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¡Viva Pinochet!

Contaba mi padre, allá por los años 30, que en un dramón que tenía mucho éxito en un teatro madrileño el protagonista era un canalla, un facineroso, un castigador y un violador, lo peor de lo peor, vaya, y que en una función, mientras, como de costumbre, el público femenino se estremecía y el masculino gruñía, alguien, en voz alta y clara, soltó: «¡Y a mí que ese tipo me resulta simpático!».

No diré que a mí Augusto Pinochet me resultara simpático, pero con motivo de su muerte he oído y leído tantas sandeces, mentiras, exageraciones y cobardías que me han entado ganas de gritar: «¡Basta ya!».

Pinochet hizo en vida, al menos, dos cosas que ningún otro dictador latinoamericano, o asiático, ha hecho, que yo sepa. Teniendo el poder absoluto, aceptó que se organizara una consulta para cambiar de régimen y volver a celebrar elecciones. Él y los suyos hicieron campaña para que nada cambiara. Perdieron. Y Pinochet acató los resultados. Se celebraron elecciones, las ganó Patricio Aylwin y el dictador aceptó abandonar su poder absoluto. Se limitó a permanecer como jefe del ejército por un breve periodo, y luego pasó a ser senador vitalicio, o sea, un cargo meramente honorífico. No conozco un solo dictador que haya hecho nada semejante; tan democrático, a fin de cuentas.

Pero hay más, y mejor para el nivel de vida de los chilenos. Porque solucionó, o permitió que se solucionara, la gravísima crisis económica que sufría el país. Los actuales alaridos sectarios pretenden hacernos olvidar que el Gobierno de Salvador Allende había conducido Chile a la ruina, y la argucia según la cual «los burgueses estaban descontentos, pero el pueblo no» es pura mentira. Los mineros del norte, los camioneros y otros trabajadores se declararon en huelga casi permanente, los barrios populares se manifestaban a diario, con las famosas caceroladas, etc. Fue, creo, la primera vez que un régimen supuestamente democrático, el de Allende, arruinaba totalmente un país, y que un dictador solucionaba notablemente la crisis. Desde luego, basándose en las teorías liberales de Milton Friedman y con la ayuda técnica de los en su día famosos Chicago Boys.

Eso no quita para decir que hubo una represión monstruosa, dirán nuestros progres. También hay que relativizar, no según el concepto de una sociedad liberal, que condena todo tipo de represión, sino en comparación con otras dictaduras. Sin hablar de los totalitarismos comunista y nazi y sus millones y más millones de muertos, recordaré que los barbudos cubanos de Fidel y Raúl Castro, Guevara y demás lo primero que hicieron al llegar triunfalmente a La Habana fue fusilar a 500 personas, y públicamente, en la calle, para demostrar que su «libertad» había triunfado. Tres mil víctimas en el debe del pinochetismo: es la cifra que se sigue barajando estos días; cifra muy probablemente exagerada, teniendo en cuenta las habituales exageraciones que la progresía viene lanzando contra Pinochet. Para justificar su acusación de «régimen de terror», están obligados a exagerar.

Aunque me dé náuseas esta siniestra contabilidad de víctimas, trátese de Chile o de cualquier otro país, debo decir una vez más que, si se compara con otras dictaduras, no es nada; si la comparación es con el ideario liberal, es intolerable. Pero resulta que Pinochet es un dictador de derechas y anticomunista, y no se le perdona nada, ni lo realmente ocurrido ni lo inventado. Si fuera de izquierdas, progresista o comunista, como otro muerto, Fidel Castro, otro gallo nos cantara.

Apuesto -inútilmente, porque nadie apostará contra mí- a que el día de los funerales del tirano Castro, que no sólo ha matado, encarcelado, censurado y robado mucho más que Pinochet, sino que puso el mundo al borde de la guerra con el asunto de los cohetes nucleares, los comentarios necrológicos serán ditirámbicos; puede que con algún matiz cursi, o de hipócrita reserva, pero nada comparable a lo que hemos leído con motivo de la defunción del general Pinochet.

