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En tropel al confesionario

Yo sabía que los cerebros chilenos habían sido lavados, pero nunca creí que tanto como para haber afectado al de Augusto Pinochet Molina, nieto del ex gobernante. Bueno, es cierto que ha estado años en el «nuevo Ejército». Pues el domingo afirmó que su abuelo había sido dictador, cosa evidentemente falsa. En efecto, el 22 de agosto de 1973 la mayoría de los representantes del pueblo pidió a los militares intervenir. En enero de 1974, el presidente y el secretario de la DC, Patricio Aylwin y Osvaldo Olguín, interpretando a la mayoría democrática, expresaron su apoyo a la Junta y el deseo de que su gobierno se prolongara «para crear las condiciones de seguridad, orden, respeto mínimo y estabilidad indispensables para una convivencia normal». En otras palabras, Pinochet y la Junta recibieron un mandato de la mayoría para salvar al país de la dictadura.

Pues ésta venía y Allende la anunció. A los marxistas cuesta sorprenderlos diciendo la verdad, pero a veces se confunden y la dicen. Aquél, como candidato, en 1973, entrevistado por el «Neue Zürcher Zeitung», lo confundió con el «Neues Deutschland», de Alemania comunista, de modo que ante la pregunta: «Si usted gana esta elección, ¿habrá nuevas elecciones en el futuro de Chile?», contestó lo que pensaba: «No, camarada, ¡no seamos tan pesimistas!» («Salvador Allende: el fin de un mito», de Víctor Farías, p. 162).

Pinochet y la Junta nos salvaron de la dictadura en 1973 y fueron delegatarios de la mayoría popular. Después, en el plebiscito de 1980, aquél fue designado Presidente de la República, por el 63 por ciento del voto popular (disposición 14ª transitoria de la Constitución). Su mandato constitucional duró hasta 1990.

Para justo orgullo de su nieto, debo añadir que, además, ha resultado el más honesto de los presidentes elegidos desde entonces. En efecto, en estos días hemos visto aglomerarse ante el confesionario de la opinión pública, para revelar sustracciones, a los señores Schaulsohn, Boeninger, Martner y Aylwin (apellidos «gringos», lo que puede explicar su compulsión por la verdad, la cual es menos imperiosa para el resto de los chilenos). Y así ha quedado claro que, desde el gobierno de don Patricio, se llevaban para la casa sobres con billetes de gastos reservados, lo cual es constitutivo de enriquecimiento ilícito (¡tú también, Belisario!), pues esos gastos son para fines de gobierno. Los sobres de los presidentes eran de dos millones 700 mil pesos; los de los ministros, de un millón 800 mil pesos, y así sucesivamente, porque para «eso» siempre han sido solidarios.

Bien, cuando Impuestos Internos investigó, por orden del juez Muñoz, hasta el último peso percibido por Augusto Pinochet, lo acusó de haber recibido, entre 1973 y 1989, un total de 544 mil 520 dólares por «depósitos de capital no declarados» (ver «La Tercera», 08.10.05, p. 4). Esa suma podría atribuirse a uso de gastos reservados, al estilo de los presidentes de la Concertación, pero don Augusto siempre lo negó, y pocos días antes de fallecer declaró, estando yo presente: «Juro por mi madre que jamás tomé un peso que no me correspondiera» (cito de memoria). Pues bien, aun dando por cierto lo afirmado por Impuestos Internos, querría decir que Pinochet habría sustraído mensualmente, en promedio, un millón 479 mil 474 pesos, es decir, poco más de la mitad que sus sucesores Aylwin, Frei y Lagos. Como sabemos, sólo este último fue pillado (y perdonado).

«La verdad tiene su hora» (Frei Montalva). Pero es posible que los de apellidos «no gringos» y, por tanto, conciencias más laxas, se demoren todavía bastante en confesarla.

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