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La Tolerancia y sus «constructos»

Lo que seguramente conviene decir, desde el principio, es que el estado de la tolerancia, aquí y ahora, está en la situación en que se encontraba cuando Voltaire, el Padre de la teoría misma de la tole­rancia en los tiempos modernos, declaraba que esta virtud cívica era inaplicable a Jean-Jacques Rousseau, y se mostraba dispuesto a elimi­narle físicamente, porque le consideraba el más bajo detritus social, y el fautor de toda perversión moral. Es decir, la tolerancia está muy le­galizada y alabada, pero parece que harto poco o nada disponible en bastantes ámbitos de nuestras comunidades humanas.

Mas el asunto no es, sin embargo, para causarnos perplejidad. La tolerancia es, por su misma naturaleza, la realización de un pacífico y normal estar los unos junto a los otros, incluso en las esquinas y aristas más broncas del vivir; y se trata, por lo tanto, de una situación de he­cho que implica a individuos y a grupos, de una misma cultura o de va­rias. Lo que no es la tolerancia en modo alguno es un enrevesado y ar­duo asunto filosófico o político que, con el discurso o la mera decisión política, pueda solucionarse; pero en esto parece haberse convertido, y así es como se presenta en nuestro mundo moderno, y en cualquiera de sus aspectos. Últimamente en el del llamado multiculturalismo, que nada tiene que ver con los logros o problematismos en la convivencia de individuos o grupos de diversas culturas, sino del suministro, al Occidente, de una ideología de pretendidas razones ético-históricas en relación con hombres de otras culturas, que conduzcan a aquél a una praxis de autoliquidación. Es decir, que la multiculturalidad sería una doctrina fabricada para este efecto, como las famosas ciencias so­ciales lo fueron para liquidar el legado cultural antiguo o el universo de lo religioso, y funcionan obviamente.

Pero, si en cualquiera de esos sus aspectos esta cuestión de la tole­rancia aparece ya problematizada, es porque su mera enunciación ha quedado asociada, para nosotros, a la tesis ilustrada de que toda otrei­dad de individuo o de grupo es una inevitable fuente de intolerancia y de conflicto.

Y mi propósito, aquí, es precisamente el de hacer una breve cuenta de cómo se entendió este asunto de la tolerancia y la convivencia en­tre individuos y grupos diferentes en el pasado, y de cómo se entiende en este nuestro presente, determinado por ese supuesto ilustrado. Y diré ya, de entrada, que la tolerancia antigua fue conseguida muy de otro modo que el que hoy nos parece el único posible. Nace sencilla­mente de la experiencia de la convivencia entre diferentes individuos y grupos, que comprueban, en la mera cotidianidad y sin reflexiones especiales, que un hombre es igual a otro hombre, y que lo que puede diferenciarlos en cualquier aspecto físico, intelectual o de conviccio­nes y sentires o concepciones del mundo, es siempre algo que han de llevar o soportar, tollere, los unos en relación con los otros, como yen­do de suyo, como uno de los condicionantes de la naturaleza humana para la vida en común.

La experiencia de la convivencia, en efecto, crea esa disponibili­dad, sin necesidad de mayores filosofías. Porque están en nuestra na­turaleza la desconfianza, el miedo, o la extrañeza del otro que es dife­rente, desde luego; y tal realidad es incluso un dispositivo psico-físico de defensa, y a niveles muy elementales, de tal manera que las aves de corral, de tan escasas y escasamente complejas neuronas, lo manifies­tan cada día. Pero también está en esos mismos niveles primarios de percepción un hecho como el de que la habituación en la convivencia suaviza esos primeros reflejos de autodefensa, o los desarma total­mente. El pensamiento antiguo era muy realista, y nunca negó que en nosotros, los hombres, hubiera estas disposiciones defensivas, y tam­bién ofensivas; e, igualmente, todo otro cúmulo de dificultades de in­tegración en la convivencia. Era muy consciente de que tenía que echar mano de la constricción pública cuando había conflictos, pero también cuando, sin haberlos querían suscitarse. Precisamente, por­que sabía, igualmente, que la convivencia de hecho llevaba consigo, en un tiempo más o menos largo, la admisión del otro exactamente di­ferente como era. De manera que, para romper una convivencia, co­mo la medieval española por ejemplo, hubo, desde luego, que hacer apartamientos, y enseguida pintar de los así apartados retratos al odio, oponer intereses, fabricar imágenes de horror y peste, de anima­lización y diabolización. Todo hombre político ha sabido desde siem­pre que la convivencia lleva a la comprensión del otro diferente, como todo estratega sabe que los ejércitos, dejados a sí mismos confraterni­zarían, y como Lenin odiaba el sindicalismo, como él llamaba a los acuerdos a los que tendían los trabajadores en la reclamación de sus derechos, porque se acabaría entonces la lucha revolucionaria. Nues­tra naturaleza tiende, como decía, al recelo y al rechazo del otro dife­rente, pero la convivencia con él, si no hay un trabajo de preparación de los cerebros y las conciencias para cultivar o ampliar aquel prima­rio rechazo, o a inventarlo si no existe, modula la sensibilidad para la comprensión y la recepción de los unos con respecto a los otros.