No creo que sea muy estrafalario considerar que los primeros interesados por Pinochet y su dictadura son los chilenos. Pues bien, los chilenos -o, más bien, sus gobiernos y sus autoridades políticas y judiciales- jamás le han juzgado y encarcelado. Y ha sido enterrado con honores militares, no nacionales, ¡faltaría más!, pero no como un perro o un criminal. Es cierto que sufrió un acoso judicial grotesco, teniendo en cuenta su edad y su alejamiento del poder, pero siempre terminó en agua de borrajas, lo cual demuestra que no existía una verdadera voluntad política para juzgarle por lo alto y condenarle. La única vez que estuvo brevemente en la cárcel fue en Londres, y no por petición del pueblo-unido-jamás-vencido chileno, sino de un juez español, Baltasar Garzón, que en innumerables ocasiones ha demostrado que su carrera personal le importa más que la Justicia.

Sería demasiado largo hacer aquí el recuento de todos los dictadores y caudillos que ha sufrido América Latina, pero de inmediato puede constatarse que el peor, el más tirano, el que ha durado más años, es Castro, no Pinochet, que aceptó abandonar el poder pacíficamente, repito.

Perón, en su primera etapa de poder -la «etapa Evita», digamos-, fue a todas luces un dictador, pero no fue sanguinario; en la segunda, la «etapa Isabelita», Argentina sucumbió al caos, no sólo por culpa de Perón: peronistas montoneros se enfrentaban a tiros con peronistas antimontoneros, y terciaban las milicias sindicales, asimismo peronistas, que asesinaban a diestro y siniestro, hasta que el ejército puso orden, ¡y vaya orden!, peor que en Chile. Aunque no me quepa la menor duda, teniendo en cuenta lo que es Venezuela y lo que es Hugo Chávez, de que las elecciones en este país no son limpias, el caso es que Chávez aún no las ha suprimido; Castro, hace tiempo.

Que quede bien claro que, como liberal, no tengo el menor complejo, al revés, para condenar todas las dictaduras, de izquierdas como de derechas, militares como religiosas, pero eso no me impide ver cuáles son las peores, las más asfixiantes, las más sangrientas, que no son siempre, ni mucho menos, las de derechas.

Concluiré con un par de cositas sobre la actualidad y dos dictadores aún en vida. El tirano Sadam Husein está en la cárcel, se lo merece, condenado a muerte por la matanza de unos 140 chiitas, cuando sus víctimas se cifran en decenas de miles, y su proceso se convierte en un interminable aquelarre, y las cosas trascurren de tal forma en Irak que no sería totalmente imposible que volviera un día al poder... ¿Por qué no se le ha fusilado ya?

El segundo dictador al que me refiero es el presidente iraní, Ahmadineyad, el más peligroso de todos en la actualidad, que, siguiendo las enseñanzas de sus dos maestros, Hitler y Jomeini, se mofa descaradamente del mundo entero, de la ONU, de la UE, y se dota sin remilgos de armas nucleares, mientras se discute si nuclear civil o no. Además, se permite el lujo de organizar concursos de caricaturas antisemitas y conferencias internacionales para «demostrar» que el Holocausto sólo es una gigantesca estafa judía, puesto que jamás existió. Y no sólo promete borrar Israel del mapa, sino que a través de Hamás y Hezbolá le ataca, con la colaboración de Siria. Y las chancillerías occidentales, los políticos, los medios, y hasta el cretino de James Baker, si bien le consideran «mal educado», afirman en su mayoría que es un factor de estabilidad o, en todo caso, una potencia con la que es necesario «negociar».

Ante esos dos monstruos, Pinochet, en comparación, me resulta casi humano, y el futuro me parece más negro que en 1939. No he hablado de la dictadura de Franco. Para otra vez será. No corre prisa. Ha muerto.

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