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Desprendimiento, pobreza y dignidad

Hace bastantes años, tuve la alegría de contarme entre quienes comenzaron el colegio Irabia, una labor educativa dirigida a personas con pocos recursos económicos. Era en una zona suburbana de Pamplona. Se inició en locales provisionales muy pobres: unas viejas escuelas abandonadas, que acomodamos como pudimos, hasta tener unos edificios nuevos. No había calefacción. Así las cosas, san Josemaría Escrivá hizo un viaje a la capital Navarra. No recuerdo por qué, pero un grupo no muy numeroso de personas estábamos junto a él en una tertulia informal. Sí tengo claro en la memoria un momento en que hablaba de libertad con pasión, como siempre que tocaba este tema.

Como la tertulia era de familia —no oíamos un discurso—, un profesor del colegio aludido le interrumpió: «mire, padre, cómo se expresan libremente los chicos de Irabia». Y le alargó unas octavillas, traídas de entre las variadas sugerencias que hacían los alumnos y depositaban firmadas en un buzón. El fundador del Opus Dei las fue leyendo y, de pronto, se detuvo especialmente en una que miró y remiró. Luego, levantó la vista para preguntar: «¿Hay aquí alguien que mande en Irabia?» Se levantaron dos manos, y todos escuchamos: «Ponedles calefacción porque tienen derecho».

Nos malcalentábamos con unas viejas estufas de butano. Pero eso no importaba. Aquellos alumnos apenas pagaban nada. Tenían derecho porque eran niños, eran personas. Había que darles calor por encima de las penurias económicas. ¿Por qué recuerdo todo esto? En una carta de este mes, el prelado del Opus Dei alude al nacimiento de esta institución entre los pobres y enfermos de Madrid. Cita unas palabras de su fundador cuando no pudo seguir atendiendo un patronato de enfermos: «ayer hube de dejar el patronato, los enfermos, por tanto: pero mi Jesús no quiere que le deje y me recordó que Él está clavado en la cama de un hospital». En otro lugar, y refiriéndose a esas tareas, afirmará que en ellas «quiso el Señor que yo encontrara mi camino de sacerdote». Y movió la generosidad de los jóvenes con los que empezó a trabajar, a base de llevarlos a visitar y atender enfermos y moribundos.

Es obvio que la Prelatura del Opus Dei no es como la fundación de la madre Teresa de Calcuta, dedicada a los más pobres de los pobres. Son monjas con una tarea muy concreta y admirable. Los fieles del Opus Dei son hombres y mujeres corrientes, cuyo principal cometido es hacer presente a Cristo en los diversos ámbitos de la sociedad temporal. Pero, bien cada uno por su cuenta, bien de modo corporativo, han de tener siempre ese espíritu de servicio al necesitado. «¿Somos hombres y mujeres de caridad?», pregunta el obispo Javier Echevarría a los fieles de la Prelatura para ayudarles a no olvidar sus orígenes, con algo que es capital. Voy a hacer un inciso: posiblemente en ocasiones no comunicamos bien. Tal vez, atentos a la incuestionable procedencia divina del espíritu del Opus Dei, al defender este origen, no sabemos explicar nuestros fallos, quizá también por el pudor de confesarlos en público o por orgullo personal. Recuerdo ahora otra pequeña anécdota: un chico joven preguntó a san Josemaría por el mejor modo de hacer comprender la Obra a un amigo. La respuesta fue escueta y pedagógica: «que vea tus errores».

He hecho esta digresión porque seguramente, además de otros muchos factores, parte de la culpa de las imágenes deformadas de la Prelatura —progresismo de los comienzos, conservadurismo, después; elitismo, poder político o económico, etc.— la tenemos los propios miembros que, a veces, no hemos sabido exponer la distinción entre el don de Dios y nuestros propios pecados. O quizá simplemente un modo defensivo de explicar, tal vez compelido por circunstancias complejas o delicadas. Todo esto viene a cuento de la realidad de que muchas personas del Opus Dei son de condición humilde, pero desconocidas, como es desconocida también la multitud de tareas que se vienen haciendo, con mayor o menor acierto, a favor de los más desfavorecidos, buscando realizar una verdadera misión social, aunque —repito— cada institución tiene sus carismas y el nuestro no es dedicarnos exclusivamente a los enfermos, pobres o necesitados. Pero también a ellos. Además, es verdad que el bien no hace ruido y ruido no hace bien.

Una nueva muestra —en el barrio de Orriols de Valencia— es el Centro Integrado de Formación Profesional Xabec, que este curso ha unido la enseñanza reglada a la ocupacional y continua que ya venía realizando fundamentalmente con inmigrantes. Y voy al título de estas líneas: frente al gasto insensato de una sociedad que parece olvidar todo en aras de un consumismo frecuentemente innecesario, frente a la pobreza del que poco o nada tiene, surge la dignidad que se edifica a través de tareas educativas, asistenciales, médicas que se ofrecen por todo el ancho mundo. No deseo hacer un panegírico y quizá me está saliendo así por escribir de algo que amo. Esas labores no son perfectas, con frecuencia son pobres en medios, han comenzado de modo elemental, pero ayudan a que muchos se desprendan de sus bienes, para que otros tengan algo; hay cristianos que van aprendiendo a vivir la pobreza que salva para salvar a otros de la pobreza del hambre, de la cultura, de la salud, de la soledad, etc. Así, «la caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: «llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo» (Amigos de Dios).

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