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Unas Certeras Orientaciones (Sobre la LXXXVIII Asamblea Plenaria de la CEE)

Recientemente la Conferencia Episcopal Española ha celebrado la LXXXVIII Asamblea Plenaria. Era una reunión muy esperada porque se venía anunciando que se iba a adoptar, desde hace tiempo se decía esto, un acuerdo relativo a la unidad de España.

Sin embargo, como tantas veces pasa con los asuntos relacionados con la Iglesia, esa apreciación era, como poco, meramente ilusoria y, además, se había quedado corta, para bien de los católicos, pues de esta reunión ha aflorado el documento titulado «Orientaciones morales ante la situación actual de España» (OM) que son, a mi entender, unas certeras orientaciones.

Muchos son los aspectos que contienen estas más de 20 páginas: desde la amplitud a la que está llegando el laicismo, el menosprecio que lo religioso está alcanzando en amplias capas de la sociedad, la idolatría de los bienes materiales, así como las relaciones de la Iglesia y la sociedad civil (en los que aspectos como la democracia y la moral han de establecer una relación cordial) Además, incluye numerosas referencias a algunos miembros de esa sociedad que constituyen el estrato dirigente de la misma y que, en este caso, han de llevar a cabo un comportamiento de acuerdo, es de suponer, con sus creencias. Es claro que se refiere, implícitamente, a los que son católicos y que pueden llegar a actuar contra los principios morales y los valores antropológicos que tendrían que defender. Es, lo que se dice, un aviso a navegantes, para que no conduzcan el barco por caminos equivocados.

En fin, bien podemos decir que estas orientaciones van a jugar un papel similar a aquella «Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias» que, en 2002, en noviembre, elaboró y publicó la LXXIX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, que tanto ha dado que hablar y que ha de ser el quicio sobre el que apoyarse ante el dificultoso, enojoso y terrible asunto del terrorismo. Es de esperar que se pueda entresacar mucho fruto de la lectura de estos 83 puntos, indicaciones, muchas, para la convivencia, en sociedad, de los creyentes católicos en este, cada vez, más enrarecido ambiente.

Sin embargo, en este documento destaca, a mi entender, un apartado, dentro del denominado «Responsabilidad de la Iglesia y de los Católicos» (cuyo nombre es, ya, bastante claro y sintomático de una respuesta necesaria) que establece, tres tentaciones en las que podemos incurrir los cristianos para las que, en compensación, y esto es más importante, también tiene una respuesta, un modo de actuar, una conducción por el camino correcto.

¡Qué fácil es, ante esto que nos pasa, dejarse llevar por el mundo! y dejarse convencer por el siglo en el que vivimos, por la mundanidad que nos agobia y ante la que el cristiano debe oponer contención, comprensión, ausencia total de dudas de fe por la claridad de la misma en nuestro corazón.

Hablamos de desesperanza, del enfrentamiento del cristiano con la sociedad en la vive y que tan ajena se le muestra, cuando no claramente contraria y, por último, del sometimiento a la mentalidad dominante, a eso que llamamos políticamente correcto.

Es claro que resulta muy sencillo dejarse llevar por la desazón, por creer que todo está perdido, que ante los continuos agravios con los que se acecha a la Iglesia, y, por lo tanto, a sus hijos, el pesimismo debería ser nuestro comportamiento adecuado, el dejarnos vencer por la realidad. Esto, como es evidente, está claramente en contra del que debe ser el proceder del católico y, por eso, cristiano. Bien sabemos que lo que nosotros llevamos a cabo en este valle no es cosa nuestra sino, como dice el texto «empresa de Dios». Por esto, aunque, y sobre todo, por esto, debemos tener más confianza en nuestras fuerzas que la que, muchas veces, mostramos porque, simplemente, depende de la misericordia de Dios, de la que somos sus instrumentos, en expresión muy conocida.

Ahora, lo que no es de recibo es el comportamiento abandonista, el dejar las cosas como están sin hacer nada sino, al contrario, «saber apreciar las nuevas iniciativas que surgen en la Iglesia como frutos del Espíritu y motivos para la esperanza» (OM, 24) Cabe, por lo tanto, y, además es lo único que podemos hacer los creyentes en Cristo, poner nuestra esperanza en el hijo de Dios que, por eso mismo, es hermano nuestro. Además, ahí tenemos al apóstol Cefas, más conocido como Piedra, entre nosotros Pedro, que hay que estar «siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15)

Por otra parte, muchas veces se acusa a la Iglesia y, por lo tanto, a sus seguidores y fieles, de no estar de acuerdo con la sociedad democrática en la que se encuentran, en la que nos encontramos, colgándonos el sambenito de ser antediluvianos ideológicamente, alejados de un comportamiento que acuerde con las instituciones democráticas cuando no de, simplemente, conflictivos. Todo esto como si no supiéramos que las bases de la sociedad europea de las que disfrutamos fueron establecidas, sobre todo, sobre valores puramente cristianos, por mucho que se pretenda ignorar esto (y así se haya hecho en la malhadada constitución europea).

Sin embargo, si bien muchas veces se pretende, con aquello dicho, llevarnos a un enfrentamiento con el resto de grupos sociales que no entienden el mundo como un campo cultivado y sembrado por Dios, lo contrario es lo que debemos hacer desde nuestro terreno, el que sabemos que es la Verdad. Ante esto cabe adquirir una «buena formación» además de procurar ejercitar una «madurez» necesaria como para comprender la situación en la que nos encontramos y tener el «valor necesario» (por todo lo entrecomillado OM, 25) como para manifestar, y llevar a cabo, un concepto las más de las veces difícil de cumplir: la unidad de vida, con la cual no difiere nuestro vivir social de nuestro pensar religioso, por más difícil que esto pueda ser.

En cuanto a lo de la formación, conocido es aquello de que «el cristiano que no se forma se deforma», en frase de Mario Santana Bueno, y que del conocimiento de nuestra propia realidad cristiana (y de todo lo que implica) se derivará, con toda seguridad, una actuación acorde con lo que decimos que somos. Y esto, hoy día, está al alcance de casi todos, o de todos, con los medios que tenemos.

Y por último lo que es, para mí, el aspecto más grave de este ambiente en el que nos movemos. Dicen las Orientaciones que existe una tentación consistente en «facilitar falsamente la convivencia disimulando y diluyendo» la propia identidad del cristiano. Esto, lo que quiere decir, con esa forma tan delicada y adecuada, por otra parte, es que muchos cristianos se dejan absorber por la sociedad imperante e, incluso, diluir en su magma de poder. Esto con el fin de pasar desapercibidos y no llamar la atención (¡Ay, el respeto humano, cuanto daño hace!) Esto, que es de una gravedad inusitada por las consecuencias que tiene, primero, para la credibilidad del mensaje cristiano y segundo, para la misma eficacia del citado mensaje pues, de esta forma, se fomenta una irresponsabilidad meridianamente clara por parte del católico, no deja de tener solución, sin embargo.

Como muy bien se dice, en el punto 26 de las Orientaciones, «Dios nos está pidiendo a los católicos un esfuerzo de autenticidad y fidelidad, de humildad y unidad». Por lo tanto, tanto en unos casos como en otros, tanto en el comportamiento que esté de acuerdo con los valores que decimos estimar y, por eso defender, como en el mantenimiento de un compromiso que aceptamos, de parte de Dios hacia nosotros, como en el hecho de conocer nuestras limitaciones, como, por último, en mantener, frente a todas las asechanzas, un mismo cuerpo, el de la Iglesia y sus miembros, en todo esto, no podemos dejar espacio, ni siquiera pequeño, diminuto, insignificante, a la desesperanza, a ese germen de sometimiento que nos puede hundir en la fosa, como muy bien dijera el salmista, tantas veces quejoso con el comportar de su pueblo.

Pero nosotros, los que nos decimos católicos y, por eso mismo, cristianos, hemos de ser conscientes de la responsabilidad que tenemos como tales y reconocer, ¡pero ya!, que nuestro proceder no puede limitarse a hacer número en los datos de una estadística. Es más, no podemos, sino, que demandar, a aquellos que gobiernan, que son el «César» de hoy que reconozcan nuestras convicciones como válidas, que no sean, y seamos, apartados como una escoria que de su mina de mundanidad, les sobra.

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