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Los santos inocentes, hoy

Hoy conmemoramos una de las mayores atrocidades que registra la historia: la matanza de todos los niños menores de dos años ordenada por Herodes para asegurarse de que Jesús, el recién nacido, también muriera. Herodes no podía sufrir la presencia de quien sabía era el Mesías, pues, a su juicio, podía amenazar el poder de que él disponía.

Nos horrorizamos con este hecho, pero tardamos en advertir cómo él puede repetirse en nuestra patria, donde fuerzas cuyo poder no es menor se mueven para convencernos de que un acto como el aborto es perfectamente legal o legalizable.

Nadie, en su sano juicio, puede dudar de que la criatura que se gesta en el seno materno es, desde el momento mismo de su concepción, una persona humana a carta cabal. Estar dentro o fuera de ese seno no es sino una circunstancia de lugar que no afecta para nada la identidad esencial de ese ser. Las modernas tecnologías de observación intrauterina se encargan de despejar, por si fuera aún necesario, cualquier duda al respecto. Tampoco puede, entonces, caber ninguna duda de que el acto cuyo fin directo es el de quitar la vida a ese ser es un acto de matar a una persona inocente e indefensa y que, por ende, no admite otro nombre que el de homicidio. Nada, pues, autoriza para considerar al aborto como algo distinto a lo que en realidad es: un crimen abominable cuya legalización pone en tela de juicio la pervivencia de la sociedad misma. Sobre todo, cuando alrededor del aborto legalizado florece una verdadera industria de matanza cuyos métodos no van para nada a la zaga, en cuanto a crueldad se refiere, a aquellos que emplearon en su momento los esbirros de Herodes. Y no se diga que la condenación del aborto es producto de un prejuicio religioso: el comienzo de la vida de cada uno no depende para nada de las creencias religiosas de cada cual, sino de la realidad misma de la vida, acerca de la cual enseña no la religión, sino simplemente la biología.

Junto con constituir un atentado a una vida humana, personalmente creo difícil encontrar otro acto como el aborto, que rebaje más la dignidad de una mujer. Es cierto que en el caso de una madre cuya voluntad es la de matar a su hijo, se hace muy difícil a las autoridades intervenir para prestar protección a la criatura, puesta por la naturaleza al cuidado casi único de esa madre. De hecho, se ven casi impotentes; pero eso no significa que reconoceremos a la madre la facultad de decidir por sí y ante sí sobre la vida o muerte de su hijo. Una mujer es autónoma para embarazarse o no, pero una vez que lo ha hecho, no puede desentenderse de lo que ha sucedido en ella. Y aunque la relación sexual haya sido violenta, no puede dejar de separarse lo que de suyo está separado: el acto sexual y la criatura que resulta de él.

No ignoro que muchas veces una mujer, más que responsable del crimen que se comete en su seno, es otra víctima de él, porque ha sido presionada más allá de sus fuerzas para que lo consienta. Sería una gran injusticia condenarla en esas circunstancias; pero eso no significa que podamos cambiar la calificación de lo que ha sucedido ni aceptar que carezca de responsables. En este sentido, es frecuente que un embarazo implique un arduo desafío para una mujer: puede haber sido forzada, y aun violada; puede enfrentar una situación económica precaria; puede sentir la soledad de haber sido abandonada. Pero afirmemos de inmediato que el embarazo no es cuestión que interese a la sociedad sólo cuando la vida de la criatura corre peligro o cuando ha sido eliminada. El deber de prestar apoyo a la mujer embarazada que lo necesite y en la medida en que lo necesite es tanto o más grave y acuciante que el de perseguir el crimen que supone el aborto. Ninguna mujer puede llegar a sentirse desgraciada o desolada por haber quedado esperando un hijo hasta el punto de visualizar como única salida la muerte de éste. Si así sucediera y no recibiera a tiempo el apoyo que necesita, sepamos desde luego que la sangre de ese inocente sacrificado por la desesperación de la madre no caerá sobre ella, sino sobre nosotros. La bendición que acompaña a toda maternidad puede convertirse para nosotros en una maldición si por ceguera, por soberbia o por frivolidad despreciamos esa maternidad e interrumpimos o permitimos que se interrumpa violentamente su curso.

Ello es especialmente cierto en un país como el nuestro, que ha visto descender los nacimientos de una manera peligrosa. Hoy, más que nunca, tenemos que cuidar a los recién nacidos y a los recién concebidos porque en ello se va, como nunca antes, el destino mismo de nuestra patria.

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