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La intolerancia se quita el velo

Empieza a adquirir caracteres de persecución el asunto de los símbolos religiosos. Del tradicional conflicto sobre el crucifijo en las aulas, se pasó al discutido velo de alumnas o profesoras en los centros docentes; y ahora la fobia a los símbolos se desborda con los casos ocurridos en el Reino Unido: una azafata y una presentadora de televisión, reprimidas en su costumbre de llevar sendas crucecitas al cuello.

Se trata de asuntos complejos, que jurídicamente ponen en juego, en primer lugar, el derecho fundamental a la libertad religiosa, y sólo posteriormente permiten la consideración de la neutralidad del Estado o, en otro nivel, de la imagen de las empresas. Además, es evidente que las características de unos u otros símbolos no son idénticas, y que la carga religiosa puede verse superada por otros elementos como el de discriminación de la mujer en el caso del velo islámico. Las respuestas, por tanto, al menos a nivel jurídico, no pueden ser uniformes ni apresuradas, y exigen una profunda meditación y extremo discernimiento.

Sin embargo, en esta ocasión deseo referirme a otro aspecto que, latente tras todos los casos, suele ceder el protagonismo a la dimensión más o menos jurídica siempre presente. Me refiero a la consideración social respecto de los símbolos religiosos, es decir, a la actitud de las gentes ante aquellos que, estática o dinámicamente, son mostrados en público. Porque si la reacción que suscitan los signos asociados a una creencia religiosa es la de imponer su proscripción, la deriva social se antoja grave; y todavía lo es más si ese rechazo no es una reacción natural, sino inducida.

Más allá de los pocos supuestos planteados en nuestro suelo, resumidos casi todos en el reiterado problema ideológico en torno a la supresión de los crucifijos en las escuelas, se debería abstraer la cuestión y, a continuación, proponer nuevas hipótesis como supuestos de laboratorio. Porque, ¿qué ocurriría si el problema de símbolos viniese concretado en un judío ortodoxo, con sus barbas y su negra indumentaria, o en un indio sikh, con su gran turbante enrollado? ¿Habríamos de afeitar las patillas a uno y descubrir al otro? Al fin y al cabo, apenas si se ha registrado algún caso de velo islámico en España, muy lejos de los quebraderos de cabeza que se dan en Alemania o Francia. ¿Y si la composición multicultural en nuestro país se disparase? ¿Cómo aceptaríamos la creciente presencia de símbolos extraños a nuestra cultura, o, para los contrarios, a nuestras tradicionales animadversiones?

Esto, que se esconde al fondo del problema, es lo que ahora me preocupa señalar. Se está poniendo de manifiesto en Europa que no somos capaces de aceptar diferencias ni voces disonantes en una sociedad que cada vez está más acobardada y encerrada entre sus cuatro seguridades. Es señal de que los cimientos no son fuertes el que la tolerancia se retraiga. Y no otra cosa es que se trate de hacer pasar a todos por el aro de la uniformidad: los cristianos que renuncien a sus cruces, las musulmanas que se despojen de sus pañuelos, los demás que abandonen, al menos en público, todas aquellas creencias cuya mera insinuación pueda poner en riesgo los fundamentos de la sociedad de consumo. Justamente la fragilidad de estos constituye la principal amenaza a los derechos y libertades. Igual que ocurre con los tiranos, que basan su inestable poder en la administración del terror de sus súbditos, la sociedad del bienestar precisa de una población ovejuna y desarmada que no oponga objeciones de ningún tipo a los reclamos de la publicidad y a las consignas demagógicas de los gobernantes. Un rebaño de iguales forjado al ras más bajo en lo que respecta a principios o ideas no materialistas.

En última instancia, la persecución hacia los símbolos religiosos delata el miedo de las estructuras sociales hacia una supuesta competencia para sus luces de neón, patético soporte de toda una civilización muy venida a menos.