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Políticamente incorrecta

Hoy, la idea de que las diferencias entre hombre y mujer son de origen cultural es simplista y anticuada

En los países desarrollados nadie duda de que hombres y mujeres somos iguales en dignidad, derechos y deberes. Sin embargo, se descarta a priori, por políticamente incorrecta, la posible existencia de cualquier otro tipo de diferencia asociada al sexo, abstracción hecha de las estrictamente fisiológicas o externas. Desde los años 60, el feminismo igualitarista, con Simone de Beauvoir a la cabeza, ha mantenido de forma radical que hombre y mujer no nacen, sino que se hacen. Por su parte, el actual feminismo «de género», amparado por la ONU, va aún más allá al afirmar que el ser humano nace «bisexual». La inclinación sexual depende de la libertad de cada uno, pero en ningún caso de la naturaleza.

Sin embargo, en nuestra relación diaria con el sexo opuesto percibimos la existencia de sutiles pero innegables diferencias en la forma de sentir, amar, sufrir, trabajar; en definitiva, de vivir. En este sentido, los últimos avances de la neurociencia y la tecnología de la imagen han descubierto algo hasta ahora impensable: los cerebros femenino y masculino, desde incluso antes de nacer, son iguales en inteligencia, pero notablemente diferentes, en estructura y funcionamiento. Los estudios demuestran cómo las diferencias de comportamiento entre hombre y mujer son el reflejo de las diferencias cerebrales, estableciendo una conexión incontrovertible entre cerebro, hormonas y comportamientos. Sandra Witleson, neurocientífica conocida por los estudios que realizó en la década de los 90 sobre el cerebro de Einstein, afirma con rotundidad: «el cerebro tiene sexo». Hombres y mujeres salen del útero materno con algunas tendencias e inclinaciones innatas, no nacen como hojas en blanco en las que las experiencias de la infancia marcan la aparición de las personalidades femenina y masculina, sino que, por el contrario, cada uno tiene ciertas dotes naturales. La sencilla, irrefutable, empírica y maravillosa realidad es que somos diferentes. La educación no es por lo tanto la única responsable de las aptitudes e inclinaciones de hombres y mujeres. El empeño en negar las diferencias llena nuestras relaciones de conflictos, tensiones y frustraciones. A fin de mejorar las relaciones entre los sexos es preciso llegar a una comprensión de nuestras diferencias que aumente la autoestima y la dignidad personal.

En la sociedad actual es de justicia que las mujeres se realicen profesionalmente hasta donde deseen y que los hombres se comprometan a fondo en la crianza, educación de los hijos y labores del hogar. Pero este arduo y dificultoso camino hacia la igualdad no debe suponer nunca la negación de nuestras diferencias, de nuestras especificidades en cuanto hombres y mujeres. Al contrario, será enormemente beneficioso y enriquecedor para la sociedad que los hombres aporten su saber hacer masculino y sus habilidades a la vida doméstica; y que las mujeres aporten sus valores y cualidades al mundo profesional: el analista de tendencias Arnold Brown mantiene que «la mejor preparación para los negocios es la maternidad» y son muchos los expertos que consideran la «maleabilidad mental femenina» como un valor esencial en las empresas modernas. Tanto los hombres, desde su masculinidad, como las mujeres, desde su feminidad, aportan a la sociedad su propia manera de percibir y comprender la realidad, tan diferente entre sí, pero tan enriquecedora y perfectamente complementaria. Ignorar estas diferencias afecta en último término a la igualdad de oportunidades, que resulta frustrada al impedir que hombres y mujeres desarrollen al máximo las potencialidades propias de su sexo. La mujer y el hombre configuran cada uno un tipo psicológico humano que tiene por sí y en sí una sustantividad esencial, con sus propios valores y características. Sólo comprendiendo su verdadera esencia, el hombre y la mujer podrán tomar el control de su vida y desarrollar al máximo sus posibilidades.

La evidencia acumulada durante décadas en laboratorios independientes nos muestra cómo la igualdad radical parece haber agotado lo mejor de sí misma. Hoy, la idea de que las diferencias son de origen cultural es simplista y está anticuada. Ahora hay que dar cauce a las diferencias y lograr una auténtica igualdad de oportunidades.

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