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El Estado educador

Entre las pocas funciones que se dejan al Estado no destaca su competencia educadora

No iba yo tan desencaminado cuando, hace una par de semanas, escribía en estas mismas páginas que los adalides de la asignatura de educación para la ciudadanía parecen haber entrado en vibración. Porque ahora es nada menos que Gregorio Peces-Barba quien ha tomado el relevo en la defensa del proyecto gubernamental. Y cualquiera que haya seguido las vicisitudes de tal iniciativa docente sabe que fue este catedrático de Filosofía del Derecho el que, hace casi dos años, lanzó la idea de introducir una asignatura obligatoria en la que se enseñara a los jóvenes españoles a pensar y comportarse de manera democrática, razonable y solidaria.

Se trata, por lo tanto, de ideas conocidas, pero que adquieren esta vez algunos matices reveladores. Hasta el título del artículo, publicado el 22 de agosto en El País, es significativo: Las luces y las sombras. En el contraste casi tenebrista que se traza, la región luminosa corresponde literalmente a Las Luces, es decir, a la Ilustración de finales del siglo XVIII. Los autores a los que se apela son también de esa época: Condillac, D'Alambert, Rousseau, Condorcet y Jovellanos, entre otros. Mientras que el costado sombrío está representado por pensadores sólo ligeramente más recientes: De Bonald, De Maistre y Donoso Cortés.

Pues bien, esta es la conclusión provisional que personalmente saco del debate en curso: que se trata de una discusión que es preciso poner al día. De lo contrario, estaremos hablando de planteamientos que ya han quedado en la cuneta de la historia, y las conclusiones que se obtengan no serán de excesivo provecho para nuestro país.

La forma que actualmente ha adquirido el debate sobre las cuestiones éticas y religiosas en las democracias maduras es la propia de una sociedad postsecular, que ha superado el confesionalismo, pero también el laicismo. La mayor parte de los países europeos han atravesado un proceso de secularización que ha cambiando decisivamente la incidencia en el ámbito político o educativo de las posturas y los dicursos de tipo filosófico y teológico. Ahora bien, ya nadie piensa que ello implique la desaparición de convicciones o creencias cuyas raíces se nutren de tradiciones que han configurado nuestras ideas acerca de la libertad social y de la dignidad humana. Las personas con fe religiosa y visión humanista han de adaptarse a una estructura política neutral. Asimismo, quienes tienen una mentalidad laicista, e incluso agnóstica, de la realidad social, no pueden ignorar que muchos ciudadanos honrados y razonables siguen teniendo derecho a que sus concepciones básicas -en buena parte configuradas por sus creencias religiosas- también deben ser respetadas y tenidas en cuenta.

Para evitar el dogmatismo en ambas direcciones, así como ciertas polémicas que sólo producen crispación, hemos de ejercitarnos en un proceso de doble traducción. Los unos han de verter sus convicciones teológicas y metafísicas -por así decirlo- a un lenguaje civil de textura religiosamente neutra. Mientras que los otros han de esforzarse por divisar cómo se pueden traducir sus planteamientos secularizados a lenguajes con trasfondo cristiano y una visión trascendente de la persona.

Jürgen Habermas, filósofo ilustrado que proviene del neomarxismo, ha señalado recientemente que el sector que está saliendo peor parado en esta doble exigencia es el de los creyentes. Porque no ven correspondido su esfuerzo por articular un discurso secular y neutral con una preocupación simétrica por descubrir el significado que pueden tener los valores civiles en una visión religiosa y trascendente del mundo. Se trata, mantiene Habermas, de una situación no equitativa que perjudica a los creyentes.

En España observamos especialmente tal asimetría en el terreno educativo. Se pide a los cristianos que pongan empeño en comprender que la democracia ha de ser neutral y que también existen preocupaciones éticas de tipo civil. Pero no se compensa esta demanda con un esfuerzo semejante para acoger las peticiones de los creyentes, en el sentido de que tal neutralidad no debe implicar un ataque a los valores trascendentes ni excluir la libre enseñanza de la religión según las convicciones de los padres de los alumnos, derecho que la Constitución protege.

Y hay algo en lo que ambas perspectivas coinciden desde hace varias décadas, y que Peces-Barba no termina de advertir: que el protagonismo educativo de la Administración Pública ha sido superado por la dinámica de una sociedad compleja y multicultural. Entre las pocas funciones que, entre unos y otros, se van dejando al Estado no destaca precisamente la de su competencia educadora. Una condición de posibilidad para que el diálogo entre laicistas y cristianos se haga realidad en el campo de la enseñanza consiste en empezar a despedirnos del Estado educador y volver los ojos a la presencia emergente de la sociedad civil.

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