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El cristiano y la tribu

El mensaje cristiano va dirigido a todos los hombres; el mensaje nacionalista, a los suyos, a la tribu

El universalismo cristiano me parece incompatible con el particularismo nacionalista. Si Cristo o san Pablo hubieran sido nacionalistas, el cristianismo apenas habría sido algo más que una secta judía, ni habría trascendido los límites de Palestina.

El mensaje cristiano va dirigido a todos los hombres; el mensaje nacionalista, a los suyos, a la tribu. Uno es incluyente; el otro, excluyente. Intento, sin embargo, comprender, y, si se mantiene dentro de límites precisos, respeto la actitud de los cristianos nacionalistas, incluidos los eclesiásticos. Acaso éstos aspiran a adaptar el mensaje a las circunstancias locales o regionales; o pretenden respetar la pluralidad de pueblos y razas; o incluso buscan el éxito al complacer a las eventuales mayorías sociales nacionalistas. Comprendo perfectamente, y comparto, el amor a la comunidad en la que uno nace, a sus tradiciones y forma de vida, y, sobre todo, a sus proyectos. Pero no creo que un cristiano pueda ser nacionalista, al menos en el sentido del nacionalismo separatista, excluyente, secesionista y tribal.

Hay otro tipo, que quizá no deba denominarse nacionalista, que entiende la Nación como un proceso integrador de pueblos en un proyecto superior común. Fue ese, entre otros, el caso de Roma y también el de España. Éste sí puede ser genuinamente cristiano. Es el que forjó a las grandes naciones y que, trufado de universalismo, aspiraba a integrar en él a cuantos más mejor. También puede incluirse en él al proceso integrador europeo, que, no en vano, rechaza todo separatismo y alteración forzosa de las fronteras. El otro, el nacionalismo provinciano, ve poco más allá de la linde de la aldea. Dios afirma e integra; el diablo, niega y divide.

A quienes nos oponemos a los nacionalismos, nos reprochan la asunción de otro nacionalismo, el español. En cualquier caso, suponiendo que fueran todos de la misma naturaleza, tan legítimo sería, al menos, este nacionalismo español como el vasco o el catalán. Pero además no cabe la comparación. Si para un cristiano las naciones son realidades accidentales y no esenciales (lo único esencial es el Reino de Dios), será más cristiano aceptar las ya existentes, o integrarlas en unidades superiores, que no segregarlas y generar con ello disensiones y odios.

Un cristiano no puede olvidar los horrores que los nacionalismos han infligido a la humanidad, y no sólo en el siglo pasado. En ese sentido, es correcto afirmar que la unidad de España constituye un bien moral, porque de ella dependen no sólo la supervivencia histórica de una gran nación, que se ha distinguido por la defensa y difusión del cristianismo, sino también la libertad, el bienestar y los derechos constitucionales de los que disfrutamos los españoles. El nacionalismo tribal es enemigo de la ciudadanía democrática. Lo que ya se adentraría en el ámbito de la patología moral sería la aceptación o comprensión cristianas del terrorismo, o la equiparación entre las víctimas y los asesinos, como si de dos bandos iguales y enfrentados se tratara. Incluso aunque fuera verdad, que no lo es, que España hubiera sometido a otros pueblos peninsulares que ahora claman por su independencia, insisto que es una pura falsedad, incluso en ese caso, la independencia nunca sería un bien absoluto ni superior a la vida y la libertad de las personas. No matarás.

Por lo demás, mal se compagina el amor al prójimo, incluido el enemigo, con el odio al otro, al no nacionalista. El nacionalismo excluyente, que niega la plena ciudadanía a los discrepantes, se compadece mal con el principio cristiano de la igualdad. El apoyo de sectores cristianos a los nacionalismos, especialmente al vasco, tanto en sus orígenes como en el presente, no debe impedir el reconocimiento de que el cristianismo genuino se encuentra en la base de los valores universales de la Ilustración y no en la reacción romántica, acaso compresible por los excesos del racionalismo.

Los neodemócratas, a quienes la falta de ilustración les ha privado del conocimiento de sus raíces, aborrecen, con el cristianismo, el sustrato y fundamento de los valores que pretenden profesar. Si las ideas modernas son ideas cristianas que se han vuelto locas, lo natural no será condenarlas sino contribuir a que vuelvan a la razón.

Si hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, antes habrá también que obedecer a Dios que a los dictados de la tribu. La Nación no está por encima del Evangelio. La Nación pertenece a este mundo, y el Reino de Dios no es de este mundo. Si Cristo dijo que su madre y sus hermanos eran aquellos que cumplían la voluntad de Dios, con mayor razón podría haber dicho que su nación la forman los que cumplen la voluntad de Dios, con independencia de su linaje, del lugar en el que hayan nacido y de la lengua que hablen. Un cristianismo tribal es una contradicción en los términos.

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