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Tretas de la memoria

Hay muchos libros que creemos haber leído sin que lo hayamos hecho. Hay, por lo menos, muchos que creemos recordar sin que los recordemos. Quizá se imprimió en el cerebro una descripción original, pero ésta ha cambiado con nuestros cambios mentales. Sólo recordamos nuestros recuerdos. Hay muchos hombres que creen que pueden recordar las obras de Swift o de Goldsmith, pero, en realidad, ellos son los autores principales de Los Viajes de Guíliver o de El vicario de Waketield que recuerdan. Macaulay, a pesar de sus lecturas atentas y su memoria milagrosa, estaba completamente seguro de que el Animal Bramante era muerto al final de The Faerie Queene, pero no es así. Un amigo mío brillante y culto citó una estrofa en la que, según él, no se podía cambiar una sola palabra, y la citó mal. Centenares de personas muy cultas se atienen por conflicto a versiones falsas referentes a hechos que podrían comprobar fácilmente. El director de un diario religioso, al censurar a los radicales, aseveró una y otra vez, tras contradicciones y negativas, que el catecismo ordena a un niño «que cumpla su deber en la situación de vida a que Dios ha tenido a bien llamarle». Por supuesto, el catecismo no dice semejante cosa, pero el periodista estaba tan seguro que ni siquiera se molestó en abrir su libro de oraciones para comprobarlo. Centenares de personas están seguras de que Milton escribió: «Mañana a nuevos campos y pastos nuevos.» Centenares de personas están seguras de que los jesuitas predican que el fin justifica los medios; muchas de ellas están seguras de que han visto una declaración de los jesuitas al respecto, pero no la han visto.

Pero es más extraño todavía que la memoria pueda hacernos esas tretas con respecto al efecto artístico principal de libros realmente buenos. Hasta hace alrededor de un año yo creía que conservaba un recuerdo vívido de Robinson Crusoe. Lo tenía, en verdad, de ciertas imágenes del naufragio y la isla; sobre todo del hecho admirable de que Crusoe tuviera dos espadas en vez de una. Esa es una de las características del Defoe auténtico: la poesía muy inspirada de lo accidental y lo desordenado, la novela misma de lo no novelesco. Pero descubrí que había olvidado por completo la introducción realmente sublime de la narración, que da a ésta toda su dignidad espiritual: el relato de la nimiedad de Crusoe, sus dos escapadas del naufragio y consiguientes oportunidades para el arrepentimiento; y, finalmente, la recaída sobre él de esta condena extraña... la condena al alimento, la seguridad y el silencio, condena más extraña que la muerte.

Pensando en este caso no estoy en situación de considerarme superior a mis colegas en la crítica cuando ponen de manifiesto que no han leído debidamente los libros, que, por casualidad, yo he leído debidamente. Pero me han impresionado de manera especial las críticas más cultas y autorizadas de la versión dramática de Jekyll and Hyde en cuanto se refieren a la novela original de Stevenson. No puedo hablar de la comedia, pero conozco muy bien la novela, que es más de lo que puede decirse de quienes la han criticado ligera y graciosamente en la presente ocasión. La mayoría de ellos han dicho que Stevenson era un artista encantador, pero no un filósofo; que su ineptitud como pensador queda bien de manifiesto en su novela Jekyll and Hyde, que proceden a describir con la más desenfrenada inexactitud en los detalles. Y un olvido completo del propósito, una idea, sobre todo, se ha fijado firmemente en sus mentes, y me atrevo a decir, en las de otras muchas personas. Creen que en la novela de Stevenson, Jekyll es la personalidad buena y Hyde la mala; o, en otras palabras, que el protagonista es completamente bueno cuando es Jekyll y completamente malo cuando es Hyde.

Ahora bien, si Hamlet hubiera matado a su tío en el primer acto, si Otelo hubiera aparecido como un nwri complaisant, ello no habría podido trastornar todo el drama de Shakespeare más que lo que esto trastorna toda la novela de Stevenson. La novela de Stevenson nada tiene que ver con pedanterías patológicas acerca de la «personalidad doble». Eso era pura maquinaria y, como él mismo parece haber pensado, maquinaria desafortunada. Creo que él mismo pensaba que era tosco el recurso de los polvos, Dero tenía que hacer del relato una novela moderna y realizar las transformaciones mediante la medicina, a menos que estuviese dispuesto a convertirlo en un cuento de hadas mimitivo y hacer esas transformaciones mediante la magia. Pero no le importaba un bledo una ni otra cosa en comparación con la idea mística implícita en la transformación misma; y eso nada tenía que ver con polvos ni personalidades dolyles, sino sólo con el cielo y el infierno, como Robinson Crusoe.

Stevenson se sale de su camino para destacar el hecho de que lekyll, como tal lekyll, no era de modo alguno perfecto, sino más bien una buena persona dañada moralmente. Tenía un «aire taimado» a pesar de su bella presencia, era nervioso y reservado, aunque no malévolo. Jekyll no es el hombre bueno; Jekyll es el hombre corriente mixto y moderadamente humano, cuyo carácter ha comenzado a sufrir los efectos de alguna droga o pasión mala. Ahora bien, lo que le chupa y seca es la costumbre de ser Hyde; y es en esto donde está la excelente moraleja de Stevenson, una moraleja tan superior como opuesta a la que se pone popularmente en su boca. Lejos de predicar que el malo puede dividirse con buen éxito en dos hombres, el bueno y el malo, predicó concretamente que el hombre no se puede dividir así ni siquiera mediante la monstruosidad y el milagro; que, inclusive en el caso extravagante de Jekyll, lo bueno es destruido para la mera existencia de lo malo. La moraleja de El Dr. Jekyll y el señor Hyde no es que el hombre pueda ser dividido en dos, sino que el hombre no puede ser dividido en dos.

Hyde es la inocencia del mal. Representa la verdad (atestiguada por un centenar de relatos acerca de hipócritas y pecados secretos) de que existe en el mal, aunque no en el bien, ese poder de aislamiento de sí mismo, ese endurecimiento de todo el exterior, de modo que un hombre se hace ciego para las bellezas morales o sordo para los llamamientos conmovedores. El hombre que persigue alguna manía inmoral alcanza una sencillez de alma abominable, actúa sólo por un motivo. Por lo tanto, se convierte en algo parecido a Hyde, o a esa figura horrible de los cuentos de Grimm, «un hombrecito hecho de hierro». Pero todo el propósito de Stevenson se habría perdido si Jekyll hubiera mostrado la misma homogeneidad horrible. Precisamente porque Jekyll, a pesar de todos sus defectos, posee bondad, posee también la conciencia del pecado, humildad. Lo sabe todo con respecto a Hyde, como los ángeles lo saben todo con respecto a los demonios. Y Stevenson señala especialmente que ese contraste entre la celeridad ciega del mal y la omnisciencia casi aturdida del bien no es una peculiaridad de este caso extraño, sino que constituye el problema de la conciencia de ustedes y de la mía. Si me emborracho, olvidaré la dignidad; pero si me mantengo sobrio, puedo desear la bebida. La virtud tiene la carga pesada del conocimiento; el pecado tiene a veces algo de la levedad de la impecabilidad.

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