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Ética y consenso

En este mundo, dice Shakespeare, hacer el mal está a menudo bien visto, y obrar bien puede ser locura peligrosa. El que defiende una ética a la carta -eso es el relativismo- tiene siempre sus razones, pero sobre todo le sobran intereses. La invocación universal a los derechos humanos, seguida de cerca por su universal incumplimiento, es una prueba irrefutable de que el hombre, por una parte, sabe perfectamente lo que debe hacer, y, por otra, tiene la libertad suficiente para no hacerlo.

En una sociedad pluralista, con divergencias en cuestiones fundamentales, se requiere un esfuerzo común de reflexión racional: por el diálogo al consenso y a la convivencia pacífica. Siempre el diálogo es mejor que el monólogo. La sabiduría popular sabe que hablando se entiende la gente, y que cuatro ojos ven más que dos. Pero Antonio Machado escribió que, de diez cabezas, nueve embisten y una piensa. Su poética exageración esconde una advertencia: que la conducta ética podría establecerse por mayoría siempre y cuando esa mayoría sustituyera la embestida por la mirada respetuosa sobre la realidad.

Las éticas del diálogo se llaman también procedimentales porque piensan que lo justo sólo puede ser decidido cuando se adopta el consenso como procedimiento. Apel y Habermas consideran que si las normas afectan a todos, deben emanar del consenso mayoritario. Sin ser una solución perfecta -porque tal perfección no existe-, el consenso es quizá la mejor de las formas de llevar la ética a la sociedad, la menos mala. Pero es preciso aclarar que la ética no nace automáticamente del consenso, pues hay consensos que matan. MacIntyre, en su Historia de la ética, propone este sencillo problema: si en una sociedad de doce personas hay diez sádicos, ¿prescribe el consenso que los dos no sádicos deben ser torturados? Y, para no ser acusado de jugar con lo inverosímil, hace otra pregunta: ¿qué validez tiene el consenso de una sociedad donde hay acuerdo general respecto al asesinato en masa de los judíos? Él mismo se responde que el consenso sólo es legítimo cuando todos aceptan normas básicas de conducta moral.

Aceptar normas básicas de conducta moral quiere decir, entre otras cosas, que el debate no es el último fundamento de la ética, pues un fundamento discutible dejaría de ser fundamento. Por eso dice Aristóteles que quien discute si se puede matar a la propia madre no merece argumentos sino azotes. La ética sólo se puede fundamentar sólidamente sobre principios no discutibles. Así lo entienden Brentano, Scheller, von Hildebrand, Hartmann o Moore. Pero la interpretación de los valores como fundamento previo del debate y de la conducta moral se encuentra hoy bajo sospecha. La objeción más frecuente -por cierto, de corte relativista- estima que apelar a una supuesta evidencia axiológica hace imposible un debate racional, pues la evidencia moral es subjetiva. Esta objeción olvida -entre otras cosas- el reconocimiento universal, por evidencia objetiva, de los valores recogidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.

Así pues, aceptar principios incondicionales por encima de cualquier procedimiento no es consecuencia de una postura acrítica y subjetiva. Es, por el contrario, consecuencia de una reflexión imparcial sobre nuestras intuiciones morales elementales. La aceptación de normas básicas de conducta también implica rechazar una argumentación puramente estratégica, interesada o ideológica. En el famoso cuento de Andersen, entre los que alaban los vestidos del Rey hay un consenso absoluto, pero todos mienten. Un solo individuo, y además niño, tiene razón frente a la mayoría: «El Rey va desnudo». Ante la posibilidad de un consenso equivocado o hipócrita, las éticas dialógicas piden como condición necesaria que el debate esté integrado por sujetos imparciales, bien informados y rigurosos en la reflexión. Casi como pedir lo imposible, pues ni siquiera en Atenas, la Asamblea más democrática de la Historia, se consiguió esa utópica integridad.

Un Cervantes bastante socrático no exagera cuando nos avisa de que "andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y así, eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa". Si Sancho levantara la cabeza, hoy podría oír la misma música con distinta letra: eso que a ti te parece asesinato, al terrorista le parece un acto de justicia, como a Bruto le pareció el asesinato de César amor a Roma y legítima defensa.

Para conjurar las malas artes de los encantadores cervantinos, Apel pide a los dialogantes que piensen seriamente y no vayan racionalmente a lo suyo. Rawls, más optimista, da por supuesto que, al aplicar los procedimientos, todos los implicados actuarán con justicia. Habermas, menos ingenuo, es consciente de que los consensos pueden ser injustos; por eso acepta que sólo en una situación ideal de comunicación podrían resultar equivalentes el consenso y la legitimidad. Pero llegar a esa situación ideal requeriría una educación ideal y un comportamiento ideal por parte de la mayoría, es decir, algo reservado al mundo platónico de las Ideas.

Shakespeare, en un tiempo que no imaginaba la omnipotencia de los medios de comunicación, sabía que las mayorías bien podían ser masas amorfas, sumamente manipulables. En su obra Julio César, después de oír la justificación de Bruto todo el pueblo romano aprueba el asesinato y celebra la acción justiciera. Pero toma la palabra Marco Antonio y consigue que la opinión pública, sin solución de continuidad, gire en redondo y acuse a Bruto como asesino. Los discursos de Bruto y Marco Antonio -como ustedes saben- son ejemplos antológicos de alta retórica al servicio del manejo de masas.

El error por mayoría es una de las limitaciones patentes del consenso. Para ilustrar esta posibilidad, el filósofo José Antonio Marina nos cuenta en su Ética para náufragos que un esclavista, tocado por las ideas ilustradas, decidió poner en libertad a sus esclavos. Pero muchos de ellos pensaron que la libertad sería un yugo más gravoso que su acostumbrada esclavitud. Así que lo sometieron a votación y los que rechazaron la oferta ganaron por mayoría absoluta. Por esta ironía del procedimiento, el amo se convirtió en esclavista por sufragio universal. La paradoja de esta situación muestra las limitaciones del consenso. Conocemos consensos tan absolutos como injustos, que han durado milenios: el antiguo consenso sobre la movilidad del sol y la inmovilidad de la Tierra, sobre la carencia de derechos de la mujer, etc. De hecho, «los hombres han estado mayoritariamente de acuerdo en colosales disparates», y por eso, concluye Marina, «el simple acuerdo no garantiza la validez de lo acordado».

El error, patrimonio constante de la humanidad, afecta por igual a minorías y mayorías. Y el consenso no garantiza la ética porque no crea la realidad. Así pues, lo importante no es el consenso, sino que el consenso respete la realidad. Por eso ha dicho Fromm que «el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de esas personas gente equilibrada». Dicho de otra forma: una postura no se convierte en buena por ser mayoritaria.

En definitiva, promover la ética social por consenso es el más humano y democrático de los procedimientos. Pero en esto las actuales éticas dialógicas no han inventado nada. Los diálogos platónicos, celebrados y escritos hace más de dos mil años, son grandes debates moderados por Sócrates, donde se habla de la excelencia individual y social con todos los matices de la vida misma. Y desde entonces, afortunadamente, Occidente se sigue deslizando sobre esa estela como el surfista planeando en su tabla sobre los rizos de la ola.

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