En el caso de la vieja tolerancia española, la convivencia de que se trata no fue de tres culturas, que es una necia fórmula que implica contradicción en los propios términos de su enunciación, porque la viabilidad de una sociedad humana sólo es materialmente posible en la ordenación y cohesión de un unum cultural, y jurídico-institucional, por lo tanto. Y esto es algo de una tal evidencia que los judíos hispa-no-portugueses exilados en Amsterdam alababan desde el punto de vista político la política de su expulsión por parte de los Reyes Católi­cos, que garantizaba ese unum.

Se trataba, entonces, en aquella vieja tolerancia española, de la convivencia more bizantino entre hombres de las tres leyes, como se de­cía en la época, esto es de islámicos, judíos, y cristianos, en la cultura y marco político-jurídico de la España cristiana medieval. Y, curiosa­mente, esta convivencia se nos revela como real, de manera singular e inequívoca, en los testimonios documentales que, una vez liquidada o en trance de ser liquidada, hablan de ella como de un mal, y hasta la niegan. Y hacen esto, por la sencilla razón de que, en esta nueva situación de una convivencia ya rota o que se está rompiendo, se la está juzgando con un esquema de valores nuevo que ahora la condena. Para la corrección del pensar y del sentir en relación con el poder, ya no tocaba, efectivamente, convivir, pero en el método mismo emplea­do para acabar con este convivir -la investigación de lo que había ocurrido que encontramos en las testiguanzas inquisitoriales- se mos­traba, sin quererlo, que aquel tiempo de convivencia había sido verda­deramente vividero. Judíos y cristianos habían vivido su vida diaria normalmente y sin percatarse de ello, como Ovidio hablaba en verso, sin tampoco darse cuenta. Y no porque no estuviera claro a cada hora del día y de la noche que judíos eran unos, y los otros cristianos, y moros unos terceros, y todavía un rebañito más de conversos o ma­rranos de razón, para emplear un denominación del Profesor Irimayu Yovel para estos conversos del judaísmo al cristianismo, que acababan en el racionalismo spinoziano, más o menos. Había toda esta clase de gente, que mostraba del modo más abierto y natural sus diferencias.

En nuestro mundo moderno, sin embargo, las diferencias indivi­duales y grupales se consideran, como dije, obstáculos por su existen­cia y naturaleza mismas, para la tolerancia y la convivencia, o para un semblant de éstas al menos; y, por eso se parte del presupuesto y la exigencia o doxa de que las diferencias individuales o grupales no de­ben tener externidad, y, desde luego, ninguna relevancia en la vida so­cial y pública, homologada toda ella en un constructo abstracto o so­porte de disolución de las diferencias, sin color, olor ni sabor de ninguna clase. Esto es, la nueva cultura de lo políticamente correcto, un perfecto ens fictum ante el que cada grupo o individuo deben sacrificar precisamente aquello que los constituye como individuos y como grupo. Se espera así la tolerancia y convivencia -ésta nacida de aqué­lla, al revés que en la vieja concepción de las cosas- como el fruto de la pura no significatividad, y la ley vela para que no se dé esta signifi­catividad. De manera que ya podemos pensar en las más grotescas, aunque lógicas, aplicaciones prácticas de estos principios; sin ir más allá, en las retiradas e intentos de retirada de las imágenes de los San­tiago Matamoros entre nosotros, o, hasta en el mismo Reino Unido, el intento de quitar las cruces en cementerios y crematorios.

La idea y práctica de la tolerancia moderna queda así encaminada a la creación de un ámbito, en el que individuos y grupos puedan con­ducir su vida y expresarse libremente, con tal de que renuncien inclu­so a las mínimas manifestaciones de la propia visión del mundo o de la propia antropología individual o de grupo. O bien, viviendo en so­ciedades paralelas, con culturas paralelas, con lo que ya se excluye la convivencia real, y, por lo tanto, todo problematismo de tolerancia; aunque lo que se plantea en este caso, como quedó advertido más arriba, son insolubles problemas políticos de configuración y subsis­tencia mínima de una comunidad política sin nada en común en el plano de la existencia real y la cultura, ni siquiera en el ámbito de la ley de la ciudad, que ha de ser común o universal para ser ley.

Nada tiene esto que ver -tengo que repetirlo- con lo que son las cosas en el ámbito de la historia antigua, y concretamente en la hora histórica en que las tres leyes convivieron en España como en algunas otras partes del Medio Oriente antiguo, el viejo Bizancio por ejemplo. El hecho es muy neto: tres etnias, tres credos religiosos, tres antropo­logías -con importancia entitativa, porque había otras diversidades, como se ha indicado- quedaban, encarnadas en cada individuo y en cada una de sus comunidades, en los diversos modos de expresión pública del tiempo, y, desde luego, en cada momento de su vida coti­diana. Y esto, conservando también intactos, cada uno de los indivi­duos y de los grupos, los imaginarios y prejuicios respecto a aspectos negativos y críticos de los otros individuos o grupos; y no dejaron, desde luego, de expresarse. Y continuó dándose entre ellos, natural­mente, el roce habitual que las esquinas del vivir llevan consigo, y sin cuya manifestación no cabría hablar de tolerancia ni de convivencia, ni de vida realmente, sino de visita de cumplido o colaboración oca­sional, como a veces parecen entenderse estas cosas.

