen amigo. A fuerza de golpes llegué a preguntarme si es posible la amistad existiendo la muerte. El amor verdadero es incondicional; no está sometido a condición alguna de tiempo y espacio. Tiene un principio, pero rechaza tener un fin. Por eso decimos bien cuando afirmamos que «el amor pide eternidad». Y nos desconcertamos cuando vemos que la muerte parece poner fín a los lazos amistosos. La respuesta a esta azarosa cuestión tuve que buscarla en la promesa hecha por Jesús a quien crea en Él, es decir, a quien esté adherido a Él y conserve la amistad hasta el final: «aunque muera, vivirá». Jesús puso toda su vida a la sola carta del amor oblativo y nos hizo saber que su mandamiento específico -el que condensa toda su doctrina y su misión salvadora— consiste en que nos amemos unos a otros. Visto todo ello en bloque, descubrí, súbitamente, que Él es el puente que une esta vida y la otra para quienes se unen a Él y hacen de su vida un acto de amor.

Comprendí, entonces, un poco mejor la profunda intuición que tuvo San Agustín al hablar del ordo amoris. Amarse no se reduce a tenerse cariño los unos a los otros, que ya es mucho; es participar en una estructura de amor en la que estamos instalados desde antes de nacer. En su primer proyecto de amor, nuestros padres nos llamaron a la existencia y nuestra vida consiste en responder con agradecimiento a esa invitación generosa. Pero esa llamada paterna tiene poder de crear vida porque está hecha en nombre del Creador de todos los seres. Vivir en amistad con quienes nos rodean no implica sólo estar inmerso activamente en una trama de interrelaciones afectivas; significa participar en el proceso de creación del universo, que procede de un acto amoroso de quien se define como Amor (1Jn 4).

Siempre me ha animado mucho pensar que cada acto verdaderamente amistoso por nuestra parte significa colaborar con el Creador a dar forma definitiva al universo. Hoy sabemos que el cosmos se halla fundado, últimamente, en «energías estructuradas», es decir, relacionadas, y tiene como meta crear nuevas formas de relaciones. Poder y deber crear tales relaciones es el gran privilegio del ser humano. Si vivimos creando vínculos de verdadera amistad, otorgamos un valor inmenso a cada momento de nuestra vida; lo convertimos en un «instante eterno», por así decir, y nos encaminamos hacia una plenitud futura que no podemos ahora ni vislumbrar.

En los momentos de abatimiento debidos a la pérdida de amigos, me eleva el ánimo pensar que el cultivo de la amistad en esta vida caduca no es propio de seres ilusos, sino de personas ilusionadas, abiertas a formas de amistad de cuya grandeza la mejor amistad humana no es sino un mero barrunto, tímido, insuficiente, pero inmensamente esperanzado.

Ello me permite concluir que puede haber amistad aun existiendo la separación de la muerte, con tal de que nuestros ojos, con la luz de la fe, no vean la muerte como un aniquilamiento desconsolador, sino como un tránsito a modos de amistad que aquí no hacemos sino esbozar y ensayar, con el entusiasmo de quien sabe que se está abriendo así a formas de unidad absolutamente entrañables e imperecederas.

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