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Democracia y verdad

El fundamento de la democracia es el pluralismo, que resalta las diferencias de actitud y de opinión

Hoy nos suenan lejanas, quizá no sólo en el tiempo, unas palabras que Ortega y Gasset escribió en 1934: «La verdad es una necesidad constitutiva del hombre. Este puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad y, al revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional». Semejante contundencia nos plantea actualmente un problema político. Porque ¿acaso es compatible con la democracia la aceptación de una verdad incondicionada? Parece que no, ya que ahora respiramos una atmósfera social enrarecida que nos impone el subjetivismo y el sometimiento a las opiniones dominantes, al tiempo que hablar de la verdad se considera políticamente incorrecto.

Nos han acostumbrado a aceptar la visión oficial del relativismo como algo ingenuo y hasta divertido, que contrasta con los ceños fruncidos de la intolerancia y el fanatismo. La levedad del permisivismo moral convierte la ética en estética, o incluso en dietética, porque los únicos mandamientos que se consideran absolutos son los del disfrute dionisíaco y los de la higiene puritana. Cuando lo cierto es que el relativismo consumista ha adquirido una deriva cruel: lo que el permisivismo permite es el dominio de los débiles por los fuertes.

El fundamento de la democracia no es el relativismo, que lo aplana todo, sino el pluralismo, que resalta las diferencias de actitud y de opinión. La democracia no puede florecer si se considera que es el régimen de las incertidumbres, la organización de la sociedad que permite vivir sin valores.

Si se dan posiciones diversas que entran en confrontación dialógica, que se comunican y se enfrentan, es justo porque compartimos el convencimiento de que hay realmente verdad. Si no se reconoce una verdad práctica, aplicable matizadamente a la política, lo único que permanece es el poder puro, la violencia clamorosa o encubierta. El relativismo convierte en trivial el pluralismo y tiende a eliminarlo. La España actual nos ofrece una muestra evidente. Una manera de camuflar esta situación consiste en intentar separar la ética pública de la moral privada, y propugnar la neutralidad de las leyes. Pero tal postura estará siempre sometida a la fundada sospecha de que la presunta neutralidad esconde intereses de parte y posturas ideológicas muy determinadas.

Lo que está pasando entre nosotros con la Educación para la Ciudadanía reúne todos los rasgos de semejante pretensión de enmascaramiento. Se intenta hacer pasar directrices inmoralistas sobre el matrimonio, la familia y la sexualidad bajo la capa de una recomendación europea que alienta la enseñanza del civismo. Cuando el civismo nada tiene que ver, por ejemplo, con la confusión entre el matrimonio y la unión entre personas del mismo sexo. Muchos ciudadanos se quejan, con toda razón, de que se pretenden conculcar los derechos de los padres a la formación moral de sus hijos; derechos que están explícitamente protegidos por la Constitución. Pero a estos reproches tan justificados se responde desde instancias cercanas al poder político con un expediente tan torpe como echarle la culpa a los obispos. Tal acusación tienen quizá verosimilitud para quienes la formulan, tal vez acostumbrados desde su juventud a actuar de manera consignataria. Pero es completamente ridícula para quienes nunca han renunciado a pensar por cuenta propia. Recientemente se ha pretendido asociar este rechazo de la manipulación partidista con la postura de la jerarquía católica respecto a teorías biológicas, sin recordar que la Iglesia nunca ha condenado la evolución biológica, sino que ha señalado algo tan evidente como que el evolucionismo materialista es una ideología que en modo alguno se deduce de los datos científicos. Ciertamente, la educación es el cauce para lograr una democracia que ofrezca plenas garantías de pluralismo y de libertad de pensamiento. Pero toda educación auténtica tiene por camino la libertad y por foco de atracción una verdad siempre arriesgada y huidiza, nunca manipulada ni administrada por los poderosos de turno.

El hecho incuestionable de que muchas veces no nos ponemos de acuerdo sobre cuál es la verdad acerca de la orientación mejor de la vida pública no quiere decir que la política sea un campo en el que las verdades se encuentren del todo ausentes. Si tiene relevancia discutir acerca de la justicia de una ley que se va a debatir en el Parlamento, es porque los interlocutores sociales saben que existe algo que es lo justo en sí, por más que unas veces sea reconocido y otras no. En cambio, si se pretende simular que las leyes son éticamente neutrales, se empobrece el diálogo político y se da lugar a un dominio injusto de burócratas y tecnócratas sobre los ciudadanos que no tienen a mano vías de acceso a la opinión pública. Estamos entonces ante una ficción que cada vez resulta más inhabitable.

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