Pero no hay una tolerancia real, desde luego, en una vida social en la que la ironía y la crítica, o la disensión y el conflicto no van de suyo y se manifiestan, y en la que hasta el lenguaje, por lo tanto, debe ser políticamente correcto, que es decir disimulador, mendaz y obsequioso; y que por eso está totalmente ausente en el tiempo que acabamos de mentar. La realidad se nombraba por su nombre y, por lo tanto, la di­ferencia no se ocultaba, ni tampoco aquellos aspectos de esta diferen­cia que eran ironizables o incluso rechazables, porque esa posibilidad de ironía y parodia, o de defensa y rechazo en su caso, posibilitan que los hombres todos comulguen profundamente por encima de sus diferencias y conflictos en lo que es más humano y fundante; esto es, aquello por lo que realmente se convive, la concreta realidad de la existencia de cada cual, la persona concreta, y el con-vivir con ella que nunca es puesto en discusión.

Otra cosa es que nuestras ideas sobre la tolerancia y la libertad, costosísimos constructos jurídico-políticos, como dije, y todo el des­pliegue de nuestra subjetividad juzgadora de la realidad, no nos per­mitan comprender, según parece, estos hechos; como parece que tampoco nos permiten, pongamos por caso, entender que la fábrica de una catedral o colegiata pague con mucho gusto una sillería de co­ro en la que el artista ha hecho una crítica acerba de los vicios y defi­ciencias de la clerecía. Ni judío lerdo, ni liebre perezosa, se decía de los judíos, por ejemplo, porque hombres de libros y de mucho cavilar eran ciertamente, y no fue Cervantes, por cierto, quien se privó de iro­nizar, a este respecto y sobre la ignorancia como signo de cristiandad, en su entremés de Los alcaldes de Daganzo. Y reflejo de ello vemos en una situación histórica realísima que obligó a Teresa de Ávila a recha­zar -por lo de la liebre del refrán, obviamente- a una mozuela inteli­gente, pero nada avisada, que dijo ante gentes que no eran de la Casa, cuando bajaba tan contenta de haber concertado con la Madre su en­trada en el convento, que llevaría en su ajuar una Biblia en romance. Si aquellas gentes habían oído, Teresa ponía en peligro a muchas de sus monjas que eran hijas de conversos, y se negó a admitir a esta mu­chacha. Aunque esto era ya, cuando la convivencia había sido rota, y las cañas se habían vuelto lanzas. Pero en el tiempo mismo de aquella convivencia, un judío mismo jugaba con esa misma ironía a costa de sí mismo en tanto que judío y por lo tanto agudo, como en el caso del judío cobrador de impuestos por don Juan de Rojas que pidió a la mujer de éste que escribiera una carta de recomendación, y, mientras la estaba escribiendo, entraba continuamente el judío en la estancia diciendo: Diga Vuestra Merced esto y esto. Ella advertía: Sí diré, calla...Y yo os prometo que me hagáis tanto que no os escriba la carta, por eso acaba ya. Y el judío contestó: Señora, perdóneme Vuestra Merced, que, como soy agudo, no puedo dejar de notar.

Y asunto de todos los días era que los cristianos ironizasen sobre el estar mano sobre mano de los judíos en los sábados, o sobre el retaja­miento de la circuncisión; y que los judíos bromeasen igualmente so­bre ciertos aspectos populares de las celebraciones religiosas cristia­nas como las de los días de Semana Santa, por ejemplo.

Las propias formulaciones de los refranes populares acerca de los judíos, han sido tomadas muy rápida y acríticamente como antijudías, exactamente como ciertas formulaciones judías han sido tomadas, igual de ligeramente, como anticristianas; y formulaciones judías y cris­tianas han sido tomadas incluso como ateas, en un momento en el que, como ha mostrado Marc Bloch, no cabe el ateísmo en el ámbito cultu­ral de las conciencias, y ni siquiera en el de la gramática. Con frecuen­cia, esas expresiones no van más allá de lo que van expresiones seme­jantes con que la comunidad de una aldea estigmatiza a la de otra.

Desgraciadamente, por el contrario, enseguida podemos sorpren­der, en pequeñísimos detalles de la vida diaria, la cercanía de la ruptu­ra de esa convivencia, anunciada claramente por el ocultamiento o di­simulo de lo que se es, en un comportamiento de corrección política, como muestran los dos pequeños testimonios, entre muchos otros que podría aducir aquí. El 22 de julio de 1490, Johan Díaz, vecino de Fuen­tecaliente, en tierra de Soria, declara ante los señores inquisidores so­bre Gonçalo Sánches Cavallo, escribano público, que ha tres años, poco más o menos, que, un día, fueron este testigo e don abran alvo, vezino de So­ria, a casa de gonçalo sánches cavallo, escrivano público y vezino de la dicha çibdat de soria, e que entraron este testigo e el dicho judío en una sala en casa del dicho gonçalo sánches cavallo, e el dicho gonçalo sánches cavallo estaua dentro de una cámara acostado en la cama, que aún non era leuantado, e que en entrando en la dicha sala este testigo e el dicho judío, que oyó este testigo cantar de dentro de la dicha cámara un canto, a su pensar y conoscer deste testigo, que era de los cantos de los judíos; e que este testigo, a todo su qreer, que lo cantaua el dicho gonçalo sánches cavallo, porque este testigo le conoscía e conosce ha grand tiempo. E que luego quel dicho gonçalo sánches cavallo sintió que estauan personas en la sala, luego cesó el dicho canto e calló, e que entraron este testigo y el dicho judío en la dicha cámara, e vio este testigo e el dicho judío, quel dicho gonçalo sánches cavallo que estaua en la cama dolyen­te e que no estaua ally hombre ninguno otro. E dixo este testigo que, al tiempo que este testigo y el judío entraron en la sala del dicho gonçalo sánches cava­llo, cuando oyeron cantar el dicho canto de judío, que començó el dicho judío, Abram Alvo, a llamar a bozes por que les oyese, e, a su creer deste testigo, por­que el dicho Gonçalo Sánches lo oyiese que estauan ally, e callase.

