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Concéntrica Navidad

Constatamos que, al pasar el tiempo, la sociedad va cuestionando y relegando al olvido realidades de diversa naturaleza. Son como muebles que acaban convirtiéndose en el mismo polvo que empieza a recubrirlos. Algunas veces es claramente para bien. Por ejemplo, pertenezco a aquellas generaciones que objetamos al servicio militar obligatorio, y pudimos servir a la sociedad en otros menesteres. Al cabo de unos cuantos años cesó la obligatoriedad militar y sus alternativas, y creo que es pacíficamente aceptado que aquel proceso fue un progreso.

Hay otras realidades, sin embargo, cuya desaparición se me hace muy difícil entender como presunto progreso. El polvo, en esos casos, más que cubrir el mueble, adorna a sus propietarios. Por ejemplo, aunque todavía es perceptible la ilusión por la Navidad —y no he visto ninguna manifestación seria a favor de su abolición—, sí constato que desde hace tiempo hemos entrado en un polvoriento regresismo. Para ilustrarlo he de recurrir a la teoría de la Navidad concéntrica. Una Navidad como costumbre social festiva, saludable y de indudables e incalculables beneficios —tanto para creyentes como para los que no creen— consta de un sencillo orden de prioridades que hay que respetar: en primer lugar, el acontecimiento milagroso y misterioso de un niño que nace en la más absoluta pobreza —milagroso por ese cúmulo de dificultades de todo tipo que para venir a este mundo se encuentra cualquiera; y misterioso porque, aun con todo, los hombres y las mujeres siguen pensando que hay algo por lo que merece la pena que otros hombres y otras mujeres sigan viniendo a la vida—. Una sociedad sensata venera ese delicado y frágil núcleo, que, sin embargo, irradia misteriosamente una poderosa energía a los anillos que se forman a su alrededor. En el primer anillo se festeja la existencia de la familia, los niños, los ancianos, los amigos y se despierta la conciencia hacia los pobres y a los necesitados. En el segundo anillo, más alejado, pero por ello más dependiente de lo anterior, se celebra todo aquello que hace amable la existencia y aporta un especial brillo al mismo vivir: ahí cobra su valor más radical la elegancia, la conversación, el saber adornar, las luces, las músicas, el sentido del regalo, el arte culinario...; y finalmente, en una serie casi inacabable de anillos, se coloca todo ese mundo de extraordinarios, de actividades de ocio, de aficiones que reflejan alegría, descanso, creatividad... desde la lectura hasta la apicultura.

El polvo surge sobre la Navidad cuando se pierde el sentido del núcleo: entonces las realidades que habitan los diferentes anillos tienden a ocupar el centro y se va dando una constante deriva hacia lo más periférico. Se pierde el sentido de lo frágil, de lo inviolable, de lo sagrado de la vida y de su amabilidad, en medio de un mundo duro y selvático; se desperdicia una de esas milagrosas ocasiones en nuestras sociedades pluriculturales de que hombres y mujeres de buena voluntad, de diverso vivir y sentir, puedan reunirse en ese lugar misterioso, más allá de las palabras, donde resuenan intuiciones inefables de unidad y fraternidad. Si se pierde el núcleo, la Navidad se descompone en un infinito de Navidades y pasa a ser un tiempo libre más, sin mayor pena ni gloria. Nada señala un qué, un cómo, un cuándo: no habría nada que objetar a su celebración el 7 de agosto o el 21 de abril —pues también el azar tiene derecho a ser centro de las fiestas navideñas—; surge la exclusiva navidad de ir a un gran estreno cinematográfico, la de las grandes comidas, la de los hobbies caros, la de las alfombrillas rojas, la de los elfos, la de las colas nerviosas en las terminales de aeropuerto, la de las pantallas de alta definición, la de las devoluciones en la sección de moda caballero, la sonrojante de orondos tipos de barba blanca embutidos en mallas rojas, la de los cajeros automáticos frenéticos, hasta las absurdamente tristes de las cogorzas y otros excesos, incluso la de las depresiones postnavideñas, por no olvidar la muy razonable de objetar en conciencia de semejantes Navidades. Finalmente se pasa de la Feliz Navidad, a la infeliz vanidad de todos los días. Urge poner el misterio en el centro, porque todo lo demás no tiene ningún misterio. Y agota.

Se podrá pensar que una posible solución es abandonar esa costumbre y proponer otra. Creo que es un error. No conozco otra tan alegre, rica y útil por su valor personal, comunitario y social, con una capacidad de aguante al paso del tiempo tan sorprendente. Pero puede ser un problema de ignorancia propia. Cuando las utopías se han cargado de polvo hasta inexistir, no se me ocurriría sustituir la vieja cómoda familiar por una repisilla do-it-yourself , o por el puro vacío, aunque quede todo lo estético que se quiera. Y reafirmar la Navidad no creo que sea un atentado contra nadie: al diálogo público intercultural hay que ir aportando valores de auténtico alcance general. Ya a las puertas de estas fiestas navideñas, ¿quién da más?

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