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La cólera de las rosas
La posición de las rosas entre las flores es igual a la de los perros entre los animales. No se trata tanto de que ambos están domesticados cuanto de que tenemos el profundo sentimiento de que siempre lo han sido. Existen rosas silvestres y perros salvajes. No conozco a los perros salvajes; las rosas silvestres son muy bonitas. Pero nadie piensa jamás en ellos si el nombre es mencionado de repente en una charla o en un poema. Por otra parte, existen tigres domesticados y cebras domesticadas, pero si alguien dijese «Tengo una cebra en mi bolsillo» o «Hay un tigre en el salón de música», el adjetivo «domesticado» le debería ser añadido muy rápidamente. Si se habla de bestias, lo primero que se piensa es en animales salvajes; si de flores, se piensa primero en flores silvestres.
Pero existen dos grandes excepciones, vencidas completamente por la rueda de la civilización humana, embrolladas inalterablemente sus antiguas emociones e imágenes, tanto que el producto artificial nos parece más natural que el natural. Los perros no son una parte de la historia natural, sino una parte de la historia humana, y la verdadera rosa crece en un jardín. Todos miramos al elefante como algo temible, pero amansado; y muchos, especialmente en nuestros grandes centros culturales, miran a cada toro como a un toro bravo. De la misma manera, pensamos que casi todos los árboles y plantas del jardín son feroces creaciones del bosque o de los pantanos, finalmente domesticados para soportar el cautiverio.
Pero en cuanto se trata de rosas o perros, ese primitivo instinto se trastrueca. Cuando se trata de ellos, pensamos en lo artificial como en el arquetipo; nacidos de la tierra como errática excepción. Pensamos vagamente en el perro salvaje como si hubiese huido de la casa, como un gato descarriado. Y no podemos dejar de imaginarnos que la maravillosa rosa silvestre de nuestro seto se ha escapado saltando el seto. Tal vez han huido juntos la rosa y el perro; una singular, en conjunto, e imprudente fuga. Tal vez el perro traidor se ha salido arrastrando de la perrera y la rosa rebelde del cantero, y encontraron juntos la salida, uno con sus dientes, el otro con sus espinas. Posiblemente ese sea el motivo por el cual mi perro se torna salvaje cuando ve rosas y da patadas por doquier. Posiblemente éste es el motivo por el cual se les dice a las rosas silvestres «rosas perrunas» [1]. Y puede que no sea así.
Pero hay un grado de profunda y bárbara verdad en esa singular leyenda antigua que acabo de inventar. Es decir, que en estos dos casos el producto civilizado es conocido como el más feroz, hasta como el más salvaje. Aparentemente nadie se asusta de un perro salvaje: está clasificado entre los chacales y las bestias serviles. El terrible «cave canem» es una creación del hombre. Cuando leemos «Cuidado con el perro», significa cuidémonos de un perro domesticado, por cuanto el perro terrible es el domesticado. Es terrible en la misma proporción en que es manso; son su lealtad y sus virtudes las que son terribles para el forastero, hasta para el forastero que está dentro de sus dominios, se alarma de esa inútil yfuriosa docilidad; huye del gran monstruo manso.
Y bien, tengo casi el mismo sentimiento cuando miro las rosas lozanas, rojas y tupidas y muy resueltas alrededor del jardín; me parecen valientes y hasta tumultuosas. Me apresuro a decir que tengo aún menos conocimientos de mi propio jardín que de los jardines de los otros. No sé nada respecto a las rosas, ni siquiera sus nombres. Conozco únicamente el nombre de Rosa; y Rosa es, en cualquier sentido de la palabra, un nombre cristiano. Es cristiano en el sentido absoluto y primordial del cristianismo que nos viene de la era pagana. Podemos ver y hasta oler la rosa en poemas griegos, latinos, provenzales, góticos, renacentistas y puritanos. Y exceptuando que la palabra Rosa como el vino y otras palabras nobles es la misma en todos los idiomas de los hombres blancos, literalmente no sé nada más. Sé que hay una flor que se llama la Gloria de Dijon, y supongo que se trata de la Catedral. De cualquier manera el haber producido una rosa y una Catedral significa no solamente el haber producido dos cosas gloriosas y muy humanas, sino también (como lo sostengo) dos cosas guerreras y desafiadoras. También conozco una rosa que se denomina Mariscal Neil (nótese, una vez más, el sonido militar).
Y los otros días, mientras estaba paseando por mi jardín, le hablé a mi jardinero (una empresa para la que se precisa mucho valor) y le pregunté el nombre de una extraña rosa obscura que se había apoderado singularmente de mi imaginación. Parecía como si me recordara un elemento turbio de la historia y del alma. Su rojo no era solamente negruzco, sino ahumado; había algo congestivo y furioso en su colorido. Era simultáneamente teatral y malhumorada. El jardinero me dijo que se la denominaba Víctor Hugo.
***
Éste es el motivo por el que presiento que las rosas poseen ellas un poder secreto, hasta sus nombres significan algo en relación con ellas mismas, por lo que difieren de todos los hijos de los hombres. Pero la rosa en sí es real y peligrosa; en todo el tiempo que permanezca en la rica casa de la civilización jamás depondrá sus armas La rosa tiene siempre el aspecto de un caballero italiano medieval, con una capa carmesí y una espada, por cuanto la espina es la espada de la rosa.
En este asunto existe una verdadera moraleja: que debemos recordar que la civilización tal como se está desarrollando no sólo deberá acordarse de tornarse más luchadora, sino que deberá crecer más pronta para luchar. Lo más precioso y reposante es el orden que debemos guardar; por lo tanto, nuestro extremo sentido de vigilancia y violencia potencial deberá ser viviente. Y cuando me paseo en el verano por el jardín, puedo comprender cómo esos altos y locos caballeros de la Edad Media, antes de que sus espadas se entrechocaran, tomaban una rosa por insignia, como emblema de sus dominios y rivalidades. Por cuanto, para mi, cada jardín está lleno de guerras de las rosas.
Nota
[1] Perro, en inglés, se dice «dog», de allí un juego de palabras que es intraducible en nuestro idioma, ya que el autor juega con la igualdad de «dog», perro, y «dag-rose», perro-rosa.
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