El 18 de abril de 1491, declara doña Janila, mujer de don Abra­ham Abulatia, vecino de Soria, acerca de Velasco Martínes y Ferran Martínes, difuntos, vecinos de Burgos, que tuvo su madre tres herma­nos, los cuales se tornaron xpianos quando lo de fray vicente, e que al uno llamaron Velasco Martínes e al otro Ferrand Martínes, e que éstos eran ve-sinos de Burgos e que heran mercaderes, e al otro, Juan Rodrígues, vezino de Soria. E que, seyendo todos tres xpianos, vio este testigo que avrá treynta y cinco años, poco más o menos -es decir en 1456- que los dichos sus tíos ayudaron con ciertos dineros juntamente para casar dos hermanas de este testigo, sus sobrinas, fijas de su hermana, hermanas de este testigo, que no se acuerda cuántos dineros fueron los que los dichos sus tíos dieron, e que, su madre de este testigo, hermana de los sobredichos era muger pobre e tenía muchos fijos, que veya este testigo que los dichos sus tíos le dauan trigo e di­neros dispués de xpianos para su mantenimiento, e que vio una ves que los dichos sus tíos la embiaron a la dicha su madre de este testigo paño para un manto e un pellón, e que Velasco Martínez tuvo un fijo que se llamaua Ve­lasco Martínes como el padre, que no sabe sy es bivo, e que Ferrand Martí­nez que tovo dos fijos e que están en Burgos enterrados, e que el dicho Juan Rodrígues es difunto e dexó un fijo que se llama el bachiller Alonso Rodrí­gues, vesino de Soria.

Y un muy ilustre personaje, en fin, el Protonotario de Lucena, altí­simo cargo eclesiástico y de alta consideración civil igualmente, que, por cierto, había acudido, además a Roma, apelando en Derecho de la extraña juridicidad del Tribunal inquisitorial, sería acusado, luego, de haber comprado cuatro o cinco cargas de leña para una tía suya ju­día pobre. Algo que, naturalmente, a todo el mundo le había parecido lo más lógico cuando se hizo, pero que ahora no es lo que debe ser, ni lo correcto que debe pensarse, decirse y sentirse.

La noción misma de lo políticamente correcto en nuestros días nos está exigiendo igualmente que no debemos ser-aparecer lo que somos, ni los demás deben aparecer lo que son, y por lo tanto tampoco nues­tras relaciones ni nuestra existencia diaria pueden asentarse en nada real y sólido; y esto nos muestra que ya nada nos une en el único atri­buto fundamental de nuestra humanidad concreta, nuestra existencia histórica tal cual es. Todo es funcional o debe desarrollarse en función de orillar cualquier roce con lo real. De modo que hemos de evitar se­ñalar la mostración de las diferencias de edad, sexo, raza, religión, o ideología política. Simplemente mentar esas diferencias reales resulta lacerante e intolerable de todo punto, en estas sociedades de liberta­des para más inri, y es imposible hacer en ellas la más inocente burla o ironía acerca de cualquier extremo cómico o grotesco del otro. Y ya no tiene ningún sentido hacerlas de uno mismo o de su grupo.

Pero la convivencia o tolerancia carnal y verdadera no puede exis­tir ni existe, como venía diciendo, allí donde el lenguaje mismo tiene que doblarse o encogerse; y se piense lo que se piense o se espere lo que se espere de su poder para cortocircuitar o pasar sobre los con­flictos y demás consecuencias negativas de las diferencias reales, para lo que servirá de seguro es para educar a una sociedad en la doblez de mente y de palabra, y en la actitud de artimañas y disfrutes del caza­dor furtivo, o del esclavo cortesano y adulador, que luego escupe en la sopa que va a servir en el pasillo. O desembocará finalmente en el re­curso a la fuerza y al desquite, sencillamente porque imponer un cons­tructo abstracto a la realidad es tarea de Penélope y no tiene su efica­cia mínimamente asegurada, sino todo lo contrario. Y podemos pensar entonces en problemas actuales, que nunca lo hubieran sido en la situación histórica a la que nos referíamos; pongamos por caso los entonces impensables problemas del velo, o vieja salamilla. Quitar ésta a las muchachas islámicas en cuanto comenzaba el tiempo del calor en el Arévalo de don Juan II, o vestir a usanza mora, o de Rey Mago, como un cortesano de Carlos I anotó para explicarse la extra­ñeza del traje de uno de los nobles castellanos que acudió así vestido a recibir a su rey; o que las muchachas cristianas se pusiesen por su cuenta aquella salamilla, o las mujeres cristianas en general se apro­piasen de otras vestimentas de las islámicas, y los cristianos como grupo integrasen a su cocina y su repostería elementos y algo más que elementos judíos o islámicos, o los judíos llegaran a esculpir imá­genes de la naturaleza en sus sepulcros, como lo hicieron en Amster­dam, era algo que iba de suyo porque se con-vivía, siendo cada quien y cada cual quien era, y no simplemente se vivía junto a. Una ósmosis de convivencia era todo eso.

Pero podríamos decir, en efecto, que esta tolerancia, nacida de la convivencia en la cotidiana e histórica humanidad de los diferentes, fue liquidada y está muerta, y muerto está ya, para todos nosotros, el ámbito de la espontaneidad individual, un modo de ser y estar en el mundo con los otros diferentes. Mas, cuando eso sucedió, como en la vieja España sucedió, quienes pudieron buscaron un ámbito donde seguir conviviendo, como los judíos españoles y portugueses, y entre ellos la familia Spinoza, que emigraron a Amsterdam, y allí lo halla­ron. Allí no tenían que disimular que eran judíos, porque eran acepta­dos como seres humanos y como tales judíos, como había ocurrido hasta entonces en su antigua patria. Pero con un logro más amplio en Amsterdam, porque allí se había levantado un plus de racionalidad política, y la convivencia había quedado objetivada en la constitución civil misma de los poderes públicos; lo que es decir que estos poderes públicos eran civiles, de autoridad encomendada, sin interés ideológi­co alguno -ni religioso ni de otro tipo- y se desempeñaban única­mente en la resolución de los asuntos materiales del vivir en libertad. Amsterdam es una república de comerciantes, y podemos decir que tratan la cosa pública como el comercio, por sí misma y para sí mis­ma; sin ninguna mediación ideológica. Esto es, se trata de la demo­cracia en su expresión exacta; la única democracia que odia el Diablo, que diría Kolakowski, porque es la única que no puede convertirse en totalitarismo. No tiene peana ideológica sobre la que levantarlo.

La tolerancia en adelante, se traslada ya a un plano jurídico-políti-co, y se convierte en la garantía de la tolerancia natural nacida de la convivencia, o de la convicción racional, e incluso del consenso libre en el que la expresión civil tanto del individuo como de los grupos es la aceptación de la diferencia misma respecto al otro individuo o gru­po diferentes bajo el imperio de la ley, y en el ámbito de una civilidad en la que el diferente es visto y sentido como el otro, sin el cual ni el conjunto social ni la instalación cultural del yo individual o del nosotros de cada grupo diferente se sienten completos.

Otro asunto es cuando esto no sucede, como en nuestras socieda­des, en las que el mismo con-vivir, o vivir con, y hasta el simple vivir junto a, se problematiza y no es ya asunto de vida a vida y de persona a persona, o grupo humano a grupo humano, ni de polis y constitu­ción civil y neutra, sino problema político-ideológico y de policía, permanente; y quizás también se espera que sea asunto de educación, aunque en este caso, ciertamente, la educación en la tolerancia sólo puede significar educación en deberes cívicos, como educación en el respeto a la ley de caza, que desgraciadamente se concreta con dema­siada frecuencia en asunto de presencia o ausencia del gendarme o de la guardia civil.

Ante este problema de la diversidad, el mundo moderno ha busca­do la solución que se dio a una cuestión como la de la paz, tras la Guerra de los Treinta Años, y que consistió en la construcción por consenso de una divinidad racional al margen y por encima de las di­versas confesiones religiosas; y que fue simplemente el primer cons­tructo de toda una serie de ellos -el último es el de ninguna religión o más bien cualquiera menos el judaísmo y las diferentes confesiones cristianas- con los que el mundo moderno ha tratado y trata de burlar la realidad histórica mediante la no expresión pública de las diferen­cias, y la imposición de su disolución en la corrección política, como ya se dijo. Pero ésta es una corrección u ortodoxia que se torna inevi­tablemente ideología, y, en este caso, la Inquisición y el desastre están, de nuevo, a la vuelta de la esquina.

Lo que quiero subrayar es el carácter sólidamente realista de la to­lerancia antigua nacida del realismo de una convivencia, y también del conocimiento real de la condición humana, no vista precisamente con optimismo. De manera que es muy falaz la sensación que quere­mos ofrecernos de como si nosotros, ahora mismo, nos estuviéramos enfrentando a una realidad nunca vista como es la de tener que vivir con los otros diferentes, y para lo que tuviéramos que generar nuevas filosofías gnósticas y pedagogías especiales de diseño. Como si no fueran suficientes una civilidad y una civilización en la que hagamos cuenta de la realidad de nuestra condición humana tal y como es, sin necias ilusiones; entre otras razones, porque la tolerancia y la convi­vencia no están, desde luego, en el orden de cosas que la pura ratio puede controlar y transmitir como un conocimiento, o un aprendiza­je técnico o científico.

Y, a este respecto, me parece importante recordar que Emmanuel Levinas previno en 1933 a las democracias enfrentadas al racismo na­zi que la preservación de éste no podría hacerse nunca con argumen­tos de la razón ni de la ciencia, porque el hondón de la conciencia hu­mana en la que el bien o el mal se albergan es una realidad de muy otro orden, un ethos. Y también ha sido Emmanuel Lévinas quien nos ha señalado perfectamente el nivel de realidad en el que en la convi­vencia se lleva a cabo el reconocimiento del otro, y la simple y a la vez recia dimensión intelectual, ética y política del tollere, que es llevar y aceptar cualquier diferencia del otro como una simple circunstancia del vivir con él, a la vez que él, y junto a él, y él junto a nosotros. Por­que simplemente es una persona; esto es, posee la condición humana pero no en abstracto, sino tal y como siempre aparece ésta, en toda su individuación personal, tal y como es en cada cual, con todos sus atri­butos y circunstancias diferenciadoras de todo tipo; unos pensares y sentires, y unas manifestaciones antropológicas individuales y de gru­po; es decir, de hombres de carne y hueso, como solemos decir para exorcizar toda abstracción. Ya no estamos, pues, en un universo de conceptos de ética kantiana, aunque ciertamente es ética esta expe­riencia del reconocerse y del con-vivir.

Lévinas explicita del modo más simple este no problematismo de la tolerancia en una de las páginas más hermosas de la filosofía con­temporánea, escritas curiosamente a propósito de un perro, y, no, en absoluto, porque se haga de él símbolo o figuración de ninguna clase, sino porque el perro -dice él- es un animal, quizás el único, que apunta hacia una transcendencia, y en su estar ahí junto a nosotros ex­plicita una ética.

El hecho que le llevó a esta conclusión fue muy sencillo, pero una experiencia profunda, ocurrida con un perro callejero. Lévinas estaba internado en un campo de concentración nazi, como judío que era, y durante unas semanas, hasta que los guardianes le arrojaron de allí, un perro se añadió al pelotón de encarcelados, que eran mirados y trata­dos, no sólo en el campo sino entre la población civil, como estiércol o bacilos de la peste. El perro vivía en un rincón salvaje en los alrededores del campo. Pero nosotros le llamábamos Bobby, con un nombre exótico como conviene a un perro querido. Aparecía en el momento de los agrupamientos matinales y nos esperaba a la vuelta, saltando y aullando alegremente. Por él -esto era incontestable- nosotros fuimos hombres. Porque fueron reconoci­dos como tales, como personas, y ya no se sintieron ratas ni basuras.

Pero este problematismo del otro diferente y de la tolerancia, la convivencia y la libertad, constante desde que el hombre llegó a una cierta conciencia de su estar en el mundo -y llegó muy pronto-, ha sido sacado de su empirismo cotidiano, y se ha transcendentalizado. Aunque, naturalmente, en el modo y manera en los que hoy las co­sas pueden transcendentalizarse: en doxa marxista, más o menos pa­sada por agua, o en distinguido discurso culturalista de corte huma­nitario y sentimental.

Hay quienes piensan que el hombre occidental ya estaba dispuesto y en condiciones de ser enterrado desde el Renacimiento, y quizás no les faltan razones para pensarlo. Pero, ante la imposibilidad de hacer siquiera brevemente un excursus cultural e histórico de alguna entidad aprovechable sobre este asunto, me limitaré a señalar que, muertas y sepultadas -tras lo que Karl Lówith ha llamado la crisis de la cristian­dad burguesa- todas las posibles referencias a una verdad metafísica y ética, no hay ni bien ni mal, sino de diseño político, y no hay lenguaje sino el igualmente políticamente conformado que produce realidad. Y es el periodo de entre las dos guerras mundiales del siglo XX, como manifestación abierta e incluso exultante de esa misma crisis, el que implica ya, en su destrucción, a toda la cultura. La cultura de las esen­cias desaparece y es sustituida por la cultura de la decisión de lo que las cosas deben ser; de manera que, en adelante, la realidad ya no es, y lo que cuenta es su interpretación. Los totalitarismos que siguieron, y la labor de derribo de la vieja cultura que contribuyeron a levantar, convirtieron filosofía de la Historia y cultura enteras en pura sociolo­gía y praxis política. Y en éstas estamos. La raíz del discurso multicul­tural es ésta, y lo que no podría decirles es si la muy quebrantada Eu­ropa ha renunciado verdaderamente seguir siendo, o, quizás ahíta de bienestar y de refinamiento, del que forma parte siempre el instinto de muerte, se siente como los viejos romanos estaban, fascinada por los bárbaros y en busca de la nueva experiencia de la dominación de éstos, que luego racionaliza en el discurso multicultural.

Y digo todo esto, porque la multiculturalidad siempre fue una rea­lidad, y por la misma necesidad del devenir político, social y econó-mico-comercial, todas y cada una de las culturas del mundo nunca han sido una cultura pura y sin mezcla de otra alguna. Y tampoco han sido objeto de concursos de ningún tipo de positividad o negatividad, y nunca se han opuesto o aplastado la una a la otra, sino política y mi­litarmente instrumentalizadas como las religiones. Pero, por el con­trario, hombres de una cultura y de otra sí han sentido perenne curiosidad y admiración, atracción o hasta necesidad, pero también odio y rechazo; y lo más que podríamos decir ante ello es que han ofrecido y siguen ofreciendo la natural pluralidad que es propia de la realidad histórica y hasta de la naturaleza humana y social mismas.

El problematismo que ofrece esa diversidad de las culturas no es mayor, ni de distinta naturaleza, ni puede serlo, que el que ofrece la pluralidad de los seres humanos, por la simple razón de que con ellas nos ocurre exactamente lo que a Goethe sucedía con la Humanidad, que no se la había encontrado nunca ni en casa ni en la calle, y tam­poco nosotros podemos encontrarnos con culturas y civilizaciones, sino con hombres de carne y hueso, y es a ellos y a nosotros a quienes se nos plantean los problemas de la libertad, la tolerancia y la convi­vencia. Pero lo que ocurre, sin embargo, es que, aquí y ahora, el voca­blo de multicultura y sus derivados o mantras y formulaciones cons­truidos con ellos, son el discurso del método, y de la praxis de liquidación de lo que queda de la vieja cultura europea del yo y la li­bertad, y la liquidación de la historia y del tiempo de los padres. A menos que se trate de un ejercicio de salón de deconstruccionismo igualitario, según el cual las costuras impostadas por encima del vesti­do compensan e incluso ponen de relieve las costuras reales que has­ta ahora siempre habían estado por dentro, y así se compensa una te­rrible injusticia a los ojos de un sastre derridiano.

¿Es esto lo que quiere decirse cuando se nos asegura -y copio de un catecismo de multiculturalismo- que dentro del paradigma pluralista, el multiculturalimo surgió como un modelo de política pública y como una fi­losofía o pensamiento social de reacción frente a la uniformización cultural en tiempos de globalización? ¿De verdad? Ya es raro que no surgiese ante la determinación y práctica de la revolución mundial del totalitarismo de los camaradas, que se llevó por cientos no sólo a varias culturas y millones de seres humanos, sino a la noción misma no meramente an­tropológica de la cultura.

Y hay, desde luego, formulaciones más complejas y gnósticas, de estos culturalismos, pero no parece que sus contenidos puedan ani­mar a producir más comentarios especiales. Aunque lo que sí debe ser avisado, sin embargo, es que el concepto antropológico de cultura que está en la base de estas teorías de la multiculturalidad puede muy bien amparar perfectamente una visión del mundo, prácticas y costumbres realmente inaceptables para la vieja cultura europea porque la niegan y trastornan, e incluso puede amparar como cultura las ideas y las prácticas de grupos criminales y de activismo destructor de esa misma cultura occidental, que no tienen empacho en exigir a unos atemoriza­dos, o serviles, europeos un supuesto derecho a instalarse en las co­munidades europeas con el confesado propósito de destruirlas.

Porque el multiculturalismo no sólo defiende la instalación de unas gentes con su propia cultura, y sin el menor interés -cuando no un to­tal rechazo- en una convivencia social integrada que produzca la tole­rancia, sino empeñada solamente en reclamar tratos especiales regula­dos por una legislación particular de la comunidad de acogida, que suponen incluso un privilegio, y una discriminación positiva, que es un puro concepto arbitrario y ética e intelectualmente perverso de desi­gualdad y de vindicta. O cuando no se demanda hasta la liquidación de la cultura de acogida, llamada globalizadora, y de pensamiento único, pese a que es la única en la que siempre han podido darse el disenso y la diversidad. Y hasta el mal y la violencia deberían ser excusados y admitidos, porque se trataría de violencia de vindicta por el pasado, y para el cambio de una realidad social tradicional, y pre-moderna.

Y, desde luego, en todos los casos, ellas, las culturas distintas a la cultura occidental, acicaladas de repente como las más altas o las más oprimidas por la depredadora cultura europea, se convierten así, ade­más, en el lugar de una nueva causa de justicia, cuyo cumplimiento parece que sólo se haría con la liquidación de aquella cultura de aco­gida, para compensar su ominoso pasado. ¿Nuevo hegelianismo? ¿Nuevo discurso bovarístico del método revolucionario de liquida­ción de la cultura europea y de todo rastro de racionalidad y libertad?

En el plano de lo real no ideologizado -en el discurso tradicional aristotélico y cartesiano, quiero decir- la natural convivencia de las culturas se muestra, como queda dicho más arriba, de manera analó­gica a como ocurre con los individuos en convivencia libre, en la que tampoco tienen por qué ocultar, ni desde luego desdecirse, de su identidad, ni negarla, ni dejarla de defender si es atacada. Y son los hombres de cada una de esas culturas, en los dos cabos de la relación -es decir quienes son acogidos y quienes acogen- los que decidirán luego el grado de su interés por el conocimiento, el intercambio e in­cluso la ósmosis entre ellas. Porque tales son los grados del vivir junto a, y del vivir con o convivir, mientras que el rechazo de una cultura o la labor de zapa contra ella son pretensiones multiculturales que siem­pre se llamaron, con su nombre exacto, invasiones, o destrucción so­lapada, y siempre lo fueron. Y lo son.

En el viejo Occidente, y tanto en el Derecho Público o Privado co­mo en el Derecho de Gentes, todo se asentaba sobre una bastante só­lida roca de herencia cultural con contrastes y afinamientos de siglos; y todo este saber y experiencia de siglos también nos asegura que, desde los problemas de la guerra y la paz hasta los del comercio y las migraciones, que son los grandes y entitativos momentos de enfrenta­miento o mezcla de civilizaciones y culturas, las situaciones cotidia­nas o excepcionales más complejas no se solucionaron nunca con re­tóricas, ni reglamentaciones administrativas como la ley de caza a la que antes aludía. Y que, a este respecto, siempre se pagaron muy ca­ros las cegueras y los empecinamientos en lo irreal. Pongamos como ejemplo, situaciones como la romana de tiempos de Cicerón al final de la República, cuya descripción, Gaston Boissier ha hecho tan es­pléndidamente, anotando los estudios de M. Walton sobre la esclavi­tud en la antigüedad.

Gaston Boissier resume, en efecto, unos cuantos hechos fundantes, señalando la realidad de que Roma sacó su fuerza de las gentes del campo, y de que de éste salieron las gentes que conquistaron Italia y vencieron a Cartago, pero que nunca, luego, tuvieron los campesinos romanos una vida ni medio fácil en su propia patria. Y escribe: Aquel pueblo agricultor y guerrero que había defendido tan valerosamente la repú­blica no pudo defenderse a sí mismo contra la invasión de la gran propiedad. Estrechado poco a poco por aquellos dominios cuyo cultivo es más fácil, el po­bre aldeano había combatido mucho tiempo contra la miseria y la usura; des­pués, cansado de la lucha, acabó por vender su campo a su vecino rico, quien lo codiciaba para redondearse. Trató entonces de hacerse arrendador, colono, jornalero, en aquellas tierras de las que por tanto tiempo fue dueño; pero en­contró allí la concurrencia del esclavo, trabajador más sobrio, que no discute el precio, que no impone condiciones, y a quien se puede tratar como se quie­ra. De este modo, arrojado dos veces de su campo, como propietario y como colono, se vio obligado a emigrar a la ciudad. Sin embargo en Roma la vida no era más fácil... Allí también, la concurrencia de la esclavitud había mata­do el trabajo libre, y sólo gracias a la decisión de Mario de abrir el ejér­cito a las clases pobres, los capite censi, pudo enrolarse en él, y luchar bravamante como siempre lo habían hecho sus antepasados campesi­nos. Pero en la Urbe se llenaron mal los huecos de los ausentes y de los muertos, y a esa Urbe acudieron gentes de todas partes a llenarlos; y los campesinos encontrarían enseguida insoportable su situación, cuando, de manera neta, comenzaron las inmigraciones-invasiones. Varias veces y de varias maneras, trataron los romanos de luchar con­tra ellas, pero por más leyes severas que hacían para alejarlos, volvían siem­pre a ocultarse en aquella ciudad inmensa sin policía; y, una vez establecidos allí, los más ricos por el dinero, y los demás por medio de adulaciones y de as­tucias, acababan por obtener el título de ciudadanos... La ley no les conce­día, de pronto, todos los derechos políticos, pero, después de una o dos genera­ciones, desaparecieron todas aquellas reservas, y el nieto del que había dado vueltas al torno, y de quien había sido vendido en el mercado de esclavos, vo­taba las leyes y nombraba los cónsules como un romano de raza antigua. De esta mezcolanza de libertos y extranjeros se formaba entonces lo que aún se­guía llamándose por costumbre el pueblo romano, pueblo miserable, que vivía de las liberalidades de los particulares o de las limosnas del Estado, que no tenía ya ni recuerdos, ni tradiciones, ni espíritu político, ni carácter nacional, ni tampoco moralidad, pues no conocía lo que constituye la dignidad de la vida en las clases inferiores: el trabajo... El poder absoluto que habían llama­do con sus votos, que acogieron con sus aplausos, estaba hecho para ellos.

Obviamente, este es un asunto multicultural objetivo, de enormes y dramáticas consecuencias para todos los que en él intervinieron o le padecieron; como de felices consecuencias fue la formación de la na­ción americana, hecha del modo más plural y en la mayor de las li­bertades, aunque tampoco se pueda olvidar la lacerante herida de las gentes de color que entonces fueron marginadas en esa constitución de la nación. De manera que espejos y advertencias son estas histo­rias, porque podemos decir que, ahora mismo, estas noticias parecen de esta mañana, y que en éstas estamos en la vieja Europa. Y, si así fuera, lo que precisaríamos es no andar con muchas ilusiones, experi­mentos y constructos, sino hacer las cuentas claras y justas, y regirlas por el respeto y la piedad que los hombres nos debemos unos a otros, para hoy y para mañana, y cuanto antes.

Y estas cuentas pertenecen a la prudencia política práctica para ser y pervivir todos, siendo cada quien y cada cual, y serán los hitos del camino que va de la convivencia de todos hacia la tolerancia de to­dos. Un necesario camino, que debe ser presidido por el realismo y no seguir estando enlosado con constructos. Y, mucho menos, con la vergüenza de nosotros mismos y de nuestra cultura, o la renuncia a ella, y aceptando las actuales invitaciones al suicidio, recibidas hasta ahora con tanta complacencia. Porque, como hemos visto, solamente la tranquila afirmación de lo que se es, y la no menos natural acepta­ción de ello por el otro, pero cada quien siendo cada quien y cada cual cada cual, y juntos pero no revueltos, hacen posible la libertad de todos. El otro camino de construcciones abstractas, renuncias y con­fusiones de enérgico desafío a las cosas existentes, como Thomas Carlyle dijo de la Constitución francesa de 1791, lleva a la desaparición del ser propio, y a la esclavitud, aunque sea con aire acondicionado; y al po­der absoluto, con elecciones o sin ellas. Y lo que nos consta es que así ha ocurrido siempre.

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