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Lectura crítica del «manifiesto»

Sus autores argumentan más desde una ideología laicista, previa al texto constitucional de 1978

El manifiesto hecho público por la dirección del Partido Socialista organiza su argumentación en torno al concepto de laicidad, aunque parece que se confunde con laicismo. Para los católicos, laicidad del Estado y de las instituciones políticas significa neutralidad ante las diferentes preferencias religiosas de los ciudadanos. El Estado reconoce el derecho a la libertad religiosa de los ciudadanos y favorece su ejercicio, sin hacer suya ninguna religión en concreto ni discriminar a ningún grupo por razones religiosas.

Este concepto de laicidad ha sido expresamente aceptado por el magisterio reciente de la Iglesia y forma parte de la visión de la democracia hoy dominante en los ambientes católicos. En cambio, cuando hablamos de laicismo entendemos aquella actitud por la que el Estado no reconoce la vida religiosa de los ciudadanos como un bien positivo que forma parte del bien común de los ciudadanos, que debe ser protegido por los poderes públicos, sino que la considera más bien como una actividad peligrosa para la convivencia, que debe por tanto ser ignorada, marginada y aun políticamente reprimida.

Los autores del Manifiesto quieren resolver el problema que la pluralidad cultural de los ciudadanos puede suponer para la convivencia. Un fin bueno e importante. El error está en que, en vez de entender el ejercicio de la autoridad como un servicio al bien común de los ciudadanos, incluido el ejercicio de la libertad religiosa, se da por supuesto que las religiones no pueden proporcionar convicciones morales comunes capaces de fundamentar la convivencia en la pluralidad, sino que son fuente de intolerancia y de dificultades para la pacífica convivencia. Por lo cual, es preciso recluirlas a la vida privada y sustituirlas en el orden de lo social y de lo público por un conjunto de valores denominados «señas de identidad del Estado Social y de Derecho Democrático», sin referencia religiosa alguna, impuestos desde el poder político, a los que se concede el valor de última referencia moral en la vida pública.

En esta manera de razonar se oculta una visión empobrecida y desfigurada de la religión. El Manifiesto dice: «Los fundamentalismos monoteístas y religiosos siembran fronteras entre los ciudadanos». ¿Se quiere decir con ello que los monoteísmos y las religiones en general son siempre fundamentalistas? Porque si fuera de otro modo, no valdría el argumento. Al menos en lo que se refiere a la religión cristiana y católica, esta manera de ver las cosas no responde a la realidad y resulta objetivamente ofensiva. Fe cristiana y fundamentalismo son dos cosas distintas. Más todavía: cualquier religión, vivida auténticamente, no es fundamentalista. Porque Dios no es fundamentalista. El fundamentalismo implica intolerancia, se vista de monoteísmo o de laicismo. Los católicos entendemos las cosas de otra manera.

La proyección social y política de la fe y de la caridad es capaz de sustentar un orden democrático de convivencia en una sociedad libre y plural, con tal de que las religiones, asumidas libremente por los ciudadanos, adopten entre sí una posición respetuosa y tolerante, y sean capaces de ampliar estas mismas actitudes hacia los sectores laicos no religiosos.

Es posible que los autores del Manifiesto piensen de otra manera y tengan la convicción de que las ideas religiosas son incapaces de fundamentar un comportamiento social aceptable. Tal manera de pensar se manifiesta cuando dicen, por ejemplo, que sin la laicidad no hubieran podido ser consideradas como delitos algunas prácticas rechazables, como la ablación o la violencia familiar. Así se explica también que el texto entienda el concepto de laicidad como un verdadero laicismo, que no se conforma con la neutralidad religiosa del Estado, sino que lleva a desplazar las ideas religiosas y sustituirlas por otros valores sin referencia religiosa alguna. Estos valores, entendidos de manera absoluta, sin referencia a un orden moral objetivo, pueden ser interpretados como convenga en cada caso, hasta reconocer como verdaderos derechos algunas prácticas incompatibles con principios morales fundados en la recta razón y recogidos en la Constitución, tal es el caso de la legitimación del aborto, la producción y destrucción de embriones humanos con fines interesados, el reconocimiento de los pactos de convivencia entre personas del mismo sexo como verdadero matrimonio, etc. Tales cosas no son fruto de la laicidad sino de la supresión de criterios verdaderamente morales en el ordenamiento de la vida pública y en el ejercicio de la autoridad. El futuro no está en un laicismo obligatorio, sino en el diálogo honesto y sincero de las religiones entre sí y con los sectores laicos.

El protagonismo reconocido en el Manifiesto a los valores laicos de ciudadanía y convivencia, no solamente desplaza la influencia ética de las religiones, sino que se impone incluso sobre el sentido más obvio del texto constitucional. Varias expresiones del Manifiesto hacen pensar que sus autores argumentan más desde una ideología laicista, previa al texto constitucional, que a partir del texto objetivo de la Constitución de 1978. De otro modo no se explica la innecesaria equiparación de la Constitución de 1931 con la de 1978 como muestra de la «más alta plasmación» de la vida democrática del pueblo español. Da la impresión de que se quiere presentar la Constitución de 1931 como complemento y referencia interpretativa de la Constitución actualmente vigente. ¿Es que el ejercicio de la soberanía de la nación española que sustenta el texto constitucional de 1978 no fue suficiente? ¿No fue, al menos, tan pleno y eficaz como el de 1931? En el Manifiesto se presenta la laicidad como un principio esencial de la Constitución actual, pero este término no aparece en el texto constitucional, aunque sí esté presente esta idea con expresiones equivalentes. Se pretende definir las relaciones de las instituciones políticas con las religiones y con la Iglesia católica sin hacer la menor referencia al art. 16 de la Constitución vigente. Y se quiere también describir la naturaleza y la función social de la educación sin tener en cuenta ni aludir siquiera al art. 27.

El ritmo y la estructura del texto hace pensar que está elaborado para justificar la existencia y la imposición de la nueva asignatura educación para ciudadanía. Se dice que los poderes políticos tienen que contribuir a formar las conciencias de acuerdo con el «mínimo común ético constitucional». Reconocer al poder político como legítimo formador de las conciencias de los ciudadanos puede ser una afirmación peligrosa. El recurso a ese mínimo ético constitucional implica algo que no se dice, que es la facultad de interpretar el sentido de esos principios éticos que se reconoce al poder político. Sin respetar los principios morales de los ciudadanos, ni siquiera el sentido evidente del texto constitucional. En cambio, una visión verdaderamente democrática obliga al poder político a respetar las convicciones religiosas y morales de los ciudadanos sin que tengamos que someter nuestra conciencia a los criterios de los gobernantes